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La extraña felicidad de Pablo Iglesias
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La extraña felicidad de Pablo Iglesias

Pablo Iglesias se mueve entre el ser y el estar. Entre estar en el Gobierno sin apenas competencias o hacer políticas transformadoras. Ha optado por lo primero

Foto: Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados. (EFE)
Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados. (EFE)

Es muy conocido que la mayor contribución de Gramsci a la teoría política tiene que ver con una concepción del poder basada en la hegemonía, y que, de una manera un tanto grosera, se puede definir como la capacidad de un partido o de un movimiento para influir en el orden social aun sin detentarlo. De hecho, se puede estar fuera del poder y, por el contrario, ser determinante en el comportamiento político de las personas. En palabras del propio Gramsci. "Cada revolución ha estado precedida de un intenso trabajo de penetración cultural".

Sería absurdo pensar que Pablo Iglesias tiene alguna capacidad para hacer su "revolución" en los términos en que los planteaba el filósofo italiano en los años 20 y 30 del pasado siglo, pero esa dimensión cultural del poder encaja perfectamente en el papel que ocupa Unidas Podemos en el Gobierno (IU es ya un proyecto en vías de extinción).

De hecho, los cinco ministros de UP (el propio Iglesias, Montero, Garzón, Díaz y Castells) no son más que la expresión más evidente de esa estrategia, que se basa, precisamente, en la concepción gramsciana del poder, que diferencia entre hegemonía y dominación. Hegemonía, como llegó a escribir el propio Iglesias, es el poder adicional del que goza el grupo dominante, mientras que la dominación se basa en la capacidad coercitiva del Estado. "No hay que confundir los votos con la hegemonía", llegó a decir Iglesias durante los tiempos en que urgía a acabar con el 'régimen del 78', una idea que es, probablemente, la mayor falacia política desde la Transición.

placeholder Pablo Iglesias este sábado con Ada Colau y Alberto Garzón. (EFE)
Pablo Iglesias este sábado con Ada Colau y Alberto Garzón. (EFE)

Parece cada vez más evidente que, de acuerdo con esa distribución de la acción del poder, al partido socialista le ha correspondido el papel de 'dominante', y, por lo tanto, será el 'poli malo' en el reparto de las tareas del Gobierno, mientras que UP, el hegemónico, será el 'poli bueno' mediante la implementación de políticas beatíficas: avanzar en el terreno de la igualdad, elevar el salario mínimo, derogar gota a gota aspectos poco relevantes de la reforma laboral (pero muy efectistas) o dulcificar la publicidad del juego para dar la sensación de que algo se está haciendo. De lo que se trata, en definitiva, es de 'estar' en el poder, aunque no se ejerza, a la espera de una correlación de fuerzas más favorable.

El comodín de la Moncloa

Habrá quien piense que esta estrategia solo demuestra que es el presidente Sánchez quien realmente manda en el consejo de ministros, y que, en coherencia con ello, Pablo Iglesias es únicamente el comodín que le permite seguir en la Moncloa gracias a los diputados de UP. Pero es probable que ese razonamiento esté equivocado.

Cada vez es más evidente que el papel de los cinco ministros de UP es el que ha buscado Iglesias, lo que explica su estado de felicidad política, pero también su sobreexposición mediática, al carecer (él y sus ministros) de competencias reales sobre asuntos clave del Estado, y que son, en realidad, los que definen el poder, que, de manera ontológica, tiene también una función coercitiva. Ya sea gestionando las fronteras y la política de inmigración, enviando a los cuerpos de seguridad del Estado a imponer el orden público, incluso por la fuerza, o aplicando recortes presupuestarios en momentos de dificultades en las cuentas públicas. Algo que puede explicar ese delirante 'apretad' que le dijo Iglesias al presidente de Asaja, Pedro Barato, y que Ignacio Varela ha resumido muy certeramente en una aparente contradicción: se trata de 'estar fuera y dentro del Gobierno'. Es decir, la vieja dialéctica entre el ser y el estar.

