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España: ¿antes roja que rota?
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Carlos Sánchez

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España: ¿antes roja que rota?

La recentralización está calando en parte de los españoles. Sin duda, por la desidia de los grandes partidos a la hora de actualizar el Estado autonómico, que se ve como derrochador

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La irrupción de Vox, un partido de corte ultranacionalista y xenófobo, ha aflorado un debate larvado sobre el papel de las comunidades autónomas. Vox, como se sabe, ha planteado que la Administración central —las comunidades autónomas son también Estado— recupere competencias en materias como la educación o la sanidad, y, por supuesto, la seguridad.

Se trata de un debate larvado porque los grandes partidos lo han obviado durante mucho tiempo, salvo Ciudadanos. El partido de Rivera, cuando nació, lo planteó de una forma abierta e, incluso, defendía una recentralización a fondo del Estado, pero a medida que Cs se ha integrado en el sistema político, aquel planteamiento se ha ido diluyendo.

En síntesis, los críticos del Estado autonómico esgrimen que el sistema es caro, ineficiente y es un incentivo para la corrupción. Tanto la corrupción que tiene que ver con el despilfarro, y los ejemplos son numerosos, como la que se basa en el chalaneo entre las élites locales y determinados sectores económicos. Se ponen como ejemplo los numerosos casos de corrupción en la administración local y autonómica, muy por encima de los que se han detectado en la administración general del Estado.

Cuando se celebran los primeros 40 años de la Constitución, merece la pena recordar que la descentralización forma parte del éxito de España

Conviene partir de una premisa. Ahora que se celebran los primeros 40 años de la Constitución, merece la pena recordar que la descentralización forma parte del éxito de España como nación. Se podrá decir que un Estado centralizado hubiera sido mejor, pero eso, obviamente, habría que demostrarlo con los hechos.

Lo que se sabe es que el modelo territorial, con todos sus defectos, y son numerosos, ha sido compatible con una generalización del Estado de bienestar que ha favorecido a los que más lo necesitan, y que ha sido gestionado, precisamente, por las comunidades autónomas. Las tres cuartas partes de los servicios esenciales son administrados por entes territoriales y pocos dudan que el sistema sanitario español, por ejemplo, está entre los mejores del mundo. Como ha expresado gráficamente en este periódico Javier Jorrín, se ha pasado de la boina a la movida con servicios públicos gestionados por las autonomías.

Fracaso de la revolución industrial

El hecho de acercar la gestión de la cosa pública a los ciudadanos no es un asunto menor. La realidad económica, social, cultural y política de España es la que es. Y, de hecho, justo al contrario de lo que ha sucedido en otros países, el proceso de homogeneización del país —por el fracaso de la revolución industrial y de la incapacidad de la burguesía para integrar a todos los españoles— ha provocado históricamente grandes diferencias regionales. No ha ocurrido así en naciones del tamaño de España, como Francia o Alemania, donde la homogeneización territorial ha sido mayor y las distancias de renta, por el contrario, han sido menores.

En España, por el contrario, las diferencias interregionales —como en Italia— son significativas, lo que explica —más de allá de las raíces históricas y el proceso de construcción de los antiguos reinos de España— que hubiera una demanda de autonomía en muchos territorios que se sentían históricamente marginados por la política centralista.

El proceso de homogeneización del país ha provocado históricamente grandes diferencias regionales

El caso más evidente es el de Andalucía, que cuando se hizo la Constitución iba a acceder por la vía lenta a la autonomía frente a los llamados territorios históricos por haber disfrutado de Estatuto propio durante la República. Un referéndum, sin embargo, cambió el curso de la historia. Los andaluces querían autonomía.

Entre otras cosas, porque existía el convencimiento de que las grandes migraciones interiores de los años 50 y 60 tenían mucho que ver con el trato privilegiado que el franquismo dio a algunas regiones: Cataluña, País Vasco o Madrid, por ser esta última capital del Estado. Es decir, el sentimiento autonómico o local —solo hay que acudir a la prensa de la época— forma parte indeleble de la Transición, que es el periodo en el que se configuró el modelo de Estado, aceptado por casi el 90% de los españoles en el referéndum constitucional.

Foto: La Comisión Constitucional, reunida en las Cortes. (EFE/JGV)

El diseño que se hizo, sin embargo, fue vergonzosamente federal. Vergonzosamente porque el término federal, por las razones que sean, siempre ha dado miedo a muchos sectores de este país, lo que explica que los constituyentes pusieran en circulación el término Estado autonómico como una especie de federalismo por la puerta de atrás (ni federalismo ni centralismo) para no dar la imagen de una España rota. Sin duda, como respuesta a las numerosas crisis territoriales que ha tenido este país, y que se manifestaron con especial crudeza durante las dos repúblicas.

