Mientras Tanto
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Un Gobierno de 'derechas' para hacer política de izquierdas
Sánchez tiene por delante una enorme autopista casi vacia. Nada a su derecha, nada a su izquierda. Pero navegar de forma presidencialista, al margen del partido, conlleva riesgos
Solo la confluencia en el tiempo de clamorosos errores tácticos por parte de Rajoy -negándose a dimitir cuando era la salida natural para no hundir a su partido- y de Rivera -yéndose a competir por el electorado más a la derecha del PP-, puede explicar la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa. Sánchez, de hecho, solo ha aprovechado con indiscutible arrojo político una circunstancia histórica: la guerra civil que vive hoy el centro derecha por razones territoriales, y que antes, de la mano del derecho a decidir, fue monopolio de la izquierda.
En el caso del PNV de Andoni Ortúzar, su postura nace de un pavor evidente sobre el futuro de la singularidad fiscal de Euskadi -plenamente constitucional- ante las expectativas electorales generadas por Ciudadanos. Y la manera más eficaz de cortar las alas a Rivera era, sin duda, un Gobierno de Sánchez. En el caso de los nacionalistas catalanes, por razones obvias tras haberse echado al monte independentista.
Ciudadanos, en este sentido, se ha convertido en la mejor argamasa para unir a los nacionalismos, como lo fue en su día Aznar, toda vez que nunca se han visto tan amenazados ante la hipotética llegada de Rivera al poder. El miedo a Ciudadanos, de hecho, actúa como un mecanismo de autodefensa. Hasta el punto de que nacionalistas vascos y catalanes, con estrategias distintas, han vuelto a ser compañeros de viaje.
¿El resultado? Se le ha abierto al Partido Socialista una enorme autopista electoral que cubre desde las posiciones que haya podido dejar escapar Ciudadanos por su escoramiento ideológico hacia la derecha (hasta hace bien poco se proclama un partido socialdemócrata), hasta el espacio que hoy ocupa Íñigo Errejón en Podemos, y cuyo papel dentro de la formación de Pablo Iglesias, si no gana la presidencia de la Comunidad de Madrid, tenderá a ser irrelevante. Algo que le conduciría, inevitablemente, a una nueva confluencia, pero en este caso con dirección a la calle Ferraz. El voto útil continúa siendo un enorme determinante electoral y Podemos (como antes le sucedió al PCE o a IU) será víctima de esa ecuación.
La aritmética parlamentaria en determinados momentos históricos, sin embargo, no siempre coincide con los movimientos subterráneos que se registran en el cuerpo social. O, dicho de otra manera, una cosa son los cambios políticos formales (la llegada a la presidencia del Gobierno mediante una moción de censura plenamente constitucional) y otra bien distinta las transformaciones sociales que explican las grandes sacudidas electorales, y cuya dimensión es siempre difícil de identificar.
Globalización y electorado
Y parece evidente que la llegada de Sánchez a la presidencia no resuelve los problemas de fondo de la socialdemocracia europea, y que tienen que ver con los cambios radicales que se han producido en el ecosistema en el que históricamente han florecido los partidos de izquierda, y que hay que relacionar necesariamente con la crisis del Estado de bienestar y los efectos de la globalización sobre los tejidos productivos nacionales. Algo que explica, precisamente, que una cosa es llegar a la presidencia del Gobierno y otra muy distinta conectar con el electorado manteniendo aquellos compromisos políticos que van en el ADN de la izquierda. Y que, por el momento, Pedro Sánchez ha despreciado. Ganó las primarias con un mensaje renovador y de izquierdas, y su primer consejo de ministros solo buscar ganarse la confianza de establishment económico y político.
Sánchez, en todo caso, ha ganado la posición a sus adversarios haciendo política desde Moncloa y no desde la calle Ferraz, lo que de alguna manera le aleja de los demonios familiares de su propio partido. De hecho, ha construido un consejo de ministros a su medida, con un toque muy personalista, que convierte al Partido Socialista en un mero instrumento electoral, algo a lo que no se atrevieron ni González ni Zapatero. Ganó las primarias contra el aparato de su partido y ahora quiere volar en solitario, lo que explica la escasa presencia de dirigentes socialistas en el Gobierno.
