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El juego del 'caganer': ¿Quién se baja los pantalones?
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Carlos Sánchez

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El juego del 'caganer': ¿Quién se baja los pantalones?

No es noticia que el futuro político de Cataluña está en un callejón sin salida. Lo relevante es que ni con elecciones aceptadas por todos se despeja el horizonte. Torra sigue la línea dura

Foto: Quim Torra en la primera sesión del debate de investidura en el Parlament. (EFE)
Quim Torra en la primera sesión del debate de investidura en el Parlament. (EFE)

El llamado 'buenismo' tiene mala fama. Muy mala. Probablemente, tan mala como las soluciones transversales. O como eso que, de una manera harto peyorativa, se denomina equidistancia. Se suele creer que cuando alguien —un político o un ciudadano de la calle—, propone una solución conciliadora, más o menos intermedia, para resolver los conflictos —inevitables en cualquier sociedad compleja— es, en realidad, un vendido a la causa.

En castellano, de hecho, hay una expresión muy cerril y un tanto machista —digna del pensamiento bizarro— que es 'bajarse los pantalones' como epítome de una renuncia a la esencia del discurso dominante. Incluso, lo que es peor, se habla de un traidor para referirse a alguien que propone soluciones templadas bien intencionadas para resolver el conflicto.

Foto:  El candidato de JxCat a ser investido presidente de la Generalitat, Quim Torra. (EFE)

Eso ocurre, sobre todo, en las dictaduras o los regímenes totalitarios, donde cualquier desviacionismo —término estalinista por excelencia— respecto de la doctrina oficial se considera una traición. Cuando un dictador tiene problemas internos, la solución de emergencia que suele encontrar es construir un enemigo exterior. De esta manera, el pueblo se une en torno a un mismo adversario, a quien de forma recurrente se le acusa de injerencia en los asuntos internos.

El independentismo catalán ha hecho suyo este esquema desde hace ya al menos media docena de años. En concreto, desde que se puso en circulación el término ‘derecho a decidir’. Desde entonces, se considera que todo lo que ocurre en Cataluña depende de los catalanes, o para ser más exactos, de quienes son independentistas y, por lo tanto, cualquier versión edulcorada de lo que es la nación catalana es hacer un 'caganer'. Como se sabe, esas figuritas que se colocan en el belén de forma clandestina con los calzones bajados.

Quien haya escuchado o leído este sábado al candidato Quim Torra habrá entendido claramente que Roma no está para 'caganer' y que, por lo tanto, no paga traidores. O lo que es lo mismo, que —prietas las filas— el independentismo no está dispuesto a renunciar a ese núcleo irradiador, que diría Errejón, que es la república catalana, convertida en un tótem. Hasta el punto de que no hay un ápice de arrepentimiento por tanto daño causado, aunque se diga cínicamente que "no renunciamos a nada, ni tan siquiera a ponernos de acuerdo con el Gobierno [español]".

¿Un asunto de dinero?

Lo único que queda claro tras el discurso de Torra —que tiene muy poco de títere porque piensa lo mismo que Puigdemont—​ es que la cuestión catalana, al contrario de lo que muchos piensan, no es ya un asunto de dinero. Ni siquiera de transferencias. Hasta poco antes del 1-0 lo pudo ser, y Rajoy se equivocó cuando tuvo la oportunidad de iniciar una revisión de la Constitución que afectara a todos los territorios y no solo a Cataluña para actualizar el pacto del 78 a la luz de la nueva realidad del país, pero ahora el problema, lejos de encauzarse, se ha envenenado, con todo lo que ello supone desde el punto de vista de la fractura social.

Lo dijo claramente el candidato Torra citando al valenciano Joan Fuster: "La política que no hagamos la harán contra nosotros". De nuevo, la estrategia del ‘nosotros’ contra ‘ellos’, que es la semilla de los conflictos, y que es la que mantendrá el independentismo catalán al menos hasta el juicio de los procesados por el magistrado Llarena.

Tras el discurso, por lo tanto, no hay nada que esperar del independentismo hasta otoño, que es cuando, previsiblemente, se celebre el juicio y se desaten las emociones. Mientras tanto, mucho griterío, toneladas de victimismo e infinita retórica y nada de soluciones transversales —esas que tienen tan mala prensa en uno y otro lado— con el objetivo de meter presión al Estado. Aunque con una diferencia respecto de la situación anterior.

