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Pablo Casado, el Partido Popular y los 25 años de la irrupción de Aznar
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Pablo Casado, el Partido Popular y los 25 años de la irrupción de Aznar

El PP anda como pollo sin cabeza. Centrado exclusivamente en los problemas territoriales, ha olvidado convertirse en alternativa. ¿El resultado? Un partido a la deriva

Foto: El presidente del PP, Pablo Casado, con el expresidente José María Aznar. (EFE)
El presidente del PP, Pablo Casado, con el expresidente José María Aznar. (EFE)
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“Una cosa es ser oposición y otra alternativa”, ironizaba hace unos días un veterano político conservador. No le faltaba razón. El caso más evidente ha sido, hasta la irrupción de Aznar, el de Manuel Fraga, a quien Felipe González, en el apogeo de su poder, le regaló el título de jefe de la oposición, más propio de un sistema bipartidista perfecto. Es decir, un reconocimiento formal y vitalicio destinado a recordar que siempre sería el Poulidor de la política, como aquel ciclista francés al que le tocó correr contra dos de los mejores deportistas de todos los tiempos: Anquetil y Eddy Merckx. La estrategia de González, en realidad, era una forma de dejar claro que siempre sería oposición y nunca Gobierno.

No hay ninguna duda de que el Congreso de Sevilla del PP, en 1990 –que supuso la exaltación de Aznar–, lo cambió todo. Y aunque González logró retener el poder en 1993, tres años más tarde lo perdió. Estos días, de hecho, la Fundación Faes celebra diversos actos –sorprendente la escasa implicación del aparato de Génova– para recordar que hace 25 años el Partido Popular ganó por primera vez las elecciones con casi diez millones de votos. Y que cuatro años más tarde volvería a hacerlo, pero en esta ocasión con mayoría absoluta.

Lo que hizo posible el triunfo de Aznar fueron básicamente tres factores: un recambio generacional que arrinconó a la vieja guardia franquista de Alianza Popular tras el experimento Hernández Mancha, el fuerte desgaste de González tras casi 14 años de Gobierno y, sobre todo, el haber identificado (aunque esto siempre es complicