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Los impuestos, las herencias y la demagogia fiscal
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Carlos Sánchez

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Los impuestos, las herencias y la demagogia fiscal

La polémica sobre el futuro del impuesto de sucesiones enmascara una cuestión de mayor calado: qué hacer con la imposición patrimonial, que hoy está en vías de desaparición

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El gran Chumy Chúmez, que hoy sería un tipo peligroso, sostenía que los contribuyentes eran unos manirrotos. Al fin y al cabo, decía el donostiarra, se lo gastaban todo en impuestos.

Muchos españoles piensan lo mismo. Y así lo reflejan los estudios anuales que realiza Hacienda sobre la opinión de los contribuyentes sobre el sistema tributario. La mayoría considera que paga muchos impuestos y que, en todo caso, aporta más de lo que recibe, lo que explica que la rebaja de la presión fiscal se haya convertido en un formidable caramelo electoral. Bajar impuestos da votos. Y, por el contrario, mantenerlos o incrementarlos mínimamente tiene un indudable coste político.

Lo paradójico es que esos mismos contribuyentes consideran, igualmente, que las prestaciones públicas son insuficientes. Numerosos estudios demoscópicos coinciden en que la mayoría de los españoles piensa que el sistema educativo, la sanidad, la justicia, la dependencia y, por supuesto, las pensiones necesitan más recursos para dar mejores servicios y prestaciones. También lo saben los partidos, lo que ha producido un hecho singular.

La mayoría considera que paga muchos impuestos y que, en todo caso, aporta más de lo que recibe

La insuficiencia de recursos para satisfacer necesidades que el Estado debe cubrir ha creado un incentivo político para que todos los gobiernos —también la oposición— vendan en sus programas electorales la necesidad de aumentar las prestaciones públicas, ya sea en maternidad, becas, transporte o, incluso, exenciones fiscales para colectivos que no tienen ninguna necesidad de subvenciones públicas.

Esta aparente contradicción no es, por supuesto, patrimonio de España. En la mayoría de los países avanzados, existe una tensión justificada entre los intereses individuales de los contribuyentes —legítimamente siempre propensos a pagar menos impuestos— y los de la Administración, cuyo tamaño crece en coherencia con el aumento de las prestaciones públicas. Esto, de hecho, es lo que ha sucedido en España desde los años 70. A medida que ha crecido el Estado de bienestar —que ningún partido cuestiona públicamente— lo ha hecho también la presión fiscal. Obvio. Otra cosa es si la gestión es más o menos eficiente, pero es evidente que, a mayor nivel de prestaciones públicas, mayor presión fiscal. El dinero no cae del cielo.

Foto: El presidente de Ciudadanos, Albert Rivera. (EFE)

Sorprende, por eso, que partidos que se declaran comprometidos con un nivel de servicios públicos suficiente para atender las demandas sociales básicas, tengan a menudo la tentación de bajar los impuestos por razones exclusivamente electorales. Lo curioso no es que lo hagan, sino que oculten que el sistema tributario es como una manta. Si se tira hacia un lado (bajando los impuestos) es probable que una parte del cuerpo —normalmente la más dependiente de las prestaciones públicas— quede desprotegida. A la intemperie. Ningún país ha demostrado que con bajos impuestos se recaude más.

Libertad individual

Es cierto, sin embargo, que también puede ocurrir lo contrario. Que el Gobierno de turno cubra a los contribuyentes con una manta zamorana en plena canícula de agosto, lo que se traduciría en una presión fiscal excesiva y hasta confiscatoria que ahogue el ahorro, la inversión, y, lo que no es menos relevante, la libertad individual.

Este equilibrio entre lo que los contribuyentes deben aportar y lo que deben recibir es el arte de la política. Es muy conocido que el mítico Colbert, el ministro de Hacienda de Luis XIV, sostenía que el arte de recaudar impuestos consistía en desplumar al ganso obteniendo la mayor cantidad de plumas con el mínimo de graznidos. De ahí que los países fiscalmente más civilizados huyan de la tentación de meter los impuestos en la lucha electoral de forma temeraria para no provocar catástrofes recaudatorias.

Para ello, al contrario que en otras naciones más subdesarrolladas fiscalmente, se suele utilizar una regla muy básica: identificar cuál es el tamaño del Estado del bienestar y, a partir de ahí, calcular cuál es la presión fiscal óptima. Algo que exige mucha pedagogía y análisis. Es decir, que si un partido quiere bajar impuestos —algo absolutamente legítimo— debe asumir que los recursos del Estado para hacer políticas públicas se resentirán. No se trata de hurtar del debate político los impuestos —sería absurdo— si no de estimar las consecuencias sociales de variaciones significativas en la presión fiscal.

Este equilibrio entre lo que los contribuyentes deben aportar y lo que estos deben recibir es el arte de la política


No suele ocurrir eso en España, donde la demagogia con la que se trata el asunto de los impuestos es alarmante. Hasta el punto de que muchos ciudadanos no tienen claro por qué los pagan. Esto sucede, fundamentalmente, en algunos tributos pequeños (menos de 4.000 millones de recaudación al año) como el de sucesiones y donaciones y el de patrimonio, que para muchos son un caso claro de doble imposición. Es decir, se paga dos o más veces por el mismo hecho imponible.

