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La victoria pírrica que empobrece a Cataluña y España
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La victoria pírrica que empobrece a Cataluña y España

La política catalana se parece cada día más al dilema del prisionero. Nadie coopera para salir del agujero porque teme perder votos. El resultado es un enorme fracaso colectivo

Foto: Manifestación a favor de la independencia en Bruselas. (Reuters)
Manifestación a favor de la independencia en Bruselas. (Reuters)

Los economistas llaman externalidades negativas a las consecuencias adversas que causan aquellos procesos de producción cuyos precios de mercado no reflejan los costes reales. El ejemplo más recurrente es el de la contaminación. Una fábrica puede vender productos muy baratos que benefician al consumidor, pero, si esa fábrica contamina, quien realmente paga son aquellos que sufren en sus pulmones los efectos del humo tóxico.

En la política sucede algo parecido. En muchas ocasiones, las decisiones que favorecen a una determinada clientela política —el mayor incentivo de un político es ganar elecciones— perjudican a otros colectivos, lo que provoca conflicto social, toda vez que la mejora del bienestar de un grupo se hace a costa de la prosperidad de otro. El caso más evidente es el de los impuestos. Cuando se baja la presión fiscal para favorecer a un determinado nivel de rentas —y afecta a la recaudación—, quien realmente sufre —la externalidad negativa— es el porcentaje de población más dependiente de la acción de los poderes públicos: sanidad, educación o dependencia.

En el caso de Cataluña, ocurre algo similar. Obviamente, son los ciudadanos catalanes quienes más sufren por el deterioro de la actividad económica en términos de empleo y creación de riqueza. Pero también el resto de España ve mermado su bienestar por el bloqueo político y por la parálisis en el proceso de producción de ideas.

La situación en Cataluña afecta al turismo en el puente más largo del año.

Parece obvio que, con la excusa de Cataluña, el sistema político —Gobierno y oposición— se muestra inútil. Inservible. Hasta el punto de que el país se mueve hoy arrastrado por la mejora de la actividad económica en Europa al calor de unos tipos de interés extremadamente bajos que favorecen la actividad y reducen las cargas financieras de familias, empresas y del propio Estado. De hecho, si no fuera por esa política monetaria y otros vientos de cola que irán amainando con el tiempo, la economía crecería menos de la mitad y la reducción del paro sería mucho más lenta.

Esta actitud displicente de la clase política para hacer, precisamente, política —pensiones, degradación del mercado laboral, demografía o lucha contra la desigualdad— no es nueva. En nuestra reciente historia, hay incontables ocasiones en las que las miserias interiores de España han impedido avanzar mientras el mundo se movía. Algo que explica parcialmente el atraso secular respecto de otras naciones de nuestro entorno. Solo cuando España entendió que había que estar con Europa y en Europa —el gran objetivo estratégico de la Transición más allá de la recuperación de la democracia—, el país comenzó a sacudirse siglos de indolencia y a converger en términos de renta.

Maquinarias electorales

La crisis catalana, sin embargo, ha avivado los viejos fantasmas de España. Hoy, los territorios sacan lo peor de sí mismos y luchan entre sí como si se tratara de viejos enemigos a los que hay que partir el espinazo. La guerra entre las élites de Cataluña y Aragón por el tesoro de Sijena o, en su día, el traslado de los papeles de Salamanca reflejan mejor que ninguna otra cosa esa España cainita incapaz de entenderse que pone en manos de los tribunales la solución de los problemas, incluido el nombre de las calles. Pero también refleja las insuficiencias del sistema político para resolver problemas. Probablemente, porque los partidos han dejado de hacer política y son hoy simples maquinarias electorales. Algo que explica que unos y otros utilicen Cataluña como como coartada, y lo que es peor, como rehén por intereses electorales.

Hoy, los territorios sacan lo peor de sí mismos y luchan entre sí como si se tratara de viejos enemigos a los que hay que partir el espinazo

Rivera, por ejemplo, tiene claro que su posición respecto de lo que sucede en Cataluña le da votos en el resto de España, lo que favorece una actitud intransigente y poco propicia a romper el estúpido bloque independentista con soluciones transversales que puedan ser aceptadas por amplias mayorías de la población catalana. Según anticipa la mayoría de las encuestas, alcanzaría el 20% de los votos, lo que significa que no es capaz de arañar apoyos más allá de su electorado tradicional, creciendo solo a costa del PP, pero no de otras formaciones.

placeholder El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. (EFE)
El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. (EFE)

El caso del PP de Albiol, un líder menor, es, igualmente, significativo. Políticamente, es irrelevante en Cataluña (sexta o séptima fuerza electoral), y eso es, precisamente, lo que impide que haga propuestas constructivas para tender puentes. Como sucede en el caso de Ciudadanos, su éxito electoral en el resto de España depende de lo que diga y haga en Cataluña, por lo que carece de incentivos para buscar soluciones. Entre otras cosas, porque la realidad ha demostrado que Rajoy puede obtener una mayoría absoluta sin necesidad de los diputados elegidos en Cataluña.

