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Carmena tiene razón: solo los tontos tapan el sol
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Carlos Sánchez

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Carmena tiene razón: solo los tontos tapan el sol

La explosión de las grandes urbes no ha hecho más que comenzar. El futuro pasa por las ciudades. Y si no se lucha contra la contaminación, no hay que esperar nada bueno

Foto: Foto: EFE.
Foto: EFE.

La anécdota es muy conocida. Se cuenta que en una ocasión Alejandro Magno llegó victorioso a Corinto. Todo el pueblo salió a saludar al gran héroe vencedor del poderoso imperio persa. Todos, menos uno.

El filósofo Diógenes, impávido, había decidido quedarse en el tonel que lo cobijaba, y hacia allí se dirigió el gran Alejandro asombrado de que algún vecino de la ciudad no saliera a su encuentro. Conocedor de la fama del filósofo, el macedonio le ofreció todo tipos de agasajos e, incluso, apreció su valentía. El sabio Diógenes, abrumado por tanta lisonja que le ofrecía el hombre más poderoso de su tiempo, solo le pidió una cosa, que se apartara de su vista, ya que el cuerpo de Alejandro le impedía que le llegara el sol radiante que lucía ese día.

Diógenes, con su actitud, quería separar lo importante de lo fatuo. Y eso es, en realidad, lo que sucede con la polémica que ha generado el ayuntamiento de Madrid al restringir el uso de vehículos dentro de la almendra que forma la M30. Mucha frivolidad y escasa atención a las causas que explican la contaminación.

La medida, es cierto, puede ser discutible. Pero hay una evidencia que está por encima de cualquier consideración política o ideológica. Las grandes ciudades -y Madrid o Barcelona lo son- tienen derecho a defenderse. No solo de la contaminación, sino de la agresión -gobierne quien gobierne- que a menudo sufren por las políticas desplegadas por otros representantes del sector público.

Es curioso la ausencia de competencias de las grandes ciudades para legislar sobre materias que les son propias y afectan a la calidad de vida de sus vecinos

Es curioso, en este sentido, la ausencia de competencias de las grandes ciudades para legislar sobre materias que les son propias y que afectan a la calidad de vida de sus vecinos, como la contaminación, la planificación urbanística o determinadas políticas sociales, cuya legislación descansa en buena medida en multitud de escalones de la Administración, ya sea de nivel autonómico, estatal o europeo. Algo que explica que no se ataque de raíz el problema central de la polución atmosférica, y que no es otro que las emisiones del vehículo privado, cuya competencia es de ámbito superior al local más allá de la regulación del tráfico. El 75% de las emisiones de gases de efecto invernadero tiene su origen en usos energéticos.

O lo que es lo mismo, apenas se atiende al hecho de que las tres cuartas partes de la contaminación atmosférica tenga que ver con las emisiones de dióxido de nitrógeno procedente del diesel o de las gasolinas, una materia que descansa en el Ministerio de Industria (si es que existe). En cualquier país políticamente civilizado, y debido al enorme peso que tiene Madrid sobre la economía nacional, este miércoles se habrían reunido representantes del Ayuntamiento, de la Comunidad y de los ministerios de Industria y Energía, que inexplicablemente están segregados. No se ha hecho y eso alimenta la munición de la demagogia política.

La ley de capitalidad de Madrid

Una década después de que en tiempos de Ruiz-Gallardón arrancara una ley de capitalidad y un estatuto especial para Madrid, lo cierto es que esa norma, que poseen otras grandes ciudades europeas, ha quedado obsoleta. Entre otras cosas, porque impide al municipio atacar las causas de la contaminación, lo que le obliga a actuar sólo sobre las consecuencias, perjudica a todos e impide la movilidad urbana. Generando, con ello, un simple parche que no va al fondo del problema. Lo cual es absurdo cuando la aglomeración urbana de Madrid, que incluye a 23 municipios colindantes, concentra una población de 4,6 millones de habitantes que consumen, trabajan y contaminan el área metropolitana.

Detrás de esa incongruencia se encuentra, sin duda, el estatus legal de las grandes ciudades, que básicamente permanece igual que hace un siglo pese a las importantes transformaciones que ha sufrido el tejido social y económico. Hasta el punto de que en el futuro las ciudades serán en muchos casos más importantes que los propios Estados. Unos datos de Naciones Unidas lo corroboran.

El estatus legal de las grandes ciudades permanece igual que hace un siglo pese a las transformaciones que ha sufrido el tejido social y económico

Entre los años 1950 y 2012, la población urbana aumentó casi cinco veces. Pero es que se estima que el 70% de la población mundial vivirá en ciudades en 2050. Hoy, de hecho, el 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero procede de las ciudades. Y no estará de más recordar que en el horizonte de 2050 la Unión Europea ha impuesto un objetivo de reducir entre un 80% y un 95% la emisión de gases de efecto invernadero respecto de 1990. Sin embargo, conviene recordarlo, el parque automovilístico español (apenas 2.500 vehículos eléctricos vendidos en 2015) cuenta con algo más de 31 millones de unidades, con una antigüedad media de nada menos que de 12 años, cuando las tecnologías no eran tan eficientes como ahora.

Sostenibilidad y descarbonización

Esta tendencia a la construcción de grandes núcleos urbanos -en detrimento del campo y de las áreas de interior- será más evidente en Europa, donde la ONU estima que el 80% de la población vivirá en núcleos urbanos ya en 2020. Un avance impresionante que sitúa a las grandes urbes en el centro del debate político, económico y social. Entre otras cosas, porque su funcionamiento determinará la sostenibilidad del sistema económico y es la clave de la descarbonización del planeta, como han puesto de relieve los investigadores de Bruegel. Obviamente, grandes emisiones de basura a la atmósfera influyen en el calidad de vida del planeta. Y también de los sistemas sanitarios. Y parece evidente que las grandes urbes tendrán algo que decir.

El peso económico de las grandes urbes no deja de crecer, lo cual es un incentivo perverso para la restricción de las emisiones contaminantes

No es de extrañar, por ello, que la Agenda Urbana Europea, aprobada en Ámsterdam en 2016 instase a que las ciudades tuvieran competencia sobre la calidad del aire, la pobreza urbana, la vivienda o la inmigración y el movimiento de refugiados, además de la economía local y, por supuesto, la movilidad. Sobre todo, para dar coherencia a las políticas nacionales y locales -a veces contradictorias-, lo que exige altos niveles de consenso político. Aunque solo sea por el hecho de que la descarbonización de la economía supone, según un estudio de Deloitte, que la economía española tendría que realizar entre 2016 y 2050 unas inversiones superiores a los 330.000 millones de euros para dejar de ser dependientes de las energías fósiles, las más contaminantes.

No es, desde luego, un problema nuevo. Al menos desde la Declaración de Río (1992) el mundo se ha movilizado contra la contaminación en las grandes ciudades. Y aunque se ha avanzado en muchos sentidos, en particular en la eficiencia energética del automóvil), lo cierto es que el crecimiento de las ciudades al calor del éxodo rural no ha hecho más que retrasar las soluciones. Entre otras cosas, porque el peso económico de las grandes urbes no deja de crecer, lo cual es un incentivo perverso para la restricción de las emisiones contaminantes. Economía y medio ambiente no son términos antagónicos. Aunque muchos crean que sí.

La anécdota es muy conocida. Se cuenta que en una ocasión Alejandro Magno llegó victorioso a Corinto. Todo el pueblo salió a saludar al gran héroe vencedor del poderoso imperio persa. Todos, menos uno.

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