Mientras Tanto
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Un insoportable olor a electoralismo: "No era esto, no era esto"
El dictador sale de Cuelgamuros, pero las venas de la Guerra Civil siguen abiertas. Lo que debía ser una política de Estado, ha acabado por transformarse en un acto electoral
Que Franco tenía que salir de Cuelgamuros era una necesidad histórica; de que el llamado Valle de los Caídos representa justo lo contrario de la reconciliación entre españoles, hay algo más que una evidencia; que la dictadura está hoy todavía demasiado presente en la opinión pública es una obviedad. Y que el Gobierno Sánchez, en particular, y el sistema político, en general, han perdido demasiadas oportunidades de cerrar definitivamente las heridas de la Guerra Civil es, sobre todo, una frustración colectiva. Es el símbolo de un fracaso histórico.
España tiene un problema con la interpretación de su pasado. No es, desde luego, un asunto nuevo. Ni menor. Viene de lejos. Tan lejos como la accidentada historia de un país acostumbrado a identificar enemigos en el interior en busca de algún chivo expiatorio. ¿El resultado? Se ha alimentado un clima político infrecuente en la mayoría de los países europeos, donde suele existir un consenso general sobre el pasado común.
Probablemente, porque las guerras de España se han construido contra nosotros mismos, “golpe a golpe y muerto a muerto”, como decía Celaya. No para confrontar con un enemigo exterior sino interior. Justo lo contrario de lo que ha sucedido en la mayoría de los países europeos, cincelados en torno a la idea de un Estado-nación liberal en el que debían caber, necesariamente, todas las ideas, lo que explica que los símbolos, las instituciones o los vínculos de representación han tendido a converger con el paso de los años. Borrando heridas y mirando hacia otro lado en aras de lograr la convivencia con el objetivo de desterrar una de las palabras más terribles que este país ha sufrido “en carne viva”, como también decía el poeta vasco: el doble exilio. El exterior y el interior.
La larga noche del franquismo y su nulo interés en propiciar la reconciliación nacional, sin duda, explican la ausencia de ese territorio común en materia de símbolos, pero también el modelo de Transición, que, con sus urgencias y sus precariedades, nunca pudo atacar un asunto estratégico como país que exigía, necesariamente, enormes consensos de Estado. Y, sobre todo, mucha generosidad, aunque también la hubo. Sostener lo contrario es mentir a la historia y traficar con la memoria.
Muertos y rencores
Merece recordar que la Ley de Amnistía de octubre de 1977, apenas cuatro meses después de las primeras elecciones democráticas en 40 años, fue aprobada con 296 votos a favor, dos en contra y 18 abstenciones (Alianza Popular). El consenso fue tan amplio que Marcelino Camacho, ponente del PCE en la comisión constitucional, se preguntó: “¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?”. El viejo sindicalista remachó su intervención con una reflexión que no ha perdido un ápice de vigencia: “Queremos cerrar una etapa, queremos abrir otra. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores”.
Aquellos momentos, sin que haya que buscar culpables, no eran, sin embargo, los mejores para enterrar viejos y dramáticos agravios, pero la memoria, como se sabe, es un botín electoral tan extraordinario que cuando los políticos codiciosos se dieron cuenta de que podían obtener réditos, no dudaron en recuperar la esencia de las dos Españas. Es decir, aquel mapa fratricida que obligó a decir a Chaves Nogales: "Si vuelvo a España, cualquiera de los dos bandos me fusilará".
No es una posición equidistante. Al contrario. La dictadura franquista no hizo nada por la reconciliación de los españoles, y fue la incipiente democracia la que se vio obligada a aprobar una Ley de Amnistía extremadamente generosa en un país golpeado por el terrorismo. O incluso tuvo la decencia de procurar el reconocimiento legal y público de los militares republicanos que perdieron la guerra y nunca ganaron la paz, y a cuyas viudas también se les reconoció el derecho a cobrar una pensión.
Acto propagandístico
Había muchas más cosas que hacer. Por ejemplo, limpiar las calles de símbolos franquistas o facilitar la exhumación de cadáveres apilados de forma inhumana en muchas cunetas. Y se hizo, aunque fuera solo en parte. Pero la obsesión de convertir todo lo relacionado con la memoria en un acto propagandístico ha acabado por reabrir de forma gratuita viejas heridas que hoy ni siquiera tardarán en cicatrizar. Entre otras cosas, porque en la España de hoy la figura del dictador les trae a muchos sin cuidado, lo cual es un arma de doble filo. El acto de este jueves en Cuelgamuros, en este sentido, tiene más de espectáculo televisivo que de un argumento político de trascendencia generacional.