Foto: El vicepresidente segundo del Gobierno y secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, junto a Alberto Garzón y Ada Colau. (EFE)

Contradicción solo aparente porque, en realidad, es lo que buscaba Iglesias quien, de esta manera, no está obligado a confrontar en algunos de los conflictos que se atisban en lontananza, y que no solo tienen que ver con la situación de la agricultura, que tendrá su punto álgido cuando la tractorada se plante en la Castellana: 630 despidos en Airbus, protestas en el polo químico de Tarragona, crisis de la industria electrointensiva por el elevado precio de la energía o cierre de la planta de Sniace en Torrelavega. Además de un severo enfriamiento del empleo merced a un PIB que apenas avanzará un 1,5% durante los próximos tres años.

Es en este contexto, precisamente, en el que hay que situar el desmantelamiento del histórico Ministerio de Trabajo, creado hace ahora justamente un siglo en tiempos de Eduardo Dato como heredero del legendario Instituto de Reformas Sociales, que es el verdadero origen de la Seguridad Social en España. Y cuyo proceso de jibarización refleja con claridad lo poco que le preocupa a Iglesias la asunción del riesgo político que siempre incorpora el poder. Lo importante, como se ha dicho, no es el ser, es el estar.

Una mera dirección general

Lo paradójico es que quien hace la voladura controlada de Trabajo sea un Gobierno socialista, que lo ha convertido en una mera dirección general al prescindir de algunas de sus competencias esenciales que históricamente le han dado razón de ser: la Seguridad Social y sus cotizaciones, la política de migraciones con relación al mundo laboral o la formación de los trabajadores en el empleo, cuya importancia es absoluta en el ámbito de las relaciones laborales.

Si nada lo remedia, incluso, es probable que el Sepe (el antiguo Inem) se convierta en un cascarón vacío si las políticas de inclusión social (y sus cuantiosos recursos económicos) se van finalmente al ministerio de Escrivá, lo que convertiría a Trabajo en una sombra de lo que fue. Y hay razones fundadas para creer que el ministerio del expresidente de Airef acabará arrebatando a Trabajo también las políticas sociales.

Foto: El vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, junto al ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, en el Congreso. (EFE)

Habría sólidos argumentos para pensar que este vaciamiento de competencias en un ministerio tan emblemático en la cultura de la izquierda sería motivo de fricción por parte del vicepresidente Iglesias, pero no. Al contrario. Como sostiene un veterano sindicalista, se ha impuesto la teoría de que "sin presupuesto no hay desgaste". O, lo que es lo mismo, se trata de aparentar poder, pero sin ejercerlo en aras de un doble objetivo.

Por un lado, apuntalar a un partido, Podemos, que se ha quedado en la indigencia numérica en términos de cuadros y militancia, y, por otro, y ya en el terreno más ideológico, la estrategia forma parte de ese proceso de extensión de la hegemonía política en los términos gramscianos del poder.

Es por eso por lo que Unidas Podemos acepta sin rechistar el papel de subalterno que le asigna la última reestructuración del Gobierno, y que supone renunciar a hacer cambios verdaderamente transformadores en aras de mantenerse en el poder al precio que sea. El tiempo dirá si la estrategia es la correcta o si está equivocada, pero hay una cosa clara. Ocupar el poder para dar la batalla ideológica tiene más que ver con un fraude electoral que con la acción política.

Es muy conocido que la mayor contribución de Gramsci a la teoría política tiene que ver con una concepción del poder basada en la hegemonía, y que, de una manera un tanto grosera, se puede definir como la capacidad de un partido o de un movimiento para influir en el orden social aun sin detentarlo. De hecho, se puede estar fuera del poder y, por el contrario, ser determinante en el comportamiento político de las personas. En palabras del propio Gramsci. "Cada revolución ha estado precedida de un intenso trabajo de penetración cultural".

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