Mientras Tanto
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Cómo arruinar a hijos y nietos emitiendo deuda sin parar
El alto nivel de deuda es ya una cuestión moral. Las fuerzas políticas deben alcanzar un acuerdo para que los excesos de recaudación se destinen íntegramente a bajar deuda
Es harto conocido cómo arranca 'El Contrato Social', el libro más influyente de Rousseau. “El hombre”, decía el filósofo francés, “ha nacido libre, y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas”. Rousseau, como es obvio, no podía conocer hasta qué punto su percepción de la realidad sigue siendo cierta.
Los desmesurados aumentos del endeudamiento público -711.560 millones de euros desde 2007- atarán en corto a las próximas generaciones con las pesadas cadenas de la deuda. Y lo que no es menor relevante: difícilmente un país puede ser soberano cuando está obligado a devolver una ingente cantidad de recursos dilapidados por una generación insolidaria y egoísta que prefiere endeudar a sus hijos y a sus nietos para mantener de forma artificial (emitiendo deuda) su nivel de vida. Y que está dispuesta a vivir de prestado postrada ante sus acreedores antes que asumir su incompetencia palmaria para generar la riqueza de la que disfruta. Engañándose a sí misma y, lo que es lo peor, a las futuras generaciones.
En Irlanda y Bélgica, ya se han lanzado emisiones a 100 años, mientras que en España el actual Gobierno se muestra ufano por emitir a 50 años, y es muy probable que tenga la tentación de hacerlo a plazos más largos habida cuenta de que el BCE se ha convertido en uno de los primeros clientes de la deuda pública española.
El endeudamiento público sigue sin ser el asunto central del 26-J más allá de la refriega política por el hecho de que España haya incumplido el déficit
John Locke, considerado el primer liberal, sostenía que la legitimidad del poder político tenía su origen en el consentimiento de las personas. Pero difícilmente se puede lograr ese objetivo -la legitimidad del poder mediante el acuerdo ciudadano- cuando se toman decisiones que limitan la capacidad de obrar de las próximas generaciones. Hasta el momento, ningún país ha sido capaz de reducir de forma relevante su endeudamiento después de haber alcanzado el 100% del PIB, como es el caso español.
Y es que la deuda, como otras muchas cosas, también es una cuestión moral, como la corrupción o el respeto a los derechos humanos. Y por eso se habla de ‘honrar’ la deuda cuando se devuelve lo prestado. Porque en la deuda también está la honra de las naciones.
Las cadenas, sin embargo, son cada vez más pesadas. La deuda no deja de crecer en términos absolutos: 1,095 billones de euros sin contar otros pasivos que no cuentan en el Protocolo de Déficit Excesivo, pero que hay que devolver. Y que suman otros 226.952 millones (sin incluir los préstamos entre diferentes administraciones del sector público). En total, algo más de 1,3 billones de deuda pública para un territorio de apenas 46 millones de habitantes.
El hecho de que un país se endeude no es intrínsicamente negativo. Al contrario. La principal función del Estado liberal es, precisamente, procurar el bienestar de sus ciudadanos. Y por eso cuando invierte en servicios esenciales para la comunidad: educación, sanidad, transportes o incentivos razonables a la producción económica, cumple el contrato social al que se refería Rousseau. Pero cuando este se rompe, lo que se está liquidando, en realidad, es la naturaleza democrática del poder político.
Deuda para pagar gasto corriente
No cumple esa función cuando el Estado se endeuda para financiar gasto corriente, que es lo que está sucediendo. Este año, por ejemplo, el sector público tiene previsto invertir en formación bruta de capital fijo 23.109 millones de euros (el 2% del PIB), mientras que destinará 31.963 millones (el 2,9%) a satisfacer el servicio de la deuda.
Ni tampoco cumple esa función cuando se come el Fondo de Reserva de la Seguridad Social en apenas unos pocos años por ausencia de arrojo político para decir a los ciudadanos que viven del crédito exterior. Y que eso de la soberanía nacional es un cuento chino mientras el país no sea capaz de tener una financiación equilibrada.
Otra herencia que dejará esta generación es una crisis demográfica que hará que menos población sea obligada a devolver una deuda más abultada
Pero mientras ocurre esto, el endeudamiento público sigue sin ser el asunto central de las elecciones del 26-J más allá de la refriega política por el hecho de que España haya vuelto a incumplir el objetivo de déficit. Muy al contrario, el presidente del Gobierno en funciones insiste en prometer una rebaja de impuestos, lo cual es un auténtico disparate indigno de un político responsable. Al menos, mientras no se rebaje la deuda en términos absolutos. Aunque sea por razones de solidaridad intergeneracional.
Entre otras cosas, porque la otra gran herencia que dejará esta generación es una crisis demográfica sin precedentes que hará que en el futuro menos población -y más envejecida- sea obligada a devolver una deuda cada vez más abultada en términos per cápita. Y no está escrito en ningún sitio que los tipos de interés sigan en los actuales niveles durante las próximas décadas.
Destinar los excesos de recaudación derivados de un contexto económico irrepetible -desplome del petróleo y de los tipos de interés, además de una fuerte depreciación del euro- no es un acto de rebeldía contra el rigor presupuestario. Muy al contrario, lo han reclamado de forma reiterada organismos pocos sospechosos de fomentar la insumisión fiscal, como el FMI y la propia Comisión Europa, que han recomendado que los excesos de ingresos se destinen a reducir deuda y no a favorecer, precisamente, a la generación que va dejar a la siguiente una herencia envenenada. Hacer lo contrario es, simplemente, inmoral.
Esto lo entendió bien Suecia en los años 90, cuando en plena crisis de su Estado de bienestar decidió poner toda la carne en el asador reduciendo deuda. El socialdemócrata Göran Persson, un antiguo primer ministro, lo expresó en una entrevista con lucidez: “Un país que debe una barbaridad de dinero ni es soberano ni tiene democracia porque no es dueño de sí mismo”. Un mensaje que bien podrían oír esos nacionalistas que se llenan la boca con el autogobierno y la soberanía pero que parecen disfrutar estando sometidos bajo la bota de sus acreedores.
El argumento de Persson es casi de Perogrullo, pero en España todavía ningún partido ha pedido que todas las fuerzas políticas firmen un gran pacto contra la deuda, y que pasa por el compromiso de destinar los excesos de recaudación -si los hubiere- a reducir la pesada carga del endeudamiento, y que hoy se sobrelleva porque los tipos de interés se sitúan en niveles extraordinariamente bajos gracias a la política monetaria ultraexpansiva del Banco Central Europeo, que es, realmente, donde se deposita ahora nuestra soberanía nacional.
Es harto conocido cómo arranca 'El Contrato Social', el libro más influyente de Rousseau. “El hombre”, decía el filósofo francés, “ha nacido libre, y, sin embargo, vive en todas partes entre cadenas”. Rousseau, como es obvio, no podía conocer hasta qué punto su percepción de la realidad sigue siendo cierta.