Mientras Tanto
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El verdadero golpe de Estado que amenaza a la democracia
El bonapartismo se ha instalado en la vida política. Los líderes son más importantes que sus partidos. Y eso ha llevado a una ausencia total de ideología. Lo relevante es el poder
Contaba hace unos días un venerable catedrático de Derecho —fugazmente enrolado en las filas de la política conservadora— que José María Aznar le dijo en una ocasión con aplomo: “Tú lanzas muy bien los triples, pero en política lo que se necesitan son jugadores de rugby”.
Corrían los primeros años noventa, y a la vista de lo que ha sucedido en los últimos años, el expresidente del Gobierno —hoy atrincherado ideológicamente en la nueva Faes— lo describió perfectamente. La política se parece cada vez más un lodazal. También en democracias muy consolidadas, como EEUU o Reino Unido.
Ni que decir tiene que el catedrático salió escaldado de la cosa pública, y, desde entonces, se dedica a escribir libros. El expresidente, paradójicamente, juega ahora a lanzar triples. Ha dejado atrás la melé y el tumulto y observa la política con cierto estupor y distancia. El tiempo, en esto, le ha dado la razón.
La política, parece evidente, se ha embarrado. Y mucho. Hasta el punto de que el debate ideológico ha sido sustituido por una vulgar lucha por el poder para ganar apenas unas yardas en el enfangado rectángulo que dibuja un campo de rugby.
El Partido Socialista es el ejemplo más palmario: vive un debate interno sin contenido ideológico alguno. Pura y dura lucha por el poder. Pero también en Podemos el combate desnudo de ideología forma parte de su ADN. Cuando Iglesias y Errejón discuten no es por razones ideológicas, sino por el camino a recorrer para llegar al poder.
Es probable que este comportamiento tenga que ver con el hecho de que Podemos nunca ha pretendido ser la “expresión” de un indudable malestar social, justificable habida cuenta de lo que ha sufrido este país a consecuencia de la intensa crisis económica y del ensanchamiento de la desigualdad. Por el contrario, ha sido el motor necesario para la “construcción” de un malestar social que pueda originar un cambio político, en palabras de Miguel Ángel Quintanilla, un fino analista que ha escrito un opúsculo sobre el populismo.
La política, parece evidente, se ha embarrado. Y mucho. Hasta el punto de que el debate ideológico ha sido sustituido por una vulgar lucha por el poder
La diferencia entre ambos partidos radica, sin embargo, en que en Podemos las discusiones se disfrazan de cierta solemnidad y altas dosis de petulancia intelectual. Sin duda, para ocultar la inanición ideológica que sufre un partido atrapado por una contradicción germinal.
Podemos, de hecho, todavía está embarcado en recorrer el largo camino que hay entre el activismo social y la política convencional, y ya se sabe que los periodos de transición, como la adolescencia, son difíciles de gestionar. Hasta el punto de que la democracia, en el sentido clásico del término, parece haberle sentado mal a sus dirigentes. Un partido que necesita el espectáculo parlamentario para hacer política tiene un problema, y, ante todo, refleja su desnudez intelectual.
Una formidable maquinaria electoral
En el Partido Popular, ni siquiera hay lucha por el poder, y mucho menos un debate ideológico. El partido se ha acostumbrado a ser una formidable maquinaria electoral capaz de decir una cosa y la contraria con el descaro más absoluto. Algo que evita cualquier disquisición filosófica interna sobre si estamos ante un partido conservador, liberal o una ante una formación teñida de socialdemocracia clásica con dosis de cierto populismo de derechas. O todo al mismo tiempo, como un batiburrillo ideológico que se sirve a temperatura ambiente en función de las circunstancias. Un comportamiento que le lleva a ser sistemáticamente el mejor 'descarte' para muchos españoles. Justamente, como lo describió hace unos días un editorial de Faes con cierta malicia.
