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La inmoral tendencia a aumentar la deuda pública
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La inmoral tendencia a aumentar la deuda pública

La suavización de la senda de reducción del déficit no será gratis. España seguirá engordando su endeudamiento sin que haya un plan nacional para reducir la deuda pública

Foto: Cristóbal Montoro, junto a la actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (Reuters)
Cristóbal Montoro, junto a la actual ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (Reuters)

Un viejo aserto económico sostiene que la deuda pública nunca se paga. Este razonamiento se basa en un argumento muy simple. Como cada año, salvo en recesión, crecen la economía y la inflación (el llamado PIB nominal), con solo mantener los niveles de endeudamiento en términos absolutos, se produce una reducción de la deuda, ya que esta se mide en términos relativos.

Esto sucedió, sin ir más lejos, en 2017. La ratio deuda/PIB bajó en 0,7 puntos porcentuales (hasta el 98,3% del PIB), pero gracias al efecto combinado del crecimiento y la inflación, que aportaron nada menos que 3,8 puntos de reducción del endeudamiento. Esto significa que de no haber crecido el PIB nominal la deuda hubiera superado ampliamente el 100% del PIB.

placeholder Edificio del Banco de España.
Edificio del Banco de España.

Existe otro argumento complementario, igualmente, muy visible. La deuda pública no se devuelve porque realmente nunca se reduce en términos absolutos, puesto que siempre es renovada una y otra vez por parte de los tesoros nacionales. Los datos del Banco de España lo corroboran. El endeudamiento público se situó en 2014 en 1,04 billones de euros, cifra equivalente al 100,4% del PIB. Pero en 2017, con una deuda que ha crecido desde entonces en términos absolutos hasta los 1,16 billones de euros (casi 120.000 millones de euros más que tres años antes) la ratio ha bajado hasta el 98,3% del PIB. Es decir, se ha reducido por arte de magia. Con más deuda, mejora el endeudamiento que se vende a la opinión pública.

Una especia de ilusión monetaria que permite a los gobiernos —este y aquel— presumir de que la deuda se reduce, cuando en realidad no para de crecer. Tan solo en los últimos doce meses la deuda ha aumentado en 34.341 millones de euros, y es probable que, tras la última reducción del déficit, en 2018 habrá que añadir otros 30.000 millones a la buchaca.

Esta ficción aritmética parece estar detrás de la insensibilidad de muchos gobiernos sobre los niveles de endeudamiento público, y que, en realidad, siempre es privado. Las administraciones, de hecho, no pagan impuestos, son los contribuyentes los que lo hacen y, por lo tanto, esa separación entre lo público y lo privado es una entelequia. Medir la deuda en términos relativos, en todo caso, no es irrelevante, ya que permite observar si es sostenible o no lo es. Pero desatender las cifras absolutas es, simplemente, irresponsable.

Insolidaridad intergeneracional

No todos los gobiernos han sido permisivos con los niveles de deuda. Alemania o Suecia son dos ejemplos de libro que reflejan que algunos países no son insensibles. Por el contrario, son conscientes de que elevados niveles de deuda hacen muy vulnerables a las economías. En ambos casos, y con diferente sesgo ideológico, se ha adoptado una misma estrategia de Estado: reducir la deuda pública como una prioridad estratégica. Entre otras cosas, porque hacer lo contrario es de una enorme insolidaridad intergeneracional.

Una parte significativa es ineficiente, pero ahí sigue por inercia o por la capacidad de influencia de grupos de presión con acceso al poder político

La deuda, de hecho, no es más que un impuesto que se carga a las siguientes generaciones porque quien la ha generado para mantener su nivel de vida (la actual), o bien no ha querido subir los impuestos, o bien ha evitado recortar el gasto público. Claro está, salvo que ese endeudamiento tenga un efecto multiplicador sobre el crecimiento económico, la inversión en infraestructuras y el capital humano que beneficie a las siguientes generaciones, lo que no siempre sucede por la mala calidad del gasto público.

Una parte significativa es ineficiente, pero ahí sigue —colgado del presupuesto— por inercia (ante la escasa evaluación de las políticas públicas) o por la capacidad de influencia de grupos de presión con acceso al poder político. Mientras que, en paralelo, todavía existen bolsas de pobreza desatendidas por el sector público, lo que explica que una buena parte de la población se encuentre en riesgo de exclusión social. Y lo que es todavía peor, el elevado endeudamiento impide acometer problemas estructurales como la inserción de los parados, la inversión en investigación y desarrollo (con una ejecución del presupuesto verdaderamente ridícula) o la apuesta por el nuevo entorno digital.

Una bomba de relojería

Se desconoce, por el momento, cuál es la estrategia del nuevo Gobierno sobre el endeudamiento público a largo plazo, más allá de la revisión que se ha hecho de la senda de reducción del déficit. Pero resulta al menos preocupante escuchar por parte de la ministra de Hacienda que el enésimo incumplimiento de lo pactado con Bruselas es "una magnífica noticia" (sic), como aseguró María Jesús Montero el pasado viernes. Máxime cuando España continúa siendo el país con más déficit público y el quinto de la zona euro en relación con su endeudamiento. Lo que unido a su imponente deuda externa (940.000 millones de euros, el 80,8% del PIB), es una auténtica bomba de relojería.

