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Sánchez, uno y trino

El presidente del Gobierno empieza a ser la síntesis superadora hegeliana. No dirige el Ejecutivo, sino que media entre sus ministros. El sueño de un presidente emocional.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE)
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Willy Brandt cuenta en sus 'Memorias' una anécdota deliciosa. En 1969, tras romperse la gran coalición que el canciller Kiesinger había forjado tres años antes entre democristianos y socialdemócratas, vio la oportunidad de crear una nueva mayoría parlamentaria ajena a la CDU, quien junto a la CSU bávara había ganado todos los comicios desde que en 1949 Alemania celebrara las primeras elecciones libres tras el horror nazi.

Brandt, probablemente el político más audaz que ha dado Alemania en mucho tiempo, no contaba con mayoría suficiente para gobernar, y en un gesto que refleja su arrojo pactó con los liberales una nueva coalición que significó en aquel momento una ruptura de indudable trascendencia y que, en la práctica, suponía aplicar la nueva política de alianzas del SPD tras abandonar el marxismo en 1959 durante el célebre Congreso de Bad Godesberg. El segundo gran intento de la izquierda europea para ensanchar su base electoral fue el compromiso histórico de Berlinguer.

Lo que cuenta Brandt en sus 'Memorias' es que para vencer las resistencias de los liberales, que habían votado con los conservadores desde 1949, les ofreció una crisis de Gobierno cada seis meses que, por supuesto, estaría pactada. De esta manera, debió pensar el político socialdemócrata, los dirigentes del FDP podrían argumentar ante sus afiliados y votantes que no eran un partido subalterno ni de la CDU/CSU ni de los socialdemócratas, sino que tenían voz propia.

En la política española todo es tan bizarro que las discrepancias internas en el Gobierno se ventilan en público con una crudeza digna de una telenovela

La fórmula funcionó y los liberales no solamente ganaron votos en las siguientes elecciones, sino que el Gobierno de coalición se mantuvo en el poder hasta 1982, cuando Han-Dietrich Genscher, dieciocho años como ministro de Exteriores de Alemania durante los años de la guerra fría, dio un golpe de timón y decidió aliarse con Kohl. Fue el comienzo de una nueva forma de hacer política basada en la creación de líderes fuertes capaces de dirigir un país: Reagan, Thatcher o Mitterand, además del propio canciller alemán.

Un antiguo dirigente del CDS le contó la anécdota al presidente Suárez, quien se quedó con la idea, pero nunca pudo llevarla a la práctica en ese gallinero político que era la UCD. Probablemente, por el déficit de sutileza y finura (la célebre 'manca finezza' que echaba en falta Andreotti) que habita en la política española, donde todo es tan bizarro y hasta primitivo que las discrepancias internas en el Gobierno se ventilan en público con una crudeza digna de una telenovela. Lo que sorprende no es la disputa ideológica, que forma parte del conflicto social y político, sino la trapacería con que se envuelve el discurso político.

Mero tacticismo

El episodio más reciente es el que ha tenido como protagonistas a Iglesias y al ministro Escrivá, pero la estridencia, debido a su continuidad, es habitual en el paisaje político. Hasta el punto de que el líder de Unidas Podemos ha querido construir una estrategia –aunque en realidad habría que hablar de mero tacticismo electoral– en la que unas veces pretende aparecer como Gobierno y otras como oposición.

Obviamente, porque sabe sabe que el ejercicio del poder desgasta, y mucho; y de ahí que se cure en salud intentado crear un perfil propio, lo cual compromete a todo el Ejecutivo. Y lo que es más relevante, condiciona la estabilidad del Gobierno en unos momentos especialmente importantes para la sociedad española en términos sanitarios, sociales o económicos.

Sánchez le deja hacer porque necesita a los diputados de Iglesias para seguir gobernando, pero también porque el tiempo juega en contra de UP

Iglesias va incluso más allá y ha ideado una línea fronteriza entre el poder real (los famosos poderes fácticos) y el poder emanado de las elecciones, lo que le permite, a modo de coartada, justificar los incumplimientos del programa electoral. Es decir, el BOE, viene a decir Iglesias, es insuficiente para transformar la realidad en el sentido que él pretende, lo cual ensombrece la naturaleza del Estado democrático y alienta cualquier teoría de la conspiración. Siempre hay un poder extraño –normalmente emanado de élites espurias– que está detrás del 11-M, de la aparición del coronavirus y, por supuesto, de la subida de la luz, como si el responsable del funcionamiento del mercado eléctrico no fuera el Gobierno de turno.

Contradicciones internas

Pedro Sánchez le deja hacer. Obviamente, porque necesita a los diputados de Iglesias para seguir gobernando; pero también porque el tiempo juega en contra de Iglesias, ya que a medida que avance la legislatura irán explotando todas las contradicciones internas de Unidas Podemos, lo que a larga debería beneficiar electoralmente al PSOE.