Foto:  El candidato de JxCAT a ser investido presidente de la Generalitat, Quim Torra, durante el pleno. (EFE)

El soberanismo no está dispuesto —si finalmente sale adelante la investidura— a perder el poder. Desde la plaza de Sant Jaume, se puede hacer más ruido internacional ​—y beneficiar a Puigdemont y a la causa independentista—, que, desde la calle, y, de ahí que no haya que esperar movimientos en falso que desbaraten esa estrategia. ¿O es que alguien esperaba que el candidato Torra renunciara, al contrario de lo que hizo Turull pocas horas de entrar en prisión, en su primer discurso a la fantasmagórica república catalana cuando su nombramiento depende de la abstención de la CUP? A lo mejor habría que reflexionar sobre por qué Turull hizo un discurso conciliador (y fue inmediatamente encarcelado) y Torra incendiario.

Es entonces cuando surge un problema mayúsculo: ¿Qué hacer? Solo hay una evidencia jurídica. El acuerdo del consejo de ministros que habilitó el Senado con pequeños retoques deja claro que "las medidas contenidas en este acuerdo se mantendrán vigentes y serán de aplicación hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno de la Generalitat, resultante de la celebración de las correspondientes elecciones al Parlamento de Cataluña" (sic).

placeholder Quim Torra se dirige a los diputados durante su discurso en la primera sesión del debate de investidura en el Parlament. (EFE)
Quim Torra se dirige a los diputados durante su discurso en la primera sesión del debate de investidura en el Parlament. (EFE)

Defender la legalidad

Que se sepa, PP, PSOE y Ciudadanos respaldaron ese texto y, por lo tanto, hoy por hoy no hay nada que hacer. De la ley a ley, que decía Fernández Miranda. Entre otras cosas, porque de lo contrario estaríamos ante una situación singular que pondría en jaque el propio concepto de democracia: las elecciones no sirven para nada. Un motivo algo más que suficiente para que triunfen la razón de las urnas y la negociación, sin que nadie tenga que bajarse los pantalones. Es la hora del diálogo y de olvidarse de hacer política a través de los tribunales.

Si tras unas elecciones validadas por todos se destituye a un Gobierno por lo que dice —no por lo que hace— se estaría cuestionando el valor de la propia democracia. Sobran, por ello, los lamentos de Albert Rivera para ganar votos, cada vez más elocuentes. Pretender defender la legalidad desde la ilegalidad es un puro disparate. Y hoy, guste o no, ser independentista no es un delito. Y si alguien quiere ilegalizarlo, que lo plantee y se vote en la carrera de San Jerónimo. Negociar no es bajarse los pantalones. Al contrario, es tener sentido de Estado.

Otra cosa es que el nuevo Gobierno, si finalmente nace, opte por salirse de ley, lo cual, lógicamente, debe ser respondido de nuevo con la ley, que cuenta con innumerables instrumentos coercitivos. Pero a estas alturas del conflicto es algo más que temerario alimentar la estrategia de la tensión para ganar votos. Sobre todo, cuando la tensión es, precisamente, el escenario en el que mejor se mueven los radicalismos. El barro no es el mejor material para construir edificios sólidos. Y del barro político solo puede ser salir lo peor de la política.

placeholder Albert Rivera durante la sesión de control al Gobierno esta semana. (EFE)
Albert Rivera durante la sesión de control al Gobierno esta semana. (EFE)

Cuando la razón se apaga, florecen las vísceras, y ese es el mejor caldo de cultivo para que fructifique el desastre. Y en la medida que se degrade el clima político en España, mejor para el independentismo. ¿O es que Rivera piensa que su mera presencia en la Moncloa basta para liquidar el independentismo?

El 21D dijo lo que dijo y es, precisamente, por eso, por lo que hay que empezar de una vez por todas a hacer política con papeles, con ideas, con propuestas… Incluso, creando un Gobierno constitucionalista en la sombra formado por todos los partidos para romper el frente independentista. Una responsabilidad que le corresponde dirigir a Inés Arrimadas, que parece instalada cómodamente en la oposición, como si Ciudadanos no hubiera sido el primer partido de Cataluña gracias a que ha sabido capitalizar el voto constitucionalista. Más ideas constructivas y menos tuits incendiarios de esos que gasta Girauta para evitar la catástrofe.

También le corresponde a Mariano Rajoy, que, con buen criterio, ha aceptado la mediación del PNV, sin duda, el primer interesado en la 'normalización' de Cataluña. Entre otras cosas, porque sabe que la corriente recentralizadora que existe hoy en España puede acabar afectando a la amplia autonomía del País Vasco. Y en todo caso, sería ahora una tragedia abrir un nuevo frente territorial.

La política es esto: resolver conflictos sin esperar a que se pudran. Lo contrario sí que es hacer el 'caganer'.

El llamado 'buenismo' tiene mala fama. Muy mala. Probablemente, tan mala como las soluciones transversales. O como eso que, de una manera harto peyorativa, se denomina equidistancia. Se suele creer que cuando alguien —un político o un ciudadano de la calle—, propone una solución conciliadora, más o menos intermedia, para resolver los conflictos —inevitables en cualquier sociedad compleja— es, en realidad, un vendido a la causa.

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