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"Se casan entre ellos, viven en las mismas calles, trabajan en las mismas oficinas"
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"Se casan entre ellos, viven en las mismas calles, trabajan en las mismas oficinas"

El liberalismo cayó cuando se hizo conservador y dejó de ser reformista. A la izquierda, ahora en el poder en España, le puede pasar lo mismo. Los PGE son inercia conservadora

Foto: Pedro Sánchez y Pablo Iglesias presentan el proyecto de Presupuestos para 2021. (EFE)
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias presentan el proyecto de Presupuestos para 2021. (EFE)
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Hace ahora poco más de dos años, 'The Economist', con motivo de su 175 aniversario, publicó un brutal editorial en el que arremetió contra la hegemonía durante décadas de un liberalismo caduco que se había hecho conservador, y que, a la postre, se había sentido "demasiado cómodo con el poder". Como resultado de ello, sostenía el seminario británico, el liberalismo había perdido el "hambre de reforma" que había tenido desde que en la segunda mitad del siglo XVII nació como respuesta al poder absoluto del monarca durante la revolución inglesa.

"La clase dominante vive en una burbuja", decía 'The Economist', "van a las mismas universidades, se casan entre ellos, viven en las mismas calles y trabajan en las mismas oficinas". Y esto es así, aseguraba, como consecuencia de que el liberalismo se había involucrado tanto en preservar el 'statu quo' —el suyo— que había olvidado su primigenio carácter radical en el sentido etimológico del término, que no es otro que atacar los problemas desde la raíz. Es decir, sacudirse la pereza al cambio que todo poder contiene de forma intrínseca.

La izquierda a la izquierda del PSOE es hoy un mero apéndice del poder establecido que solo responde a su propia supervivencia como organización política

Ya no hay ninguna duda de que ese carácter rupturista y desafiante que tuvo el primer liberalismo frente al poder establecido ha sido enterrado. Hoy, distinguir a los liberales de los conservadores —cualquier generalización siempre es algo injusta— es un ejercicio inútil. Pero tampoco hay dudas de que la socialdemocracia ha seguido el mismo camino. Incluso, en el caso español, la izquierda a la izquierda del PSOE es hoy un mero apéndice, un sucedáneo, del poder establecido que solo responde a su propia supervivencia como organización política.

Entre ambos espacios —el liberalismo caduco y ciertamente conservador— y la izquierda vulgar y complaciente que solo pretende mantener los privilegios de sus votantes —y de ellos mismos— ha emergido el populismo, la demagogia y la barbarie intelectual. No como un espacio propio capaz de ofrecer alternativas coherentes y sistematizadas, porque la verborrea ideológica nunca puede ser la solución, sino como una respuesta visceral a la degradación histórica de las dos corrientes ideológicas que han dominado el planeta en las últimas décadas. El populismo y la demagogia, de hecho, no han caído del cielo. Son hijos de la globalización, de los avances tecnológicos en la sociedad de la información, del fracaso de los sistemas educativos y de la política mediocre.

Una izquierda conservadora

Sánchez e Iglesias son hoy el mejor exponente de esa izquierda conservadora que solo pretende mantenerse en el poder a costa de sus principios (los ejemplos son casi infinitos) y que ha renunciado a la transformación de ese 'statu quo' que denunciaba 'The Economist' en su duro editorial.

La política económica, que es el escenario natural de confrontación en sociedades complejas, está hoy anquilosada. Atrapada en viejos y desfasados principios que solo reproducen una determinada correlación de fuerzas en favor de quienes tienen mayor capacidad de presión sobre los poderes públicos.

Es decir, los pensionistas, con sus nueve millones de votos; los empleados públicos, que tiene garantizado su salario; las grandes empresas que abrevan en las aguas cordiales del BOE, y a quienes se homenajea con los fondos europeos, o los trabajadores indefinidos a los que se mantiene su salario a costa de los temporales y de los precarios, a quienes el sistema expulsa cada vez que viene una crisis, y que son ese ejército de reserva que todo capitalismo sin rostro humano quisiera tener cuando vienen mal dadas. El 85% del empleo asalariado perdido en el último año es de naturaleza temporal, lo que da idea del grado de solidaridad que ejercen quienes vinieron a cambiar el mundo o, al menos, a cambiar el Estatuto de los Trabajadores.

No hay rastro de esa voluntad reformista en el anteproyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado para 2021. Solo una inercia contable que consiste en meter más dinero al sistema para aumentar la red clientelar con los 27.000 millones que vienen de Europa.

Pero ni una reforma, ni un cambio radical en la política económica yendo a las causas de la pobreza y de la desigualdad lacerante, para proteger a los sectores más vulnerables de la sociedad más allá de aumentar unos euros la cuantía de las prestaciones públicas. Como si todos los problemas se resolvieran con dinero y no con reformas.