Sin duda, por un problema de fondo que tiene que ver con el sistema educativo, con serias dificultades para hacer un relato común de nuestra historia más reciente; pero, también, por razones estrictamente biológicas. De los actuales 40,4 millones de españoles nacidos aquí y residentes en España, menos de la mitad había nacido cuando murió Franco. Y si se elimina los que tenían menos de 18 años en 1975, solo una cuarta parte de los españoles conoció al dictador en la edad de votar.
Franco, sin embargo, sigue presente. Demasiado presente. Como una maldición de la que el país no puede escapar. Probablemente, porque no ha habido una política de Estado en torno a lo que representó aquella etapa. Y ver a jóvenes reivindicando hoy a Franco por puro oportunismo es un retroceso histórico, que es aún mayor cuando ha sido alimentado desde el poder por razones electorales, lo cual tendrá consecuencias imprevisibles.
Es verdad, sin embargo, que a una parte de la derecha le costó siempre asumir que aquello fue una dictadura, se habló durante un tiempo de que el franquismo fue un régimen ‘autoritario’; mientras que una determinada izquierda de nuevo cuño (que no conoció ni la dictadura ni cómo se desarrolló la Transición) ha convertido a Franco en un señuelo para desviar la atención respecto de asuntos más relevantes.
Progreso moral
Hubo, sin embargo, quien lo intentó. En noviembre de 2002, el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad una declaración solemne que reclamaba “el deber de nuestra sociedad democrática de proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la Guerra Civil española, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de la dictadura franquista”. Nada que objetar. Como se ha dicho, la memoria de las víctimas supone siempre un progreso moral en la convivencia.
Pero lo que no puede ser casualidad es que el dictador salga de su tumba tres semanas antes de unas elecciones generales. No puede ser que la exhumación de Franco se haya hecho al margen de un planteamiento general sobre el futuro del Valle de los Caídos, donde al Estado no se le ha perdido nada más allá de respetar lo que realmente es: un inmenso cementerio (33.847 personas de ambos bandos) en el que yacen las flores muertas de la Guerra Civil, y que debe regirse, como proclama la propia Ley de Memoria Histórica (artículo 16) “por las normas aplicables con carácter general a los lugares de culto y a los cementerios públicos”. Eso y no más.
En lo que no puede convertirse Cuelgamuros es en un formidable estudio de cine más propio de una película de Cecil B. DeMille que de un acto de Estado. No, Cuelgamuros nunca será un lugar de reconciliación, aunque ya no estén allí los restos de Franco.
Como decía Santos Juliá —la ironía del destino ha hecho que muera poco antes de que el dictador salga de su mausoleo—, lo mejor que se puede hacer no es reciclarlo como un memorial, que nunca podrá ser, como pretendía la Comisión de la Memoria Histórica, sino dejar que “la madre naturaleza siga su curso y resignifique por sí sola, como campos de soledad, todo el conjunto monumental. Abandonemos, con o sin Franco en su tumba, aquellos parajes a las nieves del invierno y a los soles del verano hasta que surja otro poeta que cante: 'Este llano fue plaza, allí fue templo”. El problema no es Franco, el problema es el llamado Valle de los Caídos.
Fue Ortega, en un célebre artículo que tituló ‘Un aldabonazo’, quien recordó, apenas cinco meses después de proclamarse la República, a la que él tanto había contribuido a que naciera: "¡No es esto, no es esto!".
Que Franco tenía que salir de Cuelgamuros era una necesidad histórica; de que el llamado Valle de los Caídos representa justo lo contrario de la reconciliación entre españoles, hay algo más que una evidencia; que la dictadura está hoy todavía demasiado presente en la opinión pública es una obviedad. Y que el Gobierno Sánchez, en particular, y el sistema político, en general, han perdido demasiadas oportunidades de cerrar definitivamente las heridas de la Guerra Civil es, sobre todo, una frustración colectiva. Es el símbolo de un fracaso histórico.