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Hacienda y la ley del embudo en política territorial
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Carlos Sánchez

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Hacienda y la ley del embudo en política territorial

La política territorial ha descabalgado la autonomía fiscal y financiera de las CCAA y los ayuntamientos. El FLA, que era un mecanismo temporal, se ha convertido en permanente

Foto: La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, tras un Consejo de Ministros. (EFE)
La vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, tras un Consejo de Ministros. (EFE)

El monotema -como le gusta decir a Arrimadas- ha oscurecido un problema de fondo vinculado a la articulación del Estado más allá de la cuestión catalana. En particular, con la autonomía real de dos subsectores de la Administración: las comunidades autónomas y los ayuntamientos, cuya capacidad de autogobierno está siendo invadida por una visión ciertamente jacobina de la política territorial completamente alejada del mandato constitucional. Y que deja en manos de la Hacienda central buena parte de su autogobierno.

En el primer caso, por la continuidad en el tiempo de una medida tan necesaria como excepcional -como fue la creación del Fondo de Liquidez Autonómica-, y, en el segundo, por la imposición de una regla de gasto a los ayuntamientos cumplidores del déficit que choca frontalmente con la autonomía municipal, y hasta con el sentido común, tantas veces reclamado por el presidente Rajoy. Y en ambos por una concepción vertical de la política territorial -ajena a la cooperación institucional- que vulnera el espíritu del constituyente.

Es evidente que se puede discutir la naturaleza del modelo territorial del 78, pero lo que no parece razonable es defender la Constitución y la ley y, al mismo tiempo, esquivarla recentralizando por la puerta de atrás competencias y atributos amparados por el propio texto constitucional. No todo es Cataluña en materia territorial. Ni el resto de regiones tiene que sufrir más de la cuenta por el colapso político que ha generado el proceso independentista.

Foto: La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. (EFE)

No estará de más recordar, en este sentido, que el artículo 137 de la Constitución deja bien claro que todas las administraciones “gozan de autonomía para la gestión de sus respectivos intereses”, lo que no es incompatible con que el Estado (artículo 138) esté obligado a garantizar “la realización efectiva del principio de solidaridad (…) velando por el establecimiento del equilibrio económico” entre territorios. Ni siquiera con el artículo 150, que habilita al Estado a dictar leyes que armonicen las aprobadas por las comunidades autónomas en aras del interés general, un concepto siempre difuso.

Conjugar ambos derechos -la autonomía fiscal y financiera de ayuntamientos y comunidades autónomas y el interés general del Estado- es, por lo tanto, el asunto central del debate territorial, algo que no siempre se consigue, lo que explica la enorme litigiosidad que llega cada año al Tribunal Constitucional, lo que revela una enorme incapacidad política para alcanzar acuerdos.

Un país cuasi federal

Desde su creación, el TC ha visto nada menos que 1.114 impugnaciones de las CCAA contra el Estado, y, en sentido contrario, 575 impugnaciones del Estado contra las CCAA, lo que unido a los numerosas recursos y conflictos de competencias mutuos refleja una enorme litigiosidad impropia de un sistema cuasi federal, como es el español. Acudir a los tribunales para sofocar problemas políticos es justo lo contrario a la lealtad institucional, que es la clave de bóveda de los sistemas federales o, incluso, de carácter híbrido, como en el fondo es el modelo territorial español.

El hecho de que ayuntamientos saneados y sin apenas deuda no puedan atender necesidades tras años de recortes responde al triunfo de la inercia

El caso más reciente es el del Ayuntamiento de Madrid, cuyo control reforzado (más formal que real) ha puesto al descubierto las insuficiencias de la Ley de Estabilidad Presupuestaria para adaptarse a la nueva realidad económica y a la propia autonomía local que consagra la Constitución.

El hecho de que ayuntamientos saneados y sin apenas deuda -en todo caso muy inferior a la del Estado- no pueda atender necesidades ciudadanas tras años de recortes -vivienda, seguridad o exclusión social-, no es más que el triunfo de la inercia política.

