Mientras Tanto
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Pensiones: mucho ruido, pocas nueces y excesivo alarmismo
El prestigio del pesimismo puede explicar la impresión de muchos de que las pensiones no se pagarán. O que tendrán una cuantía ridícula. Nada más lejos de la realidad
Uno de los lugares comunes sobre las pensiones tiene que ver con su presunta quiebra. De hecho, se suele comparar el modelo de reparto con el esquema Ponzi, el célebre mecanismo fraudulento por el que los nuevos inversores (los cotizantes) pagan los rendimientos de quienes se incorporaron previamente al sistema (los pensionistas). El estafador Ponzi demostró que el edificio se derrumba por ausencia de ladrillos (nuevas aportaciones) o por una mala calidad del forjado (generosidad del sistema) que sustente la estructura.
Se trata, obviamente, de una visión interesada que ignora una realidad histórica. Desde la guerra franco-prusiana de 1870 —poco después el canciller Bismarck puso en marcha el primer sistema público de pensiones, aunque Colbert se le adelantó dos siglos antes con un rudimentario sistema de previsión social para los marinos mercantes— el planeta ha sufrido dos guerras mundiales y varias recesiones, algunas espeluznantes; pero las pensiones han seguido pagándose (el envejecimiento no es el único reto del sistema).
Obviamente, porque las pensiones son la columna vertebral de cualquier Estado moderno, toda vez que su quiebra derivaría en terribles consecuencias sociales. Muchos dicen hoy, con razón, que el principal 'lobby' de España no es el bancario o el eléctrico, sino es el de los pensionistas, un club formado por más de ocho millones de electores.
Eso explica que incluso en los países con menor peso del Estado en la economía, funcionen sistemas de previsión social de carácter público. El presidente Roosevelt lo puso en marcha en EEUU en 1935, y, pocos años más tarde, a la luz de las conclusiones de la comisión Beveridge, el Reino Unido lanzó el primer sistema de Seguridad Social que integraba todo tipo de prestaciones sociales, incluido el seguro de enfermedad.
El hecho de que las pensiones —u otras prestaciones— se convirtieran en un derecho (con la obligación de cotizar) no es baladí
El cambio sustantivo de Beveridge radicó en que, en lugar de enfrentarse a la protección social como una obra caritativa del gobierno de turno, los redactores del célebre informe consideraron las prestaciones sociales como un derecho que podría reclamarse antes los tribunales. Es decir, el sistema de Seguridad Social convirtió a los súbditos en ciudadanos.
El hecho de que las pensiones —u otras prestaciones— se convirtieran en un derecho (con la obligación de cotizar) no es baladí. Es la clave de bóveda de las pensiones. Ello ha obligado a los poderes públicos a proveer los recursos suficientes para que el sistema funcione. Y es precisamente por eso, por lo que en las últimas décadas —básicamente desde los dos choques petrolíferos de los años 70— todos los gobiernos de los países avanzados hayan aprobado reformas que, en general, han tendido a hacer financieramente sostenible el modelo de pensiones.
Baste recordar que cuando en 1985 el primer gobierno socialista lanzó la primera gran reforma de las pensiones (por entonces CCOO convocó la primera huelga general y supuso el inicio de la ruptura entre el PSOE y la UGT de Redondo), la cuantía de la pensión se calculaba únicamente sobre los dos últimos años cotizados (en 2022 serán los últimos 25 años), lo que incentivaba la compra artificial de pensiones durante los últimos años de vida laboral. Por entonces, incluso, se incrementó de 10 a 15 el número de años cotizados para cobrar una pensión contributiva.
Supervivencia y sostenibilidad
Es decir, el sistema público de protección social se ha ido adaptando —con más o menos fortuna— al contexto económico de cada momento, lo que ha permitido su supervivencia y hasta su sostenibilidad.
Hoy, existe un amplio consenso entre los economistas en que la Gran Recesión iniciada en 2008 hubiera sido mucho más intensa —y más destructora de empleos— si no hubiera sido porque España disponía de un sistema de protección social razonable que se puede homologar al de otros países. Hasta el punto de que cada mes la Seguridad Social paga casi 9.000 millones de euros en pensiones, con un importe de la pensión media de jubilación equivalente a 1.077 euros. Si bien, en el caso de las nuevas pensiones esta cantidad asciende ya a casi 1.400 euros mensuales. Eso explica que uno de cada tres jubilados obtenga unos ingresos superiores al sueldo más frecuente en España (16.500 euros al año).
El sistema de pensiones, por lo tanto, es demasiado importe para dejarlo quebrar. Es decir, 'too big to fail'; demasiado grande para caer
El sistema de pensiones, por lo tanto, es demasiado importe para dejarlo quebrar. Es decir, 'too big to fail'. O lo que es lo mismo, demasiado grande para caer, que se decía de la gran banca en los momentos más duros de la crisis, lo que obligó a hacer profundas reformas financieras elevando las ratios de solvencia y aumentando las provisiones.
Es decir, las reformas son la única salida, lo que frenaría tanta demagogia que se esgrime alrededor del futuro de las pensiones. Hasta el punto de que muchos ciudadanos están convencidos de que dentro de unos años o no cobrarán su pensión o será tan ridícula que apenas será equivalente a una renta de supervivencia. Probablemente, por la intoxicación de muchos sectores interesados y por algo que muchos economistas han denominado el prestigio del pesimismo, que no es otra cosa que vender humo cuando se habla de pensiones. Pero el edificio sigue ahí. En pie, aunque con algunos achaques.
