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Los impuestos, querido Rallo, son el precio de la civilización
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Los impuestos, querido Rallo, son el precio de la civilización

Confiscar es incautarse un bien sin recibir contraprestación alguna. No es el caso de España. Pagar impuestos, de hecho, es el precio que hay que abonar por la civilización

Foto: Foto: Corbis.
Foto: Corbis.

Borges, que era un truhán de las palabras, sostuvo, en aquella maravillosa entrevista que le hizo en 1976 Joaquín Soler Serrano para TVE, que era un error suponer que todas las palabras del diccionario podían utilizarse. “Hay muchas que no pueden usarse”, decía Borges, para quien palabras como azulado, azulino o azuloso, que no son sinónimas, aparecen en el diccionario. “Pero si yo pongo azulino o azuloso en un texto”, decía el escritor argentino, “el lector no lo acepta, porque hay que escribir con el idioma de la conversación, con el idioma de la intimidad”.

Es probable que Juan Ramón Rallo se haya dejado llevar por la escritura azarosa del gran Borges, y por ello habla de la palabra 'confiscación' en el sentido coloquial del término. Nada que objetar. Más preocupante es que un notable y fino economista como es Rallo, un honor tenerlo en esta casa, utilice el término 'confiscación' de una manera ciertamente superficial.

Aunque más inquietante es que siga viendo al Estado como un ente tan superior como abstracto que decide sobre bienes y haciendas desde la “arbitrariedad” (sic) y desde la “imposición” (sic), como si el Gobierno de turno, convertido en deidad, pudiera actuar de forma despótica al margen de la ley. Algo que, como sabe Rallo, era propio de los tiempos del absolutismo, pero que hoy, con la consolidación de las democracias liberales, tiende a desaparecer por la eficacia de los célebres contrapoderes propios de los estados constitucionales, aunque ninguna democracia sea perfecta.

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Lo confiscatorio, como se ha dicho, supone en derecho la incautación de determinados bienes sin que medie contraprestación alguna. Por ejemplo, cuando la policía se incauta de un alijo de droga. El caso más llamativo es una expropiación por razones de interés general. Si el Estado no paga nada a quien le han enajenado sus propiedades para construir, por ejemplo, una carretera, es evidente que se trata de un acto arbitrario; pero si indemniza al propietario de acuerdo a la ley, parece obvio que no se trata de una confiscación. Cosa distinta es discutir si el justiprecio es el adecuado.

En el derecho tributario, es todavía más evidente la diferencia. No puede haber confiscación por la simple razón de que todo contribuyente se beneficia de contraprestaciones en términos de bienes públicos, ya sea porque utiliza una carretera, un hospital, un colegio o por el hecho de disfrutar de un sistema de seguridad y defensa que le permite no tener que financiar de su peculio su propia seguridad, como sucedía en la Edad Media.

Incluso ese 0,5% o 1% de los contribuyentes más ricos, que, según Rallo, sufrirían tipos “abusivamente confiscatorios”, puede pasear por calles asfaltadas, ir a un teatro público, matricularse en una universidad o, incluso, desplazarse en su 'jet' privado desde un aeropuerto construido por ese Estado codicioso. Claro está, salvo que el Estado se incautase del 100% del patrimonio y la renta del contribuyente, lo cual tendría más que ver con la política-ficción.

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Más allá de problemas conceptuales, sin embargo, lo relevante es el fondo de la cuestión que plantea Rallo. Y que necesariamente conecta con el modelo de sociedad. Rallo —y otros muchos— tiene perfecto derecho a defender otro distinto, en el que el peso del Estado sea el mínimo imprescindible. Afortunadamente, Rallo no pertenece a ese grupo de 'anarcoliberales' que se han convertido en una secta y que quieren la derrota del Estado, cuando la creación del Estado-nación (con todos sus defectos y contradicciones) ha sido uno de lo motores de la modernidad frente al Estado absolutista.

Ahí está, precisamente, el núcleo de la cuestión: el tamaño del Estado, y no tanto si el Estado es confiscatorio o no, que es una discusión de otro tiempo, aunque dé mucho juego en los platós.

