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¿Quién será el Donald Trump español?

El auge de los populismos tiene un nombre; Donald Trump. Pero ningún país está a salvo del fenómeno. La crisis, la corrupción y la inmigración generan un malestar ciudadano

Foto: Donald Trump en un mitin en Salt Lake City, Utah. (Reuters)
Donald Trump en un mitin en Salt Lake City, Utah. (Reuters)

Donald Trump, el histriónico candidato republicano, juega con ventaja. No por sus dólares ni por su lengua viperina. Ni siquiera por su capacidad para embarrar las primarias republicanas diciendo cosas ridículas de forma soez y descarada hasta el extremo de llamar socialista a Obama o de culpar de los problemas de las clases medias estadounidenses a los inmigrantes. Su ventaja respecto de otros rivales es que no se juega nada en las primarias.

Trump, gane o pierda, ya ha vencido. Es lo que tiene el populismo. Su compromiso con el elector es nulo, y de ahí que pueda sobrevivir a base de sandeces. Otra cosa es el daño irreparable que ya ha hecho a la política norteamericana convirtiéndola en un sainete. Pero el país lo superará.

Trump, sin embargo, no tiene el monopolio de la imbecilidad. Los nuevos populismos disponen de una superioridad sobre los partidos tradicionales: parten de cero y no tienen pasado, y de ahí que cualquier respaldo popular que obtengan es considerado un éxito aun a costa de engañar a la opinión pública.

El sistema parlamentario está revelando numerosas lagunas al afrontar la ausencia de Gobierno. Algo que deja el camino expedito para cualquier charlatán

El caso de Syriza, en Grecia, es más que evidente. Pero también Podemos juega con un plus de credibilidad que hace que sus afiliados y votantes comulguen con ruedas de molino. Sin duda, porque cuentan con un argumento de peso. Los partidos tradicionales a quienes pretenden sustituir -ahí está Tsipras confraternizando este jueves con los viejos partidos socialistas europeos en Bruselas- han mentido tanto que cualquier comparación resulta favorable para las nuevas formaciones.

No todos los populismos, sin embargo, lo tienen tan fácil. EEUU se puede permitir el lujo de contar con un sujeto como Trump porque su fuerza para hacer daño al sistema político es residual. Y aunque es cierto que la capacidad de manipulación de la opinión pública en manos de un majadero puede llegar a ser un arma muy potente, el sistema de controles y contrapesos de la Constitución de los EEUU -el célebre 'checks and balances'- es insuperable en cuanto al despliegue de instrumentos eficaces que impiden salirse de madre a los poderes del Estado. Una especie de neutralización institucional -el reparto del poder- sobre la que se ha construido la democracia americana.

El caldo de cultivo

No fue el caso, por ejemplo, de Berlusconi, que cuarteó el sistema político italiano durante dos décadas. Precisamente, por la fragilidad institucional del país. Y hay un riesgo cierto de que eso ocurra en España. El sistema parlamentario está revelando las últimas semanas numerosas lagunas institucionales a la hora de afrontar la ausencia de Gobierno. Algo que abona un terreno incierto y deja el camino expedito para cualquier charlatán. Pero si personajes de astracanada como Jesús Gil o Ruiz-Mateos no tenían posibilidad alguna de cuartear el sistema político más allá de vulgarizarlo hasta la náusea, las nuevas formaciones -y también las viejas- cuentan con un caldo de cultivo muy potente que no existía antaño.

Los nuevos populismos disponen de una superioridad sobre los partidos tradicionales: parten de cero y no tienen pasado, y cualquier respaldo es un éxito

Tanto la ferocidad de la crisis económica como la corrupción han creado las condiciones objetivas para que nazca un Donald Trump a la española. Sobre todo si la formación de un nuevo Gobierno no llega y muchos españoles aumentan su desconfianza sobre el sistema político. La inestabilidad política, ya se sabe, es el mejor aliado de los charlatanes.