Los problemas, en todo caso, tienen solución. Y ninguna es dramática. Se trata, simplemente, de poner racionalidad —a través del Pacto de Toledo— a un sistema que se ha ido perfeccionado con el tiempo, pero que aún arrastra viejos vicios, como que con cotizaciones se paguen decisiones de política económica como las tarifas planas o la integración en el sistema de regímenes altamente deficitarios (empleadas de hogar o autónomos). O que el sueldo de los funcionarios de la Seguridad Social (unos 2.300 millones de euros) se paguen, igualmente, con cotizaciones y no con impuestos. O que las numerosas reducciones en la cuota (con un coste estimado de más de 2.000 millones) sean consideradas bonificaciones para que se financien con impuestos. Aunque cueste creerlo, sigue sucedido algo parecido a los años 80, cuando la Seguridad Social pagaba los costes económicos de la reconversión industrial.
Longevidad y sostenibilidad salarial
O lo que es verdaderamente inexplicable: que al estar topadas las bases de cotización, las rentas más elevadas no paguen por todo su salario, lo que desde luego no sucede en el IRPF. No es una cantidad pequeña: actualmente, la base salarial que no cotiza equivale a unos 26.775 millones, según CCOO, lo que supondría unos ingresos adicionales de algo más de 7.500 millones (aunque habría que restar los incrementos del gasto por el destope parcial de las pensiones máximas).
En definitiva, a la Seguridad Social se le han endosado en los últimos años —aunque es verdad que se ha avanzado en la separación de fuentes— mucho gasto que no le corresponde financiar, y por eso lo más urgente es actuar sobre los ingresos para salvaguardar ese patrimonio que es el sistema público de protección social. Sobre todo, en un horizonte en el que factores como la longevidad van a ser determinantes. ¿O es que alguien pensó que la devaluación salarial no tendría externalidades negativas para el sistema público de pensiones?
A la Seguridad Social se le han endosado mucho gasto que no le corresponde financiar
El incremento de la esperanza de la vida no es ninguna tragedia para la Seguridad Social. Entre otras cosas, porque el gasto estimado en pensiones alrededor del año 2050 —se supone que el de máxima tensión financiera del sistema— se situará en el 13-14% del PIB, porcentajes que hoy tienen algunos países europeos en los que nadie piensa que el sistema vaya a quebrar. Precisamente, porque es financiable siempre que las cotizaciones sociales paguen lo que les corresponde y no corran con la juerga ajena. Sin duda, porque se oculta una realidad dolorosa que ningún gobierno quiere reconocer.
Los niveles de recaudación fiscal en España (alrededor del 38% del PIB) son incompatibles con la sostenibilidad a largo plazo de la Seguridad Social, a quien se le traslada de forma poco leal con el sistema una enorme presión financiera que debería ser asumida por el Estado en forma de impuestos. Es decir, se da la falsa imagen de que la presión fiscal es baja, pero luego se trasladan gastos a la Seguridad Social creando déficits artificiales. ¿O es que las pensiones de supervivencia (orfandad y viudedad), que no son de carácter contributivo, deben pagarse con cotizaciones y no con impuestos?
Esto, y no otra cosa, es lo que provoca cuantiosos déficits de la Seguridad Social utilizados para justificar un endurecimiento de las condiciones del sistema. El Gobierno, de hecho, en lugar de hacer un préstamo a la Seguridad Social podría haber realizado una trasferencia a fondo perdido para compensar los gastos impropios del sistema, lo que se hubiera traducido contablemente en ingresos no financieros del sistema alcanzando el equilibrio presupuestario.
Hay soluciones que no pasan por crear ningún impuesto extraordinario. Solo hay que ponerlas en marcha y acabar con la parálisis política
No lo ha hecho. Precisamente, para que siga en déficit y no tener que actualizar las pensiones al ritmo de coste de la vida. Algo que todavía es irrelevante porque el IPC es muy cercano al 0,25%, aunque en el futuro tenderá a incrementarse. Entonces será cuando verdaderamente estalle el problema de las pensiones si antes no se hace nada.
Hay soluciones, y no pasan por el momento por crear ningún impuesto extraordinario. Solo hay que ponerlas en marcha y acabar con la parálisis política. Es falso el debate entre pensiones públicas y privadas. Las pensiones públicas son la garantía del sistema de protección social, y pueden convivir perfectamente con los planes individuales.
El problema es que falta una tercera pata que ningún Gobierno ha sido capaz de poner en marcha. Los planes de empresa —que funcionan de forma eficaz en los países más avanzados de la UE— han fracasado por el empobrecimiento de la negociación colectiva, más acusada tras la última reforma laboral. Con solo legislar para que las empresas tengan que destinar una parte de sus beneficios a sufragar planes de pensiones a sus empleados, habría mucho ganado. Siempre será mejor reformar ahora, que es la obligación de cualquier gobernante y de los partidos de oposición, que esperar a la catástrofe.
Uno de los lugares comunes sobre las pensiones tiene que ver con su presunta quiebra. De hecho, se suele comparar el modelo de reparto con el esquema Ponzi, el célebre mecanismo fraudulento por el que los nuevos inversores (los cotizantes) pagan los rendimientos de quienes se incorporaron previamente al sistema (los pensionistas). El estafador Ponzi demostró que el edificio se derrumba por ausencia de ladrillos (nuevas aportaciones) o por una mala calidad del forjado (generosidad del sistema) que sustente la estructura.