No es de recibo que los ayuntamientos, que generaron un superávit de más de 7.000 millones de euros el año pasado, estén sometidos a un corsé injusto para compensar las desviaciones de otros subsectores de la Administración, como el propio Estado, campeón de los incumplimientos fiscales. O que la ley les obligue a que si un alcalde decide bajar la presión fiscal se le obligue a reducir en la misma cuantía los gastos, cuando la Administración central utiliza frecuentemente la rebaja de impuestos por razones puramente electorales, sin que esa merma de recaudación se vea compensada con menor gasto público. Una especie de ley del embudo presupuestaria manifiestamente injusta.

placeholder El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, durante una sesión de control al Gobierno. (EFE)
El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, durante una sesión de control al Gobierno. (EFE)

La continuidad sine die del FLA (ahora reconvertido a través de diversos compartimentos en el FFCA) va en la misma dirección. El Fondo de Liquidez Autonómica nació como un “mecanismo de carácter temporal” y extraordinario en un contexto muy delicado, pero la realidad es que más de cinco años después de su creación sigue plenamente operativo. Y lo que es peor, el Gobierno no parece tener ninguna prisa en abordar su liquidación por razones obvias de subordinación presupuestaria. Parece ser que es mejor hacer política dando la falsa impresión a los ciudadanos de que es Hacienda quien entrega generosamente el dinero a los manirrotos gobiernos autonómicos y locales, cuando la recaudación sale precisamente de esos territorios.

Lo que se está consiguiendo con ello, de forma radical, es limitar la corresponsabilidad fiscal, que precisamente es la esencia que define el funcionamiento del Estado autonómico. Es decir, introduce una disfunción entre lo que las CCAA pueden gastar y lo que están en condiciones de recaudar para evitar desequilibrios en forma de déficit.

Foto: El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. (EFE)

Como se dice en el informe de los expertos, el resultado es que el FLA ha evolucionado hasta convertirse en un problema “de riesgo moral e incentivos perversos”. Aunque no sólo eso. Limita y hasta cercena el principio de autonomía financiera consagrado en la Constitución (artículo 156.1).

Tal y como ha señalado el propio TC en alguna sentencia, las comunidades autónomas "gozan de una autonomía cualitativa superior a la administrativa que corresponde a los entes locales, ya que se añaden potestades legislativas y gubernamentales que la configuran como autonomía de naturaleza política”.

Votos de primera y de segunda

Es decir, que en realidad lo que se está haciendo es ningunear la soberanía popular manifestada en cada proceso electoral autonómico. Como si hubiera votos de primera (en las elecciones generales) y votos de segunda (en las autonómicas). Máxime cuando el FLA se configura, como es lógico, como un mecanismo plagado de condicionalidades fiscales (planes de ajuste y objetivos de déficit) y financieras (liquidez), lo que afecta a la capacidad de decisión de los parlamentos regionales, reduciéndose su margen de autonomía y achicando su espacio fiscal propio hasta límites incompatibles con la Constitución.

¿Se puede hablar de autonomía cuando los parlamentos regionales están atados de pies y manos en su política fiscal y financiera? O estamos ante una Loapa en cubierta colada por la puerta de atrás aprovechando que lo que pasa en Cataluña, para muchos ciudadanos, exige una evidente revisión restrictiva del modelo autonómico. Lo cual, dicho sea de paso, sería un inmenso error.

La mejor manera de enfrentarse a los problemas no es eludirlos y esperar a que se pudran para aparecer, al tiempo, como el que los ha resuelto

El no cambiar leyes buscando de forma sincera nuevas alianzas supone seguir gobernando como si el Partido Popular mantuviera su mayoría absoluta, lo cual dice muy poco en favor del sistema parlamentario para adecuar las normas a las nuevas realidades políticas, sociales y económicas. Algo que, obviamente, no es achacable en exclusiva al Gobierno, sino al conjunto de partidos, incapaces de alcanzar acuerdos escudándose en la cuestión catalana, que ha colapsado el sistema parlamentario. ¿No iba a estar listo el nuevo modelo de financiación antes de que acabara el año?, como dijo la vicepresidenta Sáenz de Santamaría.

La mejor manera de enfrentarse a los problemas no es eludirlos y esperar a que se pudran para aparecer, al cabo del tiempo, como el que los ha resuelto. Los problemas que no se solucionan a tiempo tienden a enquistarse y a generar tensiones innecesarias. Y Cataluña es un buen ejemplo.

El monotema -como le gusta decir a Arrimadas- ha oscurecido un problema de fondo vinculado a la articulación del Estado más allá de la cuestión catalana. En particular, con la autonomía real de dos subsectores de la Administración: las comunidades autónomas y los ayuntamientos, cuya capacidad de autogobierno está siendo invadida por una visión ciertamente jacobina de la política territorial completamente alejada del mandato constitucional. Y que deja en manos de la Hacienda central buena parte de su autogobierno.

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