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Catalá, Maza, Moix: la corrupción que nadie quiere ver
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Carlos Sánchez

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Catalá, Maza, Moix: la corrupción que nadie quiere ver

La Fiscalía Anticorrupción está en el centro de la polémica. Como antes estuvo en la Audiencia Nacional. En realidad, el problema es el mal funcionamiento de la justicia

Foto: El ministro de Justicia, Rafael Catalá (i), y el fiscal general del Estado, José Manuel Maza. (EFE)
El ministro de Justicia, Rafael Catalá (i), y el fiscal general del Estado, José Manuel Maza. (EFE)

La idea de que un país vale lo mismo que la calidad de sus instituciones no es nueva. De hecho, desde que el economista Douglass C. North se interesó en los años 50 y 60 por el impacto que tenían las instituciones sobre el crecimiento económico, no ha dejado de aumentar el interés sobre la calidad de la democracia.

El nobel North –que en realidad ejercía de historiador– tuvo la clarividencia de aplicar el análisis económico y, en concreto, las técnicas cuantitativas para intentar comprender por qué la mala calidad de las instituciones, por ejemplo, el sistema de partidos o el mal funcionamiento de la justicia, influyen de forma negativa sobre el progreso de las naciones.

Según North, los cambios institucionales son a largo plazo más relevantes, incluso, que los tecnológicos. Entre otras cosas, porque una mala regulación alienta la corrupción. Y la corrupción, ya se sabe, influye de forma decisiva en la economía al limitar los incentivos a la innovación y a la creación de riqueza. No es casualidad que los países menos corruptos sean, a la vez, los más avanzados. Es por eso que el neoinstitucionalismo que representaba North intenta responder a una sencilla pregunta: ¿por qué unos países se han desarrollado y otros, por el contrario, se han mantenido estancados de forma secular?

El caso español es significativo. Un país que en los últimos 200 años ha sufrido numerosas asonadas militares y dictaduras despreciables –además de un sistema político clientelar– no está en condiciones de presumir de sus instituciones. Y por eso, precisamente, sorprende el escaso interés que despierta el 'carajal' en el que vive instalada la justicia de forma permanente como lo ha definido con acierto el Fiscal General del Estado.

Los propios partidos políticos, de hecho, observan los líos judiciales como parte de la gresca política, el célebre ‘y tú más’, pero sin atender a las causas que explican su endémico mal funcionamiento. De hecho, si les interesara la justicia, la habrían despolitizado hace décadas y la habrían convertido en un aparato profesionalizado completamente independiente del poder ejecutivo. Hoy, como dice un veterano magistrado, Marqués de la Ensenada (donde tiene su sede el poder judicial) no es más que una dirección general de San Bernando (sede del Ministerio de Justicia).

El lodazal se sitúa hoy, sin embargo, en la Fiscalía Anticorrupción, como antes estuvo en la Audiencia Nacional, sin duda porque ambas instituciones han acaparado un inmenso poder acrecentado por esa termita letal que es la corrupción. Y lo mismo que hay jueces estrella, hay fiscales estrella que se consideran los últimos intocables de la cosa pública, lo que unido a la obsesión de los partidos que han gobernado este país por influir en las decisiones judiciales (a través de la política de nombramientos del CGPJ) ha creado un monstruo que hoy agrieta la calidad de las instituciones. Una especie de Tangentópolis ibérica, pero con menos glamur.

La verdad revelada

Es evidente que una democracia es muy deficiente cuando se liquida la presunción de inocencia mediante filtraciones interesadas para seguir instruyendo un procedimiento. O cuando no existe seguridad jurídica por los cambios de opinión repentinos de jueces y fiscales. O cuando se da por hecho que cualquier informe de la UDEF o de la UCO es la verdad revelada simplemente porque lo dicen las fuerzas de seguridad del Estado, quienes actuando al margen del juez filtran documentos para influir en el procedimiento y poner a la opinión pública contra el investigado. O cuando se utiliza de forma repugnante la pena del telediario llamando a las cámaras para que los ciudadanos vean en directo el ‘reality’ judicial. O cuando la justicia ni siquiera persigue el falso testimonio de testigos muy influyentes (como sucedió recientemente en el caso Púnica) sin que nadie mueva un dedo o se escandalice. O cuando el secreto del sumario es una burla a la inteligencia sin que Lesmes –enfrentado a todas las asociaciones judiciales– y su CGPJ hagan algo eficaz más allá de simple palabrería.

Lo dramático es que fruto del maniqueísmo en el que vive instalada de forma permanente la clase política y periodística, cuando se cuestiona la forma de actuar de la justicia o de la policía, lo más normal es escuchar que se está defendiendo a los corruptos, lo cual es un completo despropósito. Algo que dice muy poco, también, de la calidad del debate político.