Ni una reforma, ni un cambio radical en la política económica yendo a las causas de la pobreza y de la desigualdad lacerante

Tampoco hay una decidida actuación frente al poder de mercado de las grandes empresas frente a los pequeños proveedores, a los que se asfixia con condiciones leoninas gracias a la concentración de determinados mercados. Probablemente, porque hoy la competencia se ha dejado en mano de leguleyos que no entienden de cohesión social ni de justicia redistributiva, y que ven la lucha contra los cuasi monopolios solo una mera cuestión jurídica y no como una parte esencial de la política económica. Justo lo contrario de lo que hizo el primer Roosevelt frente a todos, cuando desmontó, desde el capitalismo, 'trust' intolerantes con la libertad.

El interés público

De lo que se trata ahora es de permanecer en el poder, como sea, y no de priorizar el interés público. Aun a costa de dejar a una generación de españoles en la estacada con tasas de desempleo y precariedad —un 37% entre los jóvenes de 20 y 24 años y el 25% entre los de 25 y 29— impropias de un país civilizado, sin que ahora se rodee el Congreso o se salga a la calle para protestar por tanta sinrazón. Ahora nosotros somos el poder, y basta.

La política de alquileres es un desastre y el Gobierno lo deja para más adelante; las universidades privadas se están comiendo a las públicas porque se las ha abandonado a su suerte en manos de élites que viven en la endogamia más absoluta, como decía el semanario británico. El sistema fiscal sigue descansando en los asalariados y se busca la solución en la enésima comisión para la reforma de la tributación, como si no estuvieran claras las fuentes de la inequidad: los módulos, que son un nido de fraude que escapa a Hacienda; un deficiente sistema que deja inmunes a los grandes patrimonios escondidos tras sociedades pantalla o, incluso, una reforma en profundidad del IVA para que los pobres no subvencionen a los ricos a través de los tipos reducidos. La pretendida subida de impuestos a las rentas más elevadas es pura filfa. Mero marketing político.

No hay nada detrás. Pura propaganda. Solo la recurrente mirada al pasado —los recortes— para ocultar la carencia de ideas sobre el futuro, lo que explica el auge de un revisionismo histórico infantil y bravucón que solo conduce a la oscuridad y al enfrentamiento inútil en manos de políticos profesionales que han envejecido de forma prematura.

Sepultados, incluso, por un vocabulario político trasnochado que recuerda a aquel Sartre, anciano y vociferante, durante las algaradas del mayo del 68 empeñado en pasar a todos por la izquierda, pero que, en realidad, era ya una sombra chinesca. Un pelele a quien el poder aceptaba como un divertimento.

Los algoritmos a ninguna parte

Ninguna transformación aparece en el anteproyecto de ley de Presupuestos, convertido en una mera hoja de cálculo, sin alma, sin corazón. Y que son, en realidad, un homenaje a la corrección conservadora, sea de derechas o de izquierdas, en materia de política económica, como lo son los algoritmos que rastrean en nuestro pasado, pero que no son capaces de predecir el futuro.

La política de alquileres es un desastre y el Gobierno lo deja para más adelante; las universidades privadas se comen a las públicas

Nada se hace con los inmigrantes sin papeles que viven extramuros de la sociedad y que hacen el trabajo sucio que nadie quiere hacer, pero que tienen derecho a un reconocimiento legal. Ni asoma una nueva política industrial más allá de regar con dinero público sectores que están obsoletos. Ni siquiera se ha puesto a la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (Sepi) a trabajar ofreciendo un renacimiento del sector público eficiente e innovador, que es su papel en una economía de mercado. La célebre destrucción creativa. ¿Es, de verdad, revolucionario, subir el Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM) un 5% después de una década de estar congelado? Es como si se presumiera de tener muchos pobres en lugar de buscar las causas de la pobreza y de sacar pecho, justo, por lo contrario.

Poco se ha hecho. Ninguna impertinencia al sistema económico. Ni hay una evaluación de la eficacia de los programas sociales ni una revisión en profundidad de la política de subvenciones. Ni siquiera se ha buscado una alternativa menos burocrática y farragosa al ingreso mínimo vital que ha llegado a miles de familias que hoy están obligadas a ir a Cáritas o acudir a las colas del hambre como única solución ante el fracaso de un programa esencial en tiempos de crisis.

En su lugar, emerge una especie de tecnocracia de izquierdas, tan inútil como el liberalismo conservador, que es justo lo contrario de lo que necesita una sociedad que cada vez cree menos en las instituciones, y que se desliza por el camino del desencanto. Una oportunidad perdida.

Hace ahora poco más de dos años, 'The Economist', con motivo de su 175 aniversario, publicó un brutal editorial en el que arremetió contra la hegemonía durante décadas de un liberalismo caduco que se había hecho conservador, y que, a la postre, se había sentido "demasiado cómodo con el poder". Como resultado de ello, sostenía el seminario británico, el liberalismo había perdido el "hambre de reforma" que había tenido desde que en la segunda mitad del siglo XVII nació como respuesta al poder absoluto del monarca durante la revolución inglesa.

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