Federalismo vergonzante

Ese federalismo vergonzante, sin embargo, llevaba un pecado original. Lo que hizo el Estado es traspasar las políticas de gasto. No es que el Estado se quedara competencias propias desde el lado de la prestación de servicios públicos, sino que se centrifugaron los recursos para atender las cuestiones básicas, lo cual tenía una lógica aplastante: la gestión de determinadas prestaciones esenciales había que acercarla a las necesidades de los ciudadanos. El método utilizado fue el del coste efectivo, es decir, el Estado calculaba el coste de la transferencia y aquí paz y después gloria. A esto se le ha llamado el 'statu quo' en la jerga autonómica.

¿Cuál fue el problema? Pues que a los legisladores se les 'olvidó' que, si una administración gasta, tiene que procurar recursos con su propia política fiscal. De lo contrario, se produciría una asimetría entre ingresos y gastos que no tardaría en aflorar, como así ha sucedido. Es decir, enormes déficits que han generado con razón esa imagen de despilfarro que va asociada a las autonomías.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)

A muchos presidentes autonómicos nunca les ha preocupado eso. De hecho, han preferido siempre tirar con pólvora del rey, ya que quien modulaba la política fiscal —subiendo impuestos para atender la financiación de los servicios públicos— siempre ha sido el Gobierno central. Es decir, unos gastan (lo cual es políticamente muy rentable) y otros ingresan (lo que tiene un indudable coste electoral).

Un modelo perverso que solo podía generar problemas. Máxime cuando el deterioro de la calidad institucional del país ha provocado que muchas decisiones se hayan tomado por la presión interna de los barones regionales a cambio de apoyar al líder del partido o una determinada mayoría parlamentaria: el AVE o cualquier otra inversión del Estado ha llegado primero a las regiones con más capacidad de presión.

Un incentivo perverso

El resultado es un sinsentido. Como cada cinco años hay que renovar el sistema de financiación, los presidentes autonómicos tienen un incentivo perverso: saben que solo hay que pedir más dinero a eso que se llama 'Madrid', toda vez que la política tributaria no es de su incumbencia más allá de unos pocos impuestos cedidos con escasa capacidad de recaudación.

Las regiones no tienen toda la culpa. El cálculo del coste efectivo de los servicios públicos se hizo de acuerdo a criterios de hace 32 años

Esta ausencia de responsabilidad fiscal —salvo en los territorios forales— es lo que explica buena parte del despilfarro, ya que todos los presidentes autonómicos saben que al final 'vendrá Madrid' para tapar los agujeros.

Las regiones, sin embargo, no tienen toda la culpa. El cálculo del coste efectivo de los servicios públicos se hizo (salvo pequeñas modificaciones) de acuerdo con criterios de hace 32 años, que es cuando nació el modelo de financiación propiamente dicho (antes eran acuerdos bilaterales), pero sin que pasadas tres décadas largas se haya quebrado ese 'statu' quo que está en el fondo de los problemas.

¿El resultado? Las comunidades tienen en muchos casos presupuestos ficticios que periódicamente saltan por los aires, lo que provoca una indudable —y justificada— desconfianza en el sistema político que Vox pretende capitalizar. Sin duda, porque son las propias CCAA las que viven del agravio comparativo y siempre encuentran argumentos para denunciar que otra región se lleva sus recursos. La envidia, el viejo mal de los españoles, y hasta el rencor, están detrás de muchos conflictos territoriales. Y Cataluña, que ha acabado por pudrir todo el sistema político, es un buen ejemplo de ello.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal (d), y el candidato a la Junta, Francisco Serrano. (EFE)

La política de tirar el agua sucia del barreño con el niño dentro no es, sin embargo, nueva. De hecho, forma parte indisoluble de la historia de España, lo que explica los continuos bandazos que ha dado este país en política territorial. Incluso ahora, con cuatro décadas de prosperidad desconocida en nuestra reciente historia, se quiere volver al Estado centralista del franquismo, una auténtica calamidad que provocó enormes migraciones interiores, del campo a las grandes ciudades, y no solo por razones vinculadas a la especialización productiva.

Ese mensaje devastador, sin embargo, está calando, y lo que sorprende es que los mismos partidos que se llenan la boca con la palabra 'Constitución' no hayan sido capaces de modernizar el Estado autonómico aumentando la corresponsabilidad fiscal para que haya coherencia entre las políticas de gasto y las políticas de ingresos, y que está en el fondo de los problemas.

Algo que es todavía más grave si se tiene en cuenta que España ha creado una suerte de Estado cuasi federal, pero sin instituciones federales como las que existen en otros estados descentralizados capaces de canalizar el debate autonómico. En particular, por el nulo papel del Senado como instrumento de equilibrio territorial y el caduco sistema de funcionamiento del Consejo de Política Fiscal y Financiera.

El descrédito de las autonomías es, por eso, responsabilidad exclusiva de los grandes partidos, incapaces de actualizar un Estado que pretende ser devorado por los nuevos salvapatrias, que ven en el pasado la manera de resolver los problemas del futuro. No hay nada más ridículo.

La irrupción de Vox, un partido de corte ultranacionalista y xenófobo, ha aflorado un debate larvado sobre el papel de las comunidades autónomas. Vox, como se sabe, ha planteado que la Administración central —las comunidades autónomas son también Estado— recupere competencias en materias como la educación o la sanidad, y, por supuesto, la seguridad.

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