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Ese sentimiento jacobino que se apodera de España a machetazos
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Ese sentimiento jacobino que se apodera de España a machetazos

Es el caos político, y no al revés, el que está poniendo en apuros al sistema autonómico. Se está generando una creciente percepción que culpa a las comunidades autónomas del desaguisado

Foto: La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)
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Fue Arzalluz, precisamente Arzalluz, quien, en mayo de 1978, pocos meses antes de aprobarse la Constitución y en sede parlamentaria, advirtiera de una realidad incontestable. “No es exacto afirmar”, dijo el político vasco, “que la Constitución se fundamenta en la unidad de España. Es más bien la Constitución la que al fijar unas bases correctas, satisfactorias y mutuamente aceptadas conforma y asegura la unidad de Estado”.

Arzalluz, precisamente Arzalluz, recordó en aquella intervención ante la Comisión Constitucional del Congreso que el espíritu jacobino plasmado en anteriores textos constitucionales es lo que había provocado tanto “el desajuste político vasco” como “otros desajustes de todo tipo”. Aunque el PNV se abstuvo finalmente , el nacionalismo vasco —con la intermediación de Miguel Herrero— logró incluir en la Constitución no solamente el término nacionalidades, sino también el hecho foral, algo que ningún otro texto había recogido con anterioridad.

Las autonomías no son más que el reconocimiento de un país complejo que a menudo ha saltado por los aires, y ahí está su historia para demostrarlo

Independientemente de la opinión que le merezca a cada uno la figura de Arzalluz —o incluso el régimen foral, sin duda mejorable en cuanto al cálculo del cupo—, lo cierto es que uno de los grandes hitos de la Constitución ha sido la articulación formal de eso que se ha venido en denominar 'España de las autonomías', que no es más que el reconocimiento de un país complejo que a menudo ha saltado por los aires, y ahí está para demostrarlo su atribulada historia. Precisamente, por no haber encauzado la diversidad territorial en un texto constitucional. Pocas cosas han separado más a los españoles que el modelo territorial.

Sí lo consiguió, con solvencia, la Constitución de 1978, pero es probable que uno de sus principales logros —el reconocimiento de una España plural que acerca la Administración a los administrados— acabe siendo otra víctima del virus, junto con la catástrofe sanitaria o el desplome de la economía.

Hoy, por el desastre en la gestión política de la pandemia, muchos recuperan la idea de un país centralista. Es más, se culpa al proceso de transferencias a las comunidades autónomas, en particular la sanidad y la educación, de los problemas de gestión, como si un país en el que la administración central asumiera todas las competencias fuera la panacea. Como si alejar físicamente a la Administración de los ciudadanos que reciben los servicios públicos fuera la solución.

Mecanismos de coordinación

La pelea entre Madrid y Moncloa, sin embargo, no tiene que ver con un problema de competencias. Más bien, es justo lo contrario. Es el Estado autonómico el que es rehén de una clase política incapaz de entenderse, y lo que es más preocupante, incapaz de articular mecanismos de coordinación eficaces, que son la base de un sistema cuasi federal como el español.

Ningún sistema competencial, por muy jacobino y centralista que fuera, sería capaz de aguantar el guerracivilismo que hoy se manifiesta en la política española, donde el desprecio por el acuerdo, desde luego entre los partidos llamados a gobernar, solo demuestra su propia incapacidad.

Merece la pena recordar que, en 2019, sin necesidad de ir más lejos, se sucedieron tres legislaturas: la del final de la XII, que terminó con la disolución de las cámaras; la XIII, que duró 126 días con un Gobierno en funciones, y la actual, que todavía no ha sido capaz de enviar un proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, incumpliendo el mandato constitucional.

Foto: Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso. (EFE)

Es decir, hay problemas de fondo en la política española que nada tienen que ver con la pandemia ni con el modelo territorial. El virus lo que ha hecho es espolear la degradación institucional del país, que se revela de forma obscena con un dato insólito: en los últimos cuatro años se han sucedido tres investiduras fallidas, lo que da idea de los pocos mimbres que tenía la política española para hacer frente a un problema de estas dimensiones. La crisis política, que impide renovar los órganos constitucionales o aprobar unos Presupuestos, es muy anterior a la llegada del virus.

La causa de este clima político insoportable tiene que ver, lógicamente, con una generación de políticos que no se han fogueado en las fábricas o en la industria del conocimiento: ninguno de los actuales líderes ha gestionado nunca nada más allá que sus propios intereses, sino que todos han crecido al calor de las tertulias, el activismo o haciendo carrera dentro de sus partidos. Pero, sobre todo, es fruto de las insuficiencias institucionales del sistema autonómico, que ha sido dejado de la mano de Dios durante muchos años en lugar de haber establecido dinámicas cooperativas, más propias de un Estado descentralizado.