El espacio político de UP se irá achicando en la medida en que para muchos de sus votantes –si no observan transformaciones significativas en el corto plazo– la coalición es ya tan convencional como cualquier otro partido de los que fueron llamados a ser sustituidos por fatiga de materiales. Es decir, su mayor riesgo es que interiorice los vicios de la vieja política: falta de transparencia, autoritarismo interno, incumplimiento del programa electoral o, simplemente, el hecho de que se convierta en una coalición tan vulgar como cualquier otra fuerza política, lo cual es duro de reconocer para un líder que quería asaltar los cielos.

Este primer Sánchez condescendiente con Iglesias, pero con mucha mejor relación con los ministros procedentes de Izquierda Unida (no hay que olvidar que tanto Garzón como Yolanda Díaz vienen de otra cultura política vinculada al PCE que no tiene nada que ver con el neopopulismo de izquierdas), no se entendería, sin embargo, sin su perfil 'conservador' en el sentido que dio Felipe González a sus gobiernos a raíz de la huelga general del 14-D y que hizo aflorar las dos almas históricas del PSOE: una corriente más radical (Guerra) y otra más moderada (Solchaga), pero sin la dureza de los años 30.

Las dos almas del PSOE

Como se sabe, a partir de 1988 el expresidente optó por la segunda. Sin duda, porque los jefes de Gobierno saben –Tsipras tardó en reconocerlo en Grecia y al final recapacitó tras la destitución de Varoufakis– que es en la economía donde se juega la legislatura (salvo que la corrupción arruine un Gobierno, como le sucedió a Rajoy); y de ahí que optara por Calviño en lugar, por ejemplo, de Manu Escudero o de cualquier otro dirigente socialista con más arrojo que la actual vicepresidenta.

Es evidente que Sánchez conocía mejor que nadie que con Iglesias en el Gobierno y con competencias directas sobre el área social ahí iba a estar el origen de los conflictos, y por eso no puede sorprender a nadie. Sánchez, sin embargo, necesitaba los votos de UP, pero también cubrir su ala izquierda.

No se puede criticar a Sánchez porque él no hace política, sino que bendice o desautoriza la estrategia de sus ministros

Y no podía sorprender a Moncloa porque de forma deliberada se ha querido construir un presidente emocional –en esto consiste hoy la política diseñada por asesores profesionales– anclado en una falsa dialéctica. Al fin y al cabo, traficar con las emociones es la mejor manera de olvidar no solo los programas electorales, sino también los resultados de determinadas políticas, ya que la memoria política siempre es corta en un mundo donde los acontecimientos se suceden a una velocidad de vértigo.

En esa falsa dialéctica el rigor (Calviño) aparece como la antítesis de lo social (Iglesias), lo cual no solo es un despropósito intelectual, sino que complica la estabilidad del Gobierno. Claro está, salvo que la acción del Ejecutivo se ciñera a un acuerdo de legislatura perfectamente claro y transparente como los que se firman en Alemania, lo que no ha sucedido. Lo pactado siempre está en almoneda en función del estado de ánimo de la opinión pública y de los avatares internos de otros socios de Gobierno.

Esta falsa contradicción, como si la economía no tuviera necesariamente un carácter social, y viceversa, como, por cierto, proclama la Constitución, es la que le permite a Sánchez aparecer como la tercera de las figuras de la santísima trinidad, que al tratarse de un dogma no tiene nada que ver con la razón, sino con la fe, y por lo tanto, no está sujeto a discusión alguna. Y mucho menos a debate en los órganos federales. No se puede criticar a Sánchez porque él no hace política, sino que bendice o desautoriza la estrategia de sus ministros; y el reciente contencioso sobre la reforma de las pensiones –o en el futuro lo que puede pasar con la reforma laboral– es un buen ejemplo.

Es decir, en la medida en la que el presidente aparece como la síntesis superadora de ambas contradicciones, una especie de política hegeliana, aunque más castiza, su imagen tiende a visualizarse ante la opinión pública como árbitro o, incluso, como mediador de la política de sus subalternos. Una veces gana Calviño y otras Iglesias, lo que lo aleja del rifirrafe diario y lo sitúa fuera del escenario de confrontación inherente al conflicto político. En definitiva, uno y trino.

Willy Brandt cuenta en sus 'Memorias' una anécdota deliciosa. En 1969, tras romperse la gran coalición que el canciller Kiesinger había forjado tres años antes entre democristianos y socialdemócratas, vio la oportunidad de crear una nueva mayoría parlamentaria ajena a la CDU, quien junto a la CSU bávara había ganado todos los comicios desde que en 1949 Alemania celebrara las primeras elecciones libres tras el horror nazi.

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