Si hasta hace bien poco era necesario ganar las elecciones para imponer el discurso político, ahora es suficiente con articular una perorata atractiva
La ausencia de musculatura intelectual en el discurso político no siempre tiene que ver con el bajo nivel de las élites. Lo que habitualmente se denomina 'clase política’, de una forma un tanto despectiva, no es más que el reflejo de una sociedad donde los cocineros mediáticos son los nuevos filósofos de la posmodernidad y de la era digital. Y en la que el discurso vacío de contenido gana yardas cada día.
De hecho, se está produciendo un fenómeno verdaderamente extraordinario. Si hasta hace bien poco era necesario ganar las elecciones para imponer el discurso político por la vía democrática, ahora es suficiente con articular una perorata atractiva —suficientemente aireada a través de las redes sociales y televisiones amigas— que es inmediatamente interiorizada por los partidos mayoritarios para evitar ser asaltados por los electores. Algo que los lleva, en algunos casos, a la tragedia, como les ha sucedido a los socialistas españoles, entregados a la causa populista cuando compiten con Podemos. O, en ocasiones, con la causa del nacionalismo más ramplón y sectario, como le sucede al PSC.
La consulta a los militantes forma parte de esa tradición bonapartista, que consiste en que el líder se da un baño purificador que legitima toda ilegalidad
Incluso partidos históricamente centristas, en el sentido equidistante del término, han sido devorados por otros nacionalismos más radicales, como le ha ocurrido a la vieja Convergència de Pujol, que un día contribuyó a la estabilidad política. Marco Pannella, el viejo líder del Partido Radical italiano estaría encantado.
El triunfo del bonapartismo
Este comportamiento oportunista tiene que ver con un problema más de fondo que hay que relacionar con la ausencia de discurso político, lo que convierte a los partidos en rehenes de sus dirigentes, que necesariamente son temporales. Pero que pueden hacer mucho daño si se apropian de las estructuras del partido. Una especie de ‘dictadura del yo’ con ribetes bonapartistas. Napoleón, como se sabe, interpretaba la soberanía popular —se hizo llamar el ‘premier représentant du peuple’— como una dictadura personal conferida por el pueblo, aunque de acuerdo con unas leyes constitucionales.
La ausencia de un cuerpo doctrinal que guíe a largo plazo el discurso político no es casualidad. Ni responde a unas circunstancias sobrevenidas que impidan elaborar una estrategia.
Los líderes saben que si el partido carece de ideología y de un territorio común, su capacidad de influencia entre los afiliados se multiplica. Máxime cuando el comportamiento vertical y jerárquico de las organizaciones obliga a los cuadros medios y subalternos a acatar la decisión de los gerifaltes por una cuestión de pura supervivencia alimentaria. Como ha sucedido en el caso del Partido Socialista y su cambio de decisión sobre la investidura.
El plebiscito, en este sentido, en forma de consulta a los militantes, forma parte de esa tradición bonapartista, que consiste en que el líder se da un baño purificador que legitima cualquier ilegalidad. "Siete millones de votos lo absolvieron", se decía de Napoleón III.
Un partido con un discurso bien armado, y con una hoja de ruta aprobada en un Congreso abierto, siempre es incómodo y un peligro para el jefe, y de ahí que la tentación de quien llega a secretario general o presidente sea desarmar ideológicamente a la organización. Precisamente, para tener las manos libres a la hora de actuar elaborando una nueva estrategia articulada en torno a lo que Michels llamaba "apetito natural por el poder". El jefe manda y los demás obedecen.
Así es como se han construido liderazgos que han acabado por degollar a los partidos trufándolos de un oportunismo ciertamente insoportable. Donald Trump es el ejemplo más evidente. Pero no el único.
Contaba hace unos días un venerable catedrático de Derecho —fugazmente enrolado en las filas de la política conservadora— que José María Aznar le dijo en una ocasión con aplomo: “Tú lanzas muy bien los triples, pero en política lo que se necesitan son jugadores de rugby”.
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