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¿Por qué tanto odio? ¿Por qué tanto rencor?

El clima político es ya irrespirable. Las instituciones del Estado también están en almoneda. Vale todo. Incluso la política de tierra quemada. Algunos deberían leer la historia de España

Foto: La bancada socialista, durante el pleno de investidura. (EFE)
La bancada socialista, durante el pleno de investidura. (EFE)

La histéresis es una propiedad de algunos metales bien conocida por los físicos. Se suele definir como la tendencia de un material a conservar una de sus propiedades en ausencia del estímulo que la ha provocado. El ejemplo más conocido es el del hierro, capaz de mantener su magnetismo una vez que el campo magnético que ha suscitado esa propiedad ha sido retirado, por ejemplo, un imán.

No solo los físicos utilizan este vocablo. Los expertos en economía laboral vienen hablando desde hace muchos años de la histéresis en el mercado de trabajo, que se produce cuando una economía es incapaz de crear empleo aunque cambien las circunstancias económicas que explicaron la destrucción previa de ocupados. Eso es, precisamente, lo que ocurrió en España durante los primeros años noventa, cuando el mercado de trabajo era insensible al nuevo contexto macroeconómico y seguía comportándose como si la economía continuara en recesión.

Foto: Pablo Iglesias felicita a Pedro Sánchez tras ser investido presidente del Gobierno, este 7 de enero. (EFE)

A la política, a veces, le sucede lo mismo. Arrastra los problemas que originaron el conflicto hasta más allá de lo razonable. Y lo que es peor, la histéresis tiende a generalizarse hasta hacer tóxico todo el sistema político.

La cuestión catalana es el ejemplo más palmario de cómo un problema localizado inicialmente en un territorio (Cataluña) tiende a extenderse como una mancha de aceite, hasta el punto de que hay un antes y un después desde el comienzo del ‘procés’. Hoy, de hecho, habría que hablar no ya de un fenómeno de histéresis, sino de una auténtica metástasis en el sistema político, como volvió a ponerse de manifiesto este martes en el Congreso de los Diputados, donde las diferencias ya no tienen nada que ver con las ideologías (el Parlamento ya no discute de pensiones, de salarios o de los problemas de la educación) sino con los territorios.

Hay razones para pensar que un Gobierno de coalición con Unidas Podemos hubiera causado un cierto revuelo, pero irrelevante respecto del hecho de que la investidura de Sánchez haya salido adelante gracias a la abstención de ERC y de Bildu, principalmente.

La sima es tan profunda que incluso la figura de Felipe VI ya no es un tabú en términos parlamentarios. No es que antes lo fuera formalmente, sino que desde la Transición (cuando todavía retumbaban los viejos ecos republicanos de la izquierda española) ha habido un consenso no escrito en los grandes partidos en que la figura del monarca debía estar al margen del debate político.

Instituciones del Estado

Ya no sucede eso. Casado inició su intervención de forma temeraria reivindicando la figura del Rey, lo cual era una forma de afear en público a Sánchez por no defender a Felipe VI tras la intervención de la diputada Mertxe Aizpurua, la dirigente de Bildu. No hace falta ser muy sagaz para constatar que sacar a colación la figura del Rey en un contexto político tan endiablado como el actual no puede ser a beneficio de inventario, sobre todo cuando la mención va acompañada de gritos, como si se trata de un arenga militar, como "¡viva el Rey!", "¡viva la Guardia Civil!" o "¡viva la Policía!". A la par que multitud de vivas a España, en una especie de patrimonialización de algunas de las instituciones básicas del Estado. Se imagina alguien a los senadores de EEUU gritando de forma casi marcial ¡viva el FBI! o al parlamento británico diciendo con aspavientos ¡viva Scotland Yard!?