Nada más lejos de la realidad. Los tributos —salvo los impuestos indirectos que tienen otra naturaleza— gravan la capacidad económica del contribuyente, y por eso cuando alguien hereda (mucho o poco) no paga por un bien por el que ya ha tributado, sino por el hecho de que su capacidad económica (siempre que no renuncie a la herencia) ha crecido. Cada contribuyente de forma individual —y no la familia— es responsable de sus actos fiscales. Nadie paga por sus antepasados.

Todas las constituciones del mundo aceptan este principio. Sin duda, porque todas entienden que, si la cohesión social es uno de los principios rectores de cualquier Estado democrático, es obvio que hay que pagar en función de la capacidad económica para procurar la igualdad de oportunidades. No tiene sentido que en el momento de nacer un ciudadano salga con una situación de partida notablemente inferior a la de otro ciudadano. Y aunque es obvio que las desigualdades subsisten —de hecho, han crecido de forma intensa en los últimos años—, no es menos evidente que uno de los instrumentos más poderosos para mejorar la cohesión social es la política fiscal.

Mucha demagogia, poca pedagogía

Esta es la cuestión de fondo en el impuesto de sucesiones, cuyo futuro está amenazado. Probablemente, por exceso de demagogia y nula pedagogía a la hora de explicar uno de los impuestos más antiguos del mundo, que nació en España a finales del siglo XVIII (Carlos IV) para que contribuyeran a la Hacienda Pública quienes de manera súbita vieran incrementado su patrimonio. Pero no de una manera suicida.

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Las sucesivas leyes aprobadas a lo largo del siglo XIX y XX han dejado maltrecha la capacidad recaudatoria de este tributo. Sin duda con poderosos argumentos, debido a que la aparición de la imposición sobre la renta y el consumo en los modernos sistemas fiscales ha vaciado de contenido su función.

Sobre todo, cuando, en paralelo, el contribuyente ha de pagar los impuestos municipales de plusvalías, lo que provoca una enorme confusión. Incluida la que sufren algunos partidos políticos, que se han tirado a degüello contra el impuesto de sucesiones sin analizar la cuestión de fondo: si es razonable hacer descansar la recaudación sobre el IRPF (las tres cuartas partes son rentas del trabajo) y en cambio la imposición patrimonial va quedando como algo anecdótico en términos de recaudación.

O, dicho de otra manera, si es coherente gravar el trabajo (IRPF) y el consumo (IVA) y no la riqueza, lo cual es todavía más llamativo cuando una de las características de los tiempos actuales es, precisamente, la aparición de grandes fortunas —está asumido que nadie debe pagar un euro por heredar un modesto piso de un pariente próximo— que se han beneficiado del proceso de globalización y de la competencia fiscal a la baja entre países, y cuya cara amarga es el deterioro de las condiciones de trabajo —empleo y salarios— en los países avanzados.

El problema, por lo tanto, no es si el impuesto de sucesiones y donaciones debe subsistir, sino qué hacer globalmente con la imposición patrimonial


El problema, por lo tanto, no es si el impuesto de sucesiones y donaciones debe subsistir o debe ser armonizado para evitar el 'dumping' fiscal, sino qué hacer globalmente con la imposición patrimonial, incluyendo otros tributos como el IBI, el impuesto de transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados o el impuesto de patrimonio, hoy una caricatura de lo que fue. Es decir, qué hacer fiscalmente con el patrimonio, que es una de las fuentes del crecimiento de la desigualdad. Este es el problema de fondo y no la electoralista táctica de suprimir el impuesto por la vía de los hechos, algo que, sin duda, favorece a las rentas bajas, pero también a enormes fortunas que tributan por sociedades y no por IRPF.

En los últimos años, hay una tendencia a pensar que es desde el gasto, y no desde los ingresos, desde donde se debe hacer política redistributiva. Pero ese es un argumento endeble porque obvia el principio de igualdad de oportunidades en el momento de nacer. Algo que está produciendo una creciente polarización social que va en contra de ese sentido de la justicia —propio de las modernas sociedades liberales democráticas— que reivindicaba hace muchos años Rawls.

Los ricos tienden a ser más ricos, mientras que la pobreza tiende a heredarse. De ahí que sea urgente frenar tanta demagogia y buscar soluciones a un problema de mucha más enjundia que la simple cuantificación de los mínimos exentos, como hacen los partidos que arañan votos a costa de la herencia. La transmisión intergeneracional de la riqueza o de la pobreza rompe con uno de los principios básicos de cualquier sociedad civilizada: la igualdad de oportunidades. Y es mejor enfrentarse a este problema que hacer piruetas ideológicas.

El gran Chumy Chúmez, que hoy sería un tipo peligroso, sostenía que los contribuyentes eran unos manirrotos. Al fin y al cabo, decía el donostiarra, se lo gastaban todo en impuestos.

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