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España se llena de fascistas: así se banaliza el horror

La banalización del lenguaje de entreguerras ha llevado a una situación insólita. Las palabras han perdido su carga ideológica y se olvida su verdadero significado político

Foto: El diputado de ERC Gabriel Rufián, durante la sesión de control al Gobierno. (Reuters)
El diputado de ERC Gabriel Rufián, durante la sesión de control al Gobierno. (Reuters)

Un proverbio mesopotámico ya decía que "quien pone nombre a las cosas comienza a adueñarse de ellas". Los políticos lo saben. Y eso explica que etiquetar al adversario se haya convertido en una tradición. Sin duda, porque la política tiene mucho de teatro, y los buenos guionistas, que conocen la importancia de la economía del lenguaje, saben que crear personajes muy esquemáticos ayuda a identificar el relato y favorece la simplicidad de la narración.

Lenin, como se sabe, hablaba del renegado Kautsky para humillarlo ante sus camaradas con una simple descalificación lingüística, y Alfonso Guerra popularizó la expresión 'tahúr del Misisipi' para satirizar a Adolfo Suárez haciéndolo pasar por un tramposo. Todo el mundo conoce que Thatcher es la 'dama de hierro', apodada así por los medios soviéticos para ridiculizar su anticomunismo, y es muy conocido que la prensa crítica de Lerroux utilizaba la expresión 'emperador del Paralelo' para denunciar su vida casquivana. A Sartre, sus enemigos (y tenía muchos) lo llamaban 'pequeño saco de maldades'.

Insultar en política es, por lo tanto, muy antiguo, aunque en ocasiones sale el tiro por la culata. En una ocasión, un diputado de la oposición en las cortes de la República, y desde lo alto del hemiciclo, acusó a Gil-Robles de llevar “calzoncillos de seda”, por lo que no era de fiar. Tras el consiguiente revuelo parlamentario, tal y como lo contó Luis Carandell, el líder de la CEDA le respondió: “No sabía que su mujer fuera tan indiscreta”.

Foto: Gabriel Rufián. (Raúl Arias) Opinión
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Etiquetar políticamente al adversario insultándolo o simplemente ridiculizándolo es, por lo tanto, intrínseco a a la política. Lo que es verdaderamente singular es la banalización de determinados conceptos con una enorme carga ideológica para desprestigiar al adversario. Hasta el punto de que hoy se habla de fascistas, nazis o radicales de extrema derecha y extrema izquierda con toda naturalidad, como si esas categorías políticas fueran inocuas o inofensivas.

Es decir, a la vista de lo que se lee y escucha, es como si España se hubiera llenado de camisas negras o pardas que transitan impunemente por las calles iluminados al anochecer por siniestras antorchas de la muerte. En otras ocasiones, se habla de los partidos de izquierda como si fueran los culpables del gulag o los descendientes directos de las atrocidades de Stalin, mientras que el término 'radical', que un día significó atacar los problemas desde la raíz, es hoy tan utilizado —en la izquierda y la derecha— que este país parece estar gobernado por peligrosos y radicalizados extremistas.

Destruir las democracias

Sin embargo, los fascismos —en sus diferentes formas y manifestaciones— son ideologías totalitarias. Nacidas, precisamente, para destruir las democracias, de ahí que manosear unos términos tan repugnantes solo sirve, en realidad, para trivializar el enorme sufrimiento que causaron en Europa.

Foto: Foto: iStock.
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Hoy, incluso, se habla frívolamente de ‘nazionalismos’ refiriéndose a lo que está sucediendo en Cataluña, lo cual es un desprecio a la memoria de millones de personas que murieron víctimas de la barbarie. Como marcar públicamente con señales amarillas el domicilio de jueces o constitucionalistas a la manera de una especie de homenaje repugnante a los pogromos.

No se trata de un asunto netamente español. Los politólogos suelen hablar de la llamada ley de Godwin para definir aquellas discusiones en las que una o todas las partes acaban hablando del nazismo para zanjar la polémica. El enunciado viene a decir que a medida que una discusión se atasca, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a ser igual a uno. Un exministro de Economía argentino de los tiempos más duros de los años noventa recordó en una ocasión durante un viaje a España que cuando alguien en medio de una discusión sacaba el término neoliberalismo, dejaba de debatir porque no llevaba a ningún sitio. En ese concepto, cabe todo.

Es probable que Rufián y quienes banalizan el fascismo no hayan leído nunca a Hannah Arendt, pero en 'Los orígenes del totalitarismo', su obra fundamental, la pensadora alemana recuerda cómo la construcción de regímenes autoritarios fue fruto de decisiones políticas aparentemente inconexas, pero que fueron capaces de crear en los años treinta un formidable caldo de cultivo que necesariamente tenía que acabar en el horror. Adolf Eichmann, de hecho, siempre se sintió un simple funcionario del Tercer Reich.

Indigencia ideológica

No es que la situación española sea similar. Entre otras cosas, porque la altura intelectual de quienes sostienen tanta indigencia ideológica no les da más que para llamar la atención en una sesión de control parlamentario, pero convendría no perder de vista que cuando las instituciones se desprestigian —y el parlamento es la esencia de la democracia—, la alternativa siempre es peor.

Foto: Gabriel Rufián, con unas esposas, en el Congreso. (EFE)

Cuando alguien dice que el PP o Ciudadanos son partidos fascistas, en realidad, lo que está haciendo es sacar del mapa político a amplios segmentos de la población que pagan sus impuestos, no se saltan los semáforos en rojo y procuran lo mejor para sus hijos. Y cuando alguien dice que Sánchez o los dirigentes de Podemos son unos radicales de extrema izquierda o unos comunistas desarrapados que ni siquiera son demócratas, en realidad está insultado a millones de electores que también pagan impuestos, respetan los semáforos y procuran la prosperidad de sus vástagos.

El lenguaje guerracivilista, como se sabe, comienza siendo inocuo e, incluso, divertido, y, de hecho, algunos locutores de radio a modo del cura Merino lo consideran ingenioso y hasta lúcido, pero a medida que se vaya perdiendo el valor de las palabras, también será olvidado su verdadero significado. Y entonces, no habrá vuelta atrás.

Fue Kierkegaard, como recordó hace algún tiempo el economista asturiano Jesús Fernández-Villaverde, quien contó en 'O lo uno o lo otro' que en una ocasión se declaró un incendio entre bastidores en el teatro en el que actuaba un payaso. El payaso salió al escenario para avisar al público. Pero este, que asistía divertido a la función, creyó que se trataba de un chiste y aplaudió gustoso. El payaso repitió el anuncio y los aplausos fueron todavía mayores. “Así creo”, decía Kierkegaard, “que perecerá el mundo: en medio del aplauso general de la gente respetable que pensará que es un chiste”.

Al menos, si quieren insultar, que hagan lo de Churchill, que en una ocasión, y tras dictar una conferencia, se le acercó una mujer muy airada que le dijo a voces: “Winston, si yo fuera su esposa, le pondría veneno en el té”; a lo cual respondió el 'premier' británico: “Señora, si yo fuera su marido, tenga por seguro que me lo bebería”.

Un proverbio mesopotámico ya decía que "quien pone nombre a las cosas comienza a adueñarse de ellas". Los políticos lo saben. Y eso explica que etiquetar al adversario se haya convertido en una tradición. Sin duda, porque la política tiene mucho de teatro, y los buenos guionistas, que conocen la importancia de la economía del lenguaje, saben que crear personajes muy esquemáticos ayuda a identificar el relato y favorece la simplicidad de la narración.

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