Un partido hegemónico

Le ocurre justo lo contrario que al PSC de Iceta y al PSOE de Sánchez, que saben que sin el enorme peso que tiene Cataluña en su electorado, es imposible que los socialistas recuperen La Moncloa. Eso explica que su estrategia pase por una solución intermedia que les aleja del voto plenamente 'españolista' —que explotan Cs y el PP— y del voto claramente rupturista respecto del modelo constitucional, que es el que representan Podemos y sus confluencias. El resultado vuelve a ser un magro resultado electoral para un partido que fue un día hegemónico y que pretende estar en misa (apoyando el 155) y repicando (criticando con dureza al resto de partidos constitucionalistas).

Foto: Miquel Iceta y Pedro Sánchez, al término del acto de campaña del PSC en Tarragona, este 9 de diciembre. (Borja Puig | PSOE)

El caso del bloque independentista —si se puede llamar así— es parecido. Durante la época de Pujol, el incentivo de CiU era ganar en votos en Cataluña para hacerlos valer en Madrid y obtener privilegios aprobando leyes a su medida, pero a partir de que el centro derecha catalán se echó al monte buscando la independencia, los soberanistas carecen de incentivos para estar en el Congreso o para influir en Madrid. La consecuencia ha sido que todas las vías de entendimiento han estallado, por lo que la política de confrontación está servida. Hoy los nacionalistas catalanes llevan a Madrid a sujetos como Rufián solo para deslegitimar al parlamento español.

Pablo Iglesias podría haber capitalizado ese frentismo ideológico presentándose como un partido nuevo alejado de las viejas rencillas con una visión de Estado. Pero su propia configuración —un magma de partidos cantonalistas ahogados ideológicamente por esa memez intelectual que es la España plurinacional— le impide tener una estrategia global para España, como ha señalado con acierto Bescansa. El resultado es una pérdida de influencia evidente que se irá intensificando con el tiempo.

Cataluña, de esta manera, se ha convertido en un rehén de todos los partidos y hasta en una pieza política que nadie quiere soltar

Este escenario es el que explica que hoy sea difícil encontrar una salida para la cuestión catalana. Entre otras cosas, porque cualquier pacto (por pequeño que sea) tenderá siempre a interpretarse como una 'bajada de pantalones', la bizarra expresión que muchos utilizan cuando dos se ponen de acuerdo. Algo que, paradójicamente, es la esencia de la política, y el reciente acuerdo sobre el Brexit es un buen ejemplo.

Cataluña, de esta manera, se ha convertido en un rehén de todos los partidos y hasta en una pieza política que nadie quiere soltar. Los constitucionalistas porque da réditos en el resto de España y los soberanistas porque es la razón de su existencia: el 'procés' ha muerto y no quieren reconocerlo, porque sería lo mismo que admitir un gran fracaso. Si alguien lanza la bomba atómica en forma de DUI y no pasa nada, salvo la prisión para los cabecillas, solo cabe retirarse a la abadía de Monserrat.

Es evidente que no es fácil encontrar una salida clara a esa encrucijada, que se parece en mucho al dilema del prisionero. Ninguno de los reclusos coopera para salir de la cárcel porque todos temen que acabarán pagando ante el alcaide (el pueblo) por el intento de fuga. Craso error.

Del hoyo solo se sale con cooperación. Y para ello solo cabe un gran pacto a aplicar en el conjunto del territorio nacional y no solo en Cataluña, como pretenden los independentistas. De hecho, y aunque parezca un juego de palabras, no existe un problema de Cataluña con España, sino un problema de España con Cataluña, lo que obliga a buscar alternativas territoriales para el conjunto del país que dejen sin salida y ahoguen las absurdas reivindicaciones de los nacionalistas catalanes.

Los economistas llaman externalidades negativas a las consecuencias adversas que causan aquellos procesos de producción cuyos precios de mercado no reflejan los costes reales. El ejemplo más recurrente es el de la contaminación. Una fábrica puede vender productos muy baratos que benefician al consumidor, pero, si esa fábrica contamina, quien realmente paga son aquellos que sufren en sus pulmones los efectos del humo tóxico.

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