Está ya asumida por todos la existencia del Estado como proveedor de servicios públicos esenciales, lo que permite universalizar prestaciones que de otra manera (como sucedió en el pasado) no llegarían a amplias capas de la población. Los impuestos, como decía un viejo fiscalista, de hecho, son el precio de la civilización. Sin ellos, el sector público no tendría los recursos necesarios para actuar.

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Por eso, precisamente, en todas las constituciones de los países más democráticos del mundo se incluye un precepto que también se integra en la Constitución española de 1978 (artículo 31.1), y que dice, textualmente, que todos los españoles contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos “de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. Es decir, lo confiscatorio está fuera del ordenamiento jurídico, y si alguien se siente perjudicado, ahí están los tribunales de Justicia.

Rallo argumenta algo evidente. El contribuyente no paga solo IRPF. También IVA, sucesiones o IBI. Obvio. La causa es muy simple. En primer lugar, porque las fuentes de obtención de rentas son muy variadas, de ahí la panoplia de impuestos. Pero también porque lo que constitucionalmente se grava es la capacidad económica del contribuyente, que se manifiesta en cada una de sus operaciones económicas. Y así, lógicamente, quien tiene más capacidad de compra paga más IVA o quien compra más casas paga más impuestos de transmisiones patrimoniales.

Cosa distinta es saber si los tipos impositivos son demasiado bajos o demasiado altos, aunque en última instancia esta sea una manera un tanto pobre de medir la presión fiscal, ya que los beneficios fiscales son tan altos (34.825 millones solo este año) que las diferencias entre tipos efectivos y reales son enormes.

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Rallo tiene perfecto derecho a pensar que el Estado, en lugar de gastar un 41% del PIB, tuviera que gastar, por ejemplo, la mitad, lo que obligaría a reducir su presencia en la actividad económica. Pero el problema, como bien sabe el economista Rallo, es que esa estrategia dejaría a España fuera del contexto continental europeo, que ha demostrado su fortaleza desde al menos 1945. No parece una casualidad que la mayoría de los países social y económicamente más avanzados del mundo tengan una elevada presión fiscal.

Como ha puesto de relieve el economista Xavier Vives en 'La Vanguardia', la reforma keynesiana del capitalismo puso énfasis en la necesidad de una política económica estabilizadora mediante el diseño de políticas anticíclicas.

Este legado ha evitado, entre otras cosas, otra gran depresión como la del 29, y fruto de ello es que los brotes autoritarios como los de aquella época sean, por el momento, una amenaza. O un riesgo, como se prefiera. En ambas crisis, la clase media sufrió las consecuencias de la recesión y buena parte de ella sucumbió a los cantos de sirena del populismo.

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El estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad ayudaron a ese final. Si ahora el Estado se retira de la promisión de servicios públicos universales, estamos apañados. Máxime cuando la nueva economía digital está suponiendo un verdadero reto para las haciendas nacionales, que ven con horror cómo la deslocalización de capitales y beneficios empresariales hace recaer la presión fiscal sobre los salarios, cuyas rentas no pueden ser llevadas a países de baja tributación. Y que necesitan al Estado para tener acceso a servicios esenciales, no solo en cantidad sino también en calidad, lo que no es sinónimo de derroche ni de malversación de recursos públicos.

Como alguien dijo, los experimentos en política acaban, casi siempre, en revolución, los experimentos en economía acaban, siempre, en pobreza.

Borges, que era un truhán de las palabras, sostuvo, en aquella maravillosa entrevista que le hizo en 1976 Joaquín Soler Serrano para TVE, que era un error suponer que todas las palabras del diccionario podían utilizarse. “Hay muchas que no pueden usarse”, decía Borges, para quien palabras como azulado, azulino o azuloso, que no son sinónimas, aparecen en el diccionario. “Pero si yo pongo azulino o azuloso en un texto”, decía el escritor argentino, “el lector no lo acepta, porque hay que escribir con el idioma de la conversación, con el idioma de la intimidad”.

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