Conviene recordar una obviedad. La deuda pública no es más que la suma de los déficits acumulados por España durante años. Es decir, la diferencia entre los ingresos y los gastos, y, por lo tanto, cualquier desviación adicional sobre lo previsto incide en el nivel de deuda. Es decir, la suavización de la senda de reducción del déficit no será gratis, aunque se celebre como un maná caído del cielo. Lo que se gaste de más ahora habrá que pagarlo en el futuro, pero con tipos de interés más elevados. Parece evidente que la política monetaria ultraexpansiva tiende a diluirse, y aunque la vuelta a la normalidad tardará todavía en llegar, hay consenso en que la carga financiera crecerá en los próximos años.

Es más. El hecho de que la deuda no vaya a bajar del 90% del PIB (en el mejor de los casos) hasta bien entrada la década de los años 20, lo que indica es que cualquier Gobierno —este o aquel— tendrá escaso margen de maniobra para realizar políticas anticíclicas, que es lo mínimo que se puede exigir a los poderes públicos cuando vienen mal dadas. Es decir, que cuando cambie el ciclo —y cambiará— la munición contra la crisis se habrá gastado. Algo que es más relevante, si cabe, si se tiene en cuenta que al haber cedido la política monetaria al BCE el único instrumento propio que tienen los gobiernos para hacer política económica es, precisamente, la fiscal, además de las reformas para ensanchar el potencial de crecimiento.

Habrá quien piense que España ha hecho bastante en el recorte del déficit. Y, de hecho, llegó a representar el 11% del PIB en 2009, pero hay que recordar que la reducción se ha apoyado, principalmente, en la recuperación cíclica de la economía. Bastante menos en una política fiscal rigurosa respaldada en una reducción del gasto público ineficiente y, sobre todo, en un aumento de la recaudación coherente con lo que sucede en Europa, donde se recaudan seis puntos de PIB más que en España con unos tipos impositivos similares. Algo que solo indica que las bases imponibles son erosionadas de forma sistemática por todo tipo de deducciones y desgravaciones que favorecen a colectivos con enorme capacidad de presión frente a los gobiernos. Conviene recordar que, en los últimos cuatro años, con un crecimiento medio del 3%, el nivel de deuda ha bajado apenas dos puntos de PIB, lo que da idea del tamaño del colesterol malo que se ha colado en las arterias del sistema económico.

Razones ideológicas

Se suele olvidar, por razones ideológicas, que el desequilibrio fiscal depende de dos variables: los gastos y los ingresos. Y, como ha recordado la Comisión Europea en sus últimas recomendaciones sobre España, el saldo estructural del déficit (el que no tiene en cuenta el ciclo) se deteriorará este año en un 0,3% del PIB, lo que no parece muy riguroso ni coherente en una economía que va a acumular un cuatrienio con un robusto crecimiento. Sobre todo, cuando el gasto en dos de las principales partidas del presupuesto: servicio de la deuda y desempleo se han desplomado, y que en realidad es lo que explica la reducción del déficit, además del hundimiento de la inversión pública.

Con la nueva revisión acordada con Bruselas, y en el mejor de los casos, España habrá tardado 15 años en volver a equilibrar sus cuentas públicas, lo que pone de relieve las dificultades de este país para enderezar su política fiscal. Probablemente, porque sus gobernantes siguen sin dar una respuesta a la gran pregunta en términos económicos: ¿Cuál es el nivel de Estado de bienestar que los españoles quieren tener sin generar cuantiosos déficits fiscales? O expresado con palabras del profesor Santiago Lago Peñas, "debemos resolver una incoherencia". Los españoles quieren tener acceso a prestaciones públicas de calidad: pensiones, educación, justicia, sanidad, dependencia…, pero poco se debate sobre cómo financiarlas, ya sea elevando los recursos o rebajando las expectativas. "Esa es la decisión política que debemos tomar entre todos", sostiene Lago Peñas.

Foto: El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro

Esa discusión, sin embargo, no se ha hecho. Y es probable que nunca vea la luz habida cuenta de la incapacidad de los partidos para pactar cuestiones estratégicas mientras se enredan en memeces políticas que no van a ningún lado. Pero hay algo evidente. Con una recaudación que ni siquiera en los años de fuerte expansión se ha situado de manera sostenible por encima del 40% del PIB, la financiación del actual Estado de bienestar es simplemente inviable.

Claro está, salvo que se quiera seguir acumulando cuantiosos déficits, que engordarán la deuda, y que no pagarán sus señorías, sino las próximas generaciones. Y mal haría este Gobierno en aumentar los impuestos para gastar más sin atender al problema de fondo, que es el endeudamiento público (que es privado). Algo que exige un gran pacto de Estado con ese objetivo y así evitar obscenas rebajas de impuestos por razones electorales mientras crece la deuda. Todos los aumentos de recaudación deben ir a reducir el endeudamiento y no a regar el clientelismo político.

Un viejo aserto económico sostiene que la deuda pública nunca se paga. Este razonamiento se basa en un argumento muy simple. Como cada año, salvo en recesión, crecen la economía y la inflación (el llamado PIB nominal), con solo mantener los niveles de endeudamiento en términos absolutos, se produce una reducción de la deuda, ya que esta se mide en términos relativos.

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