A veces, se interpreta la proliferación de los nuevos populismos, tanto en EEUU como en Europa, como consecuencia del descrédito de la clase política. O, incluso, se achaca su eclosión a la influencia de los medios de comunicación, que han dejado de ser el cuarto poder para ganar posiciones a costa de los otros tres. Pero hay un pegamento que une a todos los populismos, independientemente de la geografía. Y no es otro que la idea de que hay soluciones nacionales a todos los problemas. Un especie de nacionalismo arcaico sin banderas ni símbolos que consiste en pensar que el ‘otro’ es el origen de nuestras cuitas. La xenofobia de los nuevos partidos en Alemania u otros países del centro, que es de carácter transversal, es el más claro exponente de esa nueva realidad.

Tanto Marine Le Pen, como Trump o, incluso, Bernie Sanders han planteado una vuelta al proteccionismo que encandila a las clases medias, toda vez que sugiere que son los inmigrantes, con sus bajos salarios, o las empresas chinas, financiadas con recursos públicos, quienes están degradando la calidad de vida de cientos de millones de trabajadores con sueldos de miseria por culpa de una competencia desleal.

El economista Dani Rodrik, una de las mejores cabezas de la ciencia lúgubre, se mostraba recientemente asombrado de que no hubiera habido mayor resistencia a la globalización en los países industrializados, cuyos nacionales han realizado en las dos últimas décadas una ingente transferencias de rentas hacia los países emergentes.

Xenofobia y racismo

Su idea es que la globalización ha ido demasiado lejos y eso ha dejado inerme a muchos países ante los avances de las nuevas economías. Algo que explicaría el nacimiento de fenómenos populistas enmascarados de forma capilar en la xenofobia o el racismo. Lo que preocupa, viene a decir, no es que vengan inmigrantes, sino que quiten el trabajo.

Es verdad que los ganadores del proceso de globalización han sido quienes se han adaptado mejor al nuevo ecosistema económico (principalmente las grandes corporaciones tecnológicas y de servicios y las megaempresas de la industria financiera, que han llegado a colocar a los gobiernos a sus pies), mientras que los perdedores son millones y millones de trabajadores de los países desarrollados que se sienten traicionados por sus políticos y que, en realidad, dependen económicamente del tamaño del Estado de bienestar. O, incluso, malviven con bajos salarios y sin posibilidad de progresar socialmente. Ni ellos ni sus hijos. El fenómeno de los trabajadores pobres es, sin duda, el más singular de las economías de los países desarrollados.

Sacrificar los derechos para evitar la proliferación de los Trump de turno es el reconocimiento de un fracaso que exige repensar y ordenar la globalización

El propio Rodrik ha recordado que en el periodo de entreguerras se entremezclaron, precisamente, dos componentes letales: el ensanchamiento de la desigualdad, derivada de la primera globalización durante la era del mercantilismo, y un fuerte componente identitatio de reconstrucción nacional, exacerbado, en la actualidad, por los flujos migratorios y los avances tecnológicos que expulsan del mercado laboral a quienes no disponen de las habilidades suficientes. La consecuencia no es otra que un populismo de derechas e izquierdas que explota electoralmente las insatisfacciones que genera el sistema, y que en España se está derivando hacia el nacionalismo como elixir que resuelve todos los males. La bandera como pócima y remedio que todo lo cura. La patria como salvación.

El caldo de cultivo, por lo tanto, existe, y aunque los altos niveles medios de renta per cápita de EEUU y Europa son el mejor antídoto contra los populismos, parece obvio que ese contrato social se está agrietando.

Y en este sentido, la inmoral respuesta que está dando Europa a la tragedia de los refugiados ilustra la incapacidad de las élites políticas para entender las cuestiones de fondo. Los populismos no son la causa de los problemas, son la consecuencia de los errores. Y sacrificar los derechos humanos -de los refugiados y de los propios europeos- para evitar la proliferación de los Trump de turno no es más que el reconocimiento de un fracaso que exige repensar y ordenar la globalización antes de que sea demasiado tarde.

Donald Trump, el histriónico candidato republicano, juega con ventaja. No por sus dólares ni por su lengua viperina. Ni siquiera por su capacidad para embarrar las primarias republicanas diciendo cosas ridículas de forma soez y descarada hasta el extremo de llamar socialista a Obama o de culpar de los problemas de las clases medias estadounidenses a los inmigrantes. Su ventaja respecto de otros rivales es que no se juega nada en las primarias.

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