Si la jugada le sale bien en las próximas elecciones, los militantes de su partido se lo agradecerán, pero gobernar al margen del partido tiende a alimentar una enorme confusión ideológica y a desvertebrar la organización. Precisamente, el terreno de juego en el que peor se mueve la socialdemocracia. Mientras que los partidos conservadores tienen una gran capacidad de adaptación a los cambios sociales, tecnológicos y económicos, el pragmatismo de lo convencional, la izquierda lleva una mochila cargada de ideología, lo que reduce la eficacia de su discurso político. Pero, al mismo tiempo, sin ideología, la izquierda se diluye y se convierte en una sombra política sin dirección alguna, algo que también está detrás de la crisis de la socialdemocracia.
Un triunfo paradójico
Esta es la paradoja del triunfo de Sánchez: hacer política sin su partido, al que, sin embargo, necesita para dar consistencia ideológica a la acción de gobierno. Máxime cuando su mandato estará impregnado de un conflicto hoy latente pero que tenderá a crecer porque solo cuenta con 84 diputados en el parlamento. O, dicho de otro modo, se avecina un conflicto de legitimidades entre un ejecutivo aparentemente fuerte (el Gobierno ha tenido en general una buena respuesta de la opinión pública y de los medios de comunicación) y el poder legislativo.
No se trata de un problema menor. Los padres de los modernos sistemas constitucionales, principalmente a raíz de la Constitución americana, pensaban que el Gobierno no era otra cosa que la simple ejecución de las decisiones tomadas en el parlamento. Pero en la práctica, a lo largo de los años, ese desequilibrio se ha alterado en favor del ejecutivo, cada vez más poderoso en detrimento del parlamento, lo cual, en el caso de Sánchez, amenaza con un choque de legitimidades entre órganos constitucionales. El Gobierno, elegido democráticamente de acuerdo con procedimientos previstos en la Constitución, contra la representación de la soberanía popular expresada en el Congreso. El BOE contra el pueblo.
Nada indica que el presidente del Gobierno pueda tener esa autonomía política indispensable para poder gobernar
La paradoja es que ahora será el parlamento quien vete políticamente las iniciativas del Gobierno, y no al revés, como ha sucedido en la última etapa de Rajoy, lo que llevó a una anulación de la vida parlamentaria que afortunadamente una reciente sentencia del Tribunal Constitucional ha matizado.
El conflicto, como sostiene el fallo, refleja con nitidez el sistema de contrapoderes, pero en última instancia garantiza que es el Gobierno, y no el parlamento, quien tiene potestad para vetar modificaciones presupuestarias que supongan un aumento de los créditos o una disminución de los ingresos. Es decir, se puede gobernar, pero con muchas restricciones. Más en el caso de Sánchez.
Nada indica que el presidente del Gobierno pueda tener esa autonomía política indispensable para poder gobernar. Atrapado, como está, por una minoría muy minoritaria, lo que le obligará a abandonar ese aire presidencialista que ha querido impregnar a su Gobierno, y que en el fondo es una forma de alejarse del parlamentarismo y de su propio partido.
Sánchez necesita aliados para poder gobernar, si es que lanzó la moción de censura para eso, y lo peor que puede hacer es intentar gestionar la cosa pública a golpe de márketing y efectismo político. Tony Blair lo intentó con su Tercera vía, intentando ocupar el espacio de la derecha, y desde entonces el laborismo británico no ha levantado cabeza.
Solo la confluencia en el tiempo de clamorosos errores tácticos por parte de Rajoy -negándose a dimitir cuando era la salida natural para no hundir a su partido- y de Rivera -yéndose a competir por el electorado más a la derecha del PP-, puede explicar la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa. Sánchez, de hecho, solo ha aprovechado con indiscutible arrojo político una circunstancia histórica: la guerra civil que vive hoy el centro derecha por razones territoriales, y que antes, de la mano del derecho a decidir, fue monopolio de la izquierda.