Inoperancia

Los sistemas descentralizados, como conocen bien los países de corte federal, requieren para su buen funcionamiento instituciones eficaces de coordinación, precisamente para evitar desajustes. Y si no los hay, lo más probable es que el sistema sea ineficiente. Y eso es lo que ha venido sucediendo ante la inoperancia de unos y de otros.

No se ha hecho nada para actualizar el sistema autonómico después de 40 años de funcionamiento, y en esto son tan responsables el PSOE como el PP, pese a que entre los especialistas existe un consenso general sobre algunas de las deficiencias del modelo territorial, diseñado cuando ni siquiera España formaba parte de la Unión Europea, y que hoy es la principal fuente del derecho.

En concreto, asuntos como la falta de precisión en la distribución de competencias; la inexistencia de mecanismos de influencia real de las comunidades autónomas en las decisiones que adopta el Gobierno central, principalmente a través del Senado; el seguidismo partidista con que actúan los ejecutivos autonómicos respecto de su jefe de filas o, incluso, la asimetría que existe entre lo que los gobiernos autonómicos gastan y lo que recaudan, algo que convierte al Gobierno central en una especie de tesorero general, con todo lo que ello supone desde un punto de vista político. En definitiva, deficiencias que el sistema político no ha sabido dar respuesta. ¿Qué fue de la corresponsabilidad fiscal?

No se ha hecho nada por actualizar el sistema autonómico después de 40 años, y en esto son tan responsables el PSOE como el PP

El resultado, como no podía ser de otra manera, es una sensación de caos que amenaza a la propia supervivencia del sistema autonómico, cuando en realidad se trata de una disfunción provocada por la dejadez de los partidos que han gobernado. Si hubiera existido un Senado digno de tan nombre, las comunidades autónomas, por ejemplo, hubieran podido elaborar criterios comunes en la lucha contra el virus en el marco de un diálogo horizontal y no necesariamente vertical, como se produce cuando es el Gobierno central quien impone medidas que luego deben ejecutar, precisamente, los propios gobiernos regionales.

Se ha optado, al contrario, por confiar la coordinación a un consejo territorial de salud que se ha visto claramente desbordado, como lo demuestra no solo el último episodio con Madrid, sino el hecho de que cada gobierno, en los momentos más duros de la pandemia, elaborara su propia estrategia. Sin duda, porque el marco idóneo de colaboración hubiera sido un Senado con capacidad de decisión, lo que hubiera alejado la tensión política. Lógicamente, siempre que se hubiera respetado la lealtad institucional, que obliga a que las regiones no sean la caja de resonancia de consignas políticas, sino administraciones centradas en la gestión del día a día.

Agravios comparativos

No es ninguna novedad. Como alguien ha recordado, muchos juristas venían advirtiendo desde hace mucho tiempo que no existía una legislación clara para encarar crisis de esta naturaleza, como no la hay para garantizar la unidad de mercado que proclama la Constitución, y que es un lastre para muchas empresas que operan en distintas comunidades autónomas. Como tampoco hay respuesta a una realidad que crea todo tipo de agravios comparativos, como es el peaje que debe pagar el Estado, que representa a todas las CCAA, para que los gobiernos saquen adelante sus leyes con el apoyo de los partidos nacionalistas.

Ni siquiera se ha actualizado el sistema de financiación desde 2014, lo que da idea del desprecio por el cumplimiento de las leyes. Mientras que, en paralelo, los recursos del sistema se reparten de forma arbitraria sin criterios objetivos de nivelación. Es más, las entregas a cuenta a las CCAA no se han ajustado a la situación económico actual, con lo que será en 2022 cuando estalle el problema, como sucedió en 2010. En su lugar, se ha optado por un debate absurdo sobre el estado de alarma, que, necesariamente, no está pensado para resolver problemas de otra naturaleza.

Las costuras están a punto de saltar. Y será mejor, con virus o sin virus, que unos y otros se pongan manos a la obra. De lo contrario, es probable que España vuelva a revisitar su historia en los términos que lloraba el poeta.

Fue Arzalluz, precisamente Arzalluz, quien, en mayo de 1978, pocos meses antes de aprobarse la Constitución y en sede parlamentaria, advirtiera de una realidad incontestable. “No es exacto afirmar”, dijo el político vasco, “que la Constitución se fundamenta en la unidad de España. Es más bien la Constitución la que al fijar unas bases correctas, satisfactorias y mutuamente aceptadas conforma y asegura la unidad de Estado”.

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