Obviamente, como dijo con acierto el diputado Aitor Esteban, porque se pretende establecer una especie de falsa jerarquía entre el jefe del Estado y el jefe del Gobierno, lo cual es una aberración constitucional extremadamente delicada (y hasta peligrosa) en términos políticos. Y lo que es peor, en términos de convivencia. Cuando las instituciones se sacan al mercadeo político, se masca la tragedia. Y bien haría Casado en alejarse de la 'vía Cañizares', el arzobispo de Valencia, y acercarse a la 'vía Osoro' para hacer oposición, como hizo en su día con buen criterio Rajoy en la segunda legislatura de Zapatero.

Tampoco hay que ser muy sagaz para entender que algo está pasando con la bandera, que se exhibe como si representara solo a una parte de los españoles. Obviamente, porque también una parte muy relevante de la izquierda se ha dejado arrebatar muchos de los símbolos del Estado, lo cual puede tener que ver con un cierto infantilismo político más propio de partidos políticamente adolescentes.

Política de tierra quemada

Esta instrumentalización de los símbolos de España no es nueva. Pero lo que es singular es que explique hoy la enorme brecha que se ha abierto en el Parlamento, donde —si nada lo remedia— se ha inaugurado la política de tierra quemada. Ya se sabe, esa vieja táctica militar que consiste en destruir todo aquello que sea útil para el enemigo. En este caso, instituciones que deberían ser de todos y que por razones elementales deberían estar fuera de la contienda política. Pensar que se puede trocear España, y esgrimirlo públicamente para ganar votos, es lo mismo que no confiar en sus instituciones, lo cual es chocante en partidos que dicen defender tanto la Constitución. No hay mejor forma de luchar contra la ruptura de un país que aplicar la Constitución, la parte que gusta y la que disgusta a algunos.

Esa política de tierra quemada es lo que puede explicar que uno de los momentos más dramáticos de la sesión de ayer se produjera tras la sensata intervención de la diputada Oramas, al margen de cualquier opinión sobre el sentido de su voto, en la que reformuló la vieja pregunta de Ortega durante la II República: ¿qué nos pasa?

“¿Qué está pasando?”, se preguntó Oramas, “no podemos contribuir a esto. ¡Dignidad! Ni soy una facha ni los del PSOE y Unidas Podemos están con los terroristas. Estamos aquí por lo que eligieron los ciudadanos”. Tan sensata intervención no mereció ni un aplauso, ni uno solo, de los 349 diputados restantes presentes en el hemiciclo, lo que da idea del clima irrespirable que vive hoy el Parlamento español, y que acabará, si nada ni nadie lo remedia, arruinando la legislatura.Tanto odio, tanto rencor, tanta bilis no puede conducir a nada bueno. Y ya Hannah Arendt advertía que el fanatismo era la antesala del odio y, por extensión, ahí radicaba el origen de los totalitarismos.

Probablemente, se haya llegado a esta situación porque muchos diputados no conocen la triste historia del parlamentarismo español. Ni siquiera la más reciente. Sin duda, una historia de éxito hasta que Cataluña lo ha contaminado todo, lo que debería animar a todos a encontrar una solución.

La histéresis política (que algunas veces se transforma en histerismo) ya está aquí. Paradójicamente, como siempre han querido los independentistas, cuya estrategia siempre ha pasado por hacer irrespirable el clima político en el conjunto del Estado (hasta en la España vaciada de Teruel) en aras de polarizar el voto y lograr que no se haga política. Por el momento, lo están consiguiendo, lo que es un argumento más para que el nuevo Gobierno se ponga como primer objetivo ensanchar su base social y huir de hacer políticas sectarias.

La histéresis es una propiedad de algunos metales bien conocida por los físicos. Se suele definir como la tendencia de un material a conservar una de sus propiedades en ausencia del estímulo que la ha provocado. El ejemplo más conocido es el del hierro, capaz de mantener su magnetismo una vez que el campo magnético que ha suscitado esa propiedad ha sido retirado, por ejemplo, un imán.

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