Cuando nació hace poco más de dos décadas la Fiscalía Anticorrupción –en época de Belloch– lo que se quería es dar una respuesta política a un Partido Socialista anegado hasta las orejas de corrupción. El primer fiscal, Carlos Jiménez Villarejo, fue una especie de Eliot Ness a la española. Pocos fiscales, pero fieles a la causa, a lo que ayudó la propia figura de Villarejo, un personaje sectario políticamente pero muy rígido en los procedimientos, lo que le permitía controlar en todo momento el trabajo de sus fiscales.

La llegada de Antonio Salinas –elegido por el PP– significó un considerable aumento de plantilla y recursos. Sin duda, por el empuje de Cándido Conde-Pumpido, nombrado Fiscal General del Estado por Zapatero.

‘Este caso es mío’

Salinas –renovado por el PSOE– no era Villarejo y la Fiscalía comenzó a crecer y a crecer (53 fiscales actualmente en una plantilla formada por 133 funcionarios). Pero en lugar de hacerlo de forma ordenada, lo que ha sucedido es que se han ido creando reinos de taifas, una especie de patrimonialización de los procedimientos en marcha, cuyos gerifaltes han acabado por levantarse en armas por una torpe maniobra del ministro Catalá y del fiscal Maza, que en lugar de promover un ascenso interno para poner orden en Anticorrupción (no tiene sentido que desde Madrid se instruyan casos radicados en Cataluña, donde hay varios fiscales), buscó un paracaidista –Manuel Moix–, a quienes media docena de fiscales –los más veteranos– le han puesto la proa. Luzón o Suárez, desde luego, hubieran hecho mejor trabajo.

El pecado original está en no renovar a Consuelo Madrigal sin que hubiera mediado ninguna explicación convincente

El pecado original está en no renovar a Consuelo Madrigal, como estaba cantado horas antes del Consejo de Ministros, sin que hubiera mediado ninguna explicación convincente, y en su lugar se procedió a cambios en cascada difíciles de justificar. Y que se hicieron, precisamente, cuando arreciaban los casos de corrupción que afectan a dirigentes del Partido Popular. Aguas arriba, la salida en su día de Torres-Dulce ya sembró dudas sobre la independencia de la Fiscalía. Algo que explica esa sensación de permanente cabreo que viven muchos fiscales, que han interiorizado el principio jerárquico, pero haciéndolo compatible con la independencia. Un valor, sin duda, a defender.

No parece razonable imponer como fiscal anticorrupción –aunque fuera nombrado por Conde-Pumpido– a alguien que ha sido durante muchos años fiscal jefe en Madrid, donde se sitúa, precisamente, el epicentro de la corrupción (Gürtel, Púnica, Lezo…).

En la justicia, la apariencia de imparcialidad es tan importante como la propia justicia, y ruboriza pensar que un ex alto cargo de la Generalitat valenciana en tiempos del PP, como el juez Velasco, continúe instruyendo sumarios (aunque sean duros con Génova) que afectan al Partido Popular. Es obvio que continúa sin resolverse un problema de fondo que se produce cuando jueces metidos temporalmente en política vuelven a la carrera judicial, lo cual es un disparate. “Si te vas, te vas”, como sostienen muchos magistrados.

Lo de poner orden en la Fiscalía Anticorrupción –para lo que ha llegado Moix– no es una metáfora ni una consigna política. Es, simplemente la realidad. El último año sobre el que hay datos (2015), la Fiscalía Anticorrupción intervino en 371 procedimientos, pero solo hubo 22 sentencias, lo que muestra una ratio de eficiencia manifiestamente mejorable. No es desde luego culpa única de los fiscales, pero pone de manifiesto una incongruencia digna de tenerse en cuenta que se traduce en millones de euros tirados a la basura.

Parece evidente que, si cae Moix, el siguiente en la lista será Maza y el siguiente, Catalá. De ahí que la oposición no quiera soltar a su presa

El resultado de tanto dislate es que hoy una institución como la fiscalía anticorrupción –extraordinariamente importante en tiempos de chorizos y mangantes– se haya convertido en un arma arrojadiza entre los políticos, cuyo interés no es despolitizar los órganos judiciales, sino sacar provecho electoral del 'carajal' cuando están en la oposición.

Parece evidente que, si cae Moix, el siguiente en la lista será Maza y el siguiente, Catalá. De ahí que la oposición no quiera soltar a su presa. La pieza a cazar, sin embargo, es la propia democracia y la calidad de sus instituciones por la que suspiraba el nobel North, quien reclamaba la necesidad de un sistema político capaz de poner en marcha los incentivos correctos para que funcione la economía. Y son los partidos los que tienen que pactar dejar a la justicia que trabaje, y quienes deben sacar sus zarpas de algo tan delicado.

La idea de que un país vale lo mismo que la calidad de sus instituciones no es nueva. De hecho, desde que el economista Douglass C. North se interesó en los años 50 y 60 por el impacto que tenían las instituciones sobre el crecimiento económico, no ha dejado de aumentar el interés sobre la calidad de la democracia.

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