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"¿Hasta cuándo, Cataluña, abusarás de nuestra paciencia?"
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Carlos Sánchez

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"¿Hasta cuándo, Cataluña, abusarás de nuestra paciencia?"

¿Qué es una nación? Se trata de un término, sin duda, polisémico, pero está claro que no tiene por qué acabar en un Estado. Ese debate ha sido superado por la Constitución

Foto: Mariano Rajoy y Carles Puigdemont se saludan durante un acto en Barcelona. (EFE)
Mariano Rajoy y Carles Puigdemont se saludan durante un acto en Barcelona. (EFE)

En la célebre conferencia que dictó Ernest Renan en la Sorbona, en 1882, el historiador y filósofo francés pretendía responder a una sencilla pregunta: ¿Qué es una nación? La conclusión a la que llegó fue que lo determinante para construir una nación no era la raza ni la lengua. Tampoco la religión, la geografía, las necesidades militares o el interés mutuo. Lo que Renan interpretó como una nación era un intangible: la voluntad de pertenecer a una comunidad. El sabio francés, de hecho, comparó el término nación a la idea de 'conciencia moral'.

Este espíritu, de una u otra manera, es el que se reflejó al inicio de la Transición española. Ya en la última reunión de la Ponencia constitucional, el 5 de mayo de 1978, su presidente, el venerable Emilio Attard, dijo de forma lúcida: “No aspiramos a hacer constituciones centenarias. Nos contentaríamos con que hiciéramos una Constitución que fuera hábil y practicable para los españoles, los pueblos, las regiones, los países y las nacionalidades de España para crear la España, una e indivisible, que todos anhelamos”.

Estado y nación no son la misma cosa, aunque pueden llegar a serlo en función de determinados procesos históricos

Obsérvese que ni Renan ni Attard equiparan el término nación (o nacionalidad) a esa realidad jurídico-política que es el Estado. Estado y nación no son la misma cosa, aunque pueden llegar a serlo en función de determinados procesos históricos. España es un Estado y es, a la vez, una nación.

Attard, de esa manera, hacía suya la expresión 'nacionalidades', introducida en el debate constitucional por Arzalluz y Pujol, pero que, con el tiempo, fue admitida por acuerdo mayoritario de la Ponencia constitucional.

Attard, como Renan, se preguntó en voz alta en aquella reunión, según refleja el diario de sesiones: ¿Qué es una nación? Y respondió: “Una nación es, ante y sobre todo, la voluntad de vivir juntos; pero vivir juntos voluntariamente exige antes estar cómodos para convivir”. Y por eso, concluía: “La Ponencia reconoce a España como tal nación de manera taxativa y eso es un principio irrenunciable; y, al atribuir al pueblo español en su conjunto la soberanía nacional, excluye toda posibilidad de separatismo legal, puesto que reconoce un solo sujeto de autodeterminación”.

España, añadió Attard, es “una Gran Nación, tan grande como para poder contener, sin destruirla, una pluralidad de nacionalidades y regiones capaces de autogobierno”. No estará de más recordar que Attard era un jurista de la derecha valenciana integrada en UCD y nada proclive al nacionalismo. Hasta el punto de que fue –junto a Abril Martorell– el principal ariete contra quienes querían imponer el pancatalanismo en la región.

Infantilismo político

El tiempo dirá si la Constitución de 1978 dura cien años, pero hay una cosa clara, aquel espíritu del constituyente –construir un Estado en el que a modo de círculos concéntricos cupiesen todas las ‘Españas’, como la definió la Constitución de Cádiz, comienza a resquebrajarse. Es como si este país hubiera retrocedido cuatro décadas, lo cual refleja cómo el infantilismo –lo que muchos han venido a denominar el adanismo– ha prendido en la clase política.

Algunos, porque niegan lo evidente: que España es un conjunto de regiones y nacionalidades (no todas las comunidades autónomas son iguales); y otros porque, de forma torticera y artificial, intentan reabrir viejos debates ya superados por la historia. Y ya se sabe que cuando no se tiene nada que ofrecer, lo más fácil es reabrir el pasado para lograr legitimidad, como hizo Rodríguez Zapatero con la memoria histórica. Pero la historia, como se dijo en aquel debate constitucional, no puede, como los ríos, caminar hacia atrás.

Es lógico, en este sentido, que ese engendro ideológico que es Podemos haya reabierto el debate. Al fin y al cabo, su proyecto político pasa por construir un relato falso de lo que fue la Transición, pero sorprende que el Partido Socialista se haya enredado en este asunto, hasta el punto de que ha envenenado su vida política interna con un debate más nominal –el nombre de la cosa– que el real. Es como si hubieran recobrado vida los viejos fantasmas del cantonalismo republicano. Sin duda, por razones de oportunismo electoral.

España, como dice la Constitución, es una nación compuesta de nacionalidades y regiones, y por lo tanto existe una primera distinción que no se puede ocultar, salvo que se quiera vaciar de contenido una expresión constitucional. La Carta Magna, guste o no, es un todo y hay que aceptar cada uno de sus artículos. No es un texto legal formulado a la manera de un menú a la carta. Y el propio Rajoy (con el reciente acuerdo sobre el cupo) así lo entiende cuando con buen criterio hace suya la disposición adicional primera que da carta de naturaleza a los derechos históricos de los territorios forales en el marco de la Constitución. En ningún caso, fuera de ella. Y lo mismo sucede cuando reconoce a Canarias un régimen fiscal propio que en realidad ha convertido a las islas en algo muy parecido a un sistema foral por la puerta de atrás.

El peor de los escenarios

El Gobierno, sin embargo, se equivoca cuando carece de una estrategia singular para Cataluña y se niega a reconocer lo obvio. Y lo obvio es que en Cataluña sucede algo, y que a ese algo hay que darle una respuesta política salvo que se quiera visualizar en el resto de España por razones electorales que el único partido de carácter nacional es el PP. Es hora de que la virreina Sáenz de Santamaría enseñe las cartas y diga qué hay que hacer –por escrito y con luz y taquígrafos– con Cataluña. Renunciar a hacer política –por ejemplo, renegociando el actual Estatut para crear una nueva mayoría social a partir de los partidos constitucionales– es el peor de los escenarios posibles.

Los socialistas deberían leer la Carta Magna en lugar de enfrentarse a debates envenenados

La cuestión catalana se ha enquistado en la vida parlamentaria española desde hace prácticamente una década. Y parece que Rajoy, incomprensiblemente, ha hechos suyas aquellas palabras de Manuel Fraga en el debate de la Ponencia constitucional: “Alianza Popular rechaza, una vez más, con toda energía y con plena conciencia de la trascendencia histórica de su gesto, la introducción de la expresión ‘nacionalidades’ en la Constitución”.

Es muy probable que muchos piensen que aquello fue un error, pero no hay vuelta atrás. La Constitución dice lo que dice –y eso es lo que deberían hacer los socialistas: leer la Constitución en lugar de enfrentarse a debates envenenados–, y parece indudable que la distinción entre regiones y nacionalidades no es inocua. Ni es un brindis al sol. Es la expresión de una realidad histórica-política cierta. Obviamente, siempre con los límites establecidos por la Carta Magna cuando habla de la unidad de España y de la soberanía nacional.

Como expresó el profesor Tierno en el debate constitucional, aunque los conceptos políticos son siempre polisémicos, no es incompatible la nacionalidad catalana con la nación española. De hecho, como dijo el propio Arzalluz es ese mismo debate, “si el sistema político foral no impidió la integración en la Corona, tampoco el principio de las nacionalidades se opone a la convivencia plurinacional en una unidad superior”.

Es evidente, sin embargo, que dos no negocian si uno no quiere. Y el bloque independentista le está haciendo un pésimo favor a Cataluña con esa suicida estrategia de la tensión que no llevará a ninguna parte, salvo que se quiera sacar partido del desastre y de la calamidad. O de la confrontación directa con el Gobierno central, que está obligado a hacer cumplir la Constitución.

La Constitución española dice lo que dice y cualquier referéndum es ilegal, salvo que lo decidan todos los españoles

En todo caso, un juego demasiado peligroso que puede acabar entre la tragedia y la farsa. Entre el horror y el esperpento. Las salidas bizarras a problemas de naturaleza política son, simplemente, una estupidez. Y bien haría​ Puigdemont y lo que queda de la vieja Convergència en volver a la cordura. La Constitución dice lo que dice y cualquier referéndum es ilegal, salvo que lo decidan todos los españoles.

Lo que en realidad hay entre los partidos independentistas catalanes es una lucha feroz por la hegemonía del nacionalismo tras la hecatombe de CiU y la desaparición del sentido común en la mayor parte de la política catalana. Y el rehén es el resto de España y la propia Cataluña, metida en un bucle ridículo que solo invita al hastío.

Es probable, como dijo Mitterand, que el nacionalismo sea la guerra, pero lo que está fuera de toda duda es que cabe decir, parafraseando a Cicerón tras descubrirse el golpe de Estado que preparaba Catilina: "¿Hasta cuándo, Cataluña, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo hemos de ser todavía juguete de tu furor? ¿Dónde se detendrán los arrebatos de tu desenfrenado atrevimiento?".

En la célebre conferencia que dictó Ernest Renan en la Sorbona, en 1882, el historiador y filósofo francés pretendía responder a una sencilla pregunta: ¿Qué es una nación? La conclusión a la que llegó fue que lo determinante para construir una nación no era la raza ni la lengua. Tampoco la religión, la geografía, las necesidades militares o el interés mutuo. Lo que Renan interpretó como una nación era un intangible: la voluntad de pertenecer a una comunidad. El sabio francés, de hecho, comparó el término nación a la idea de 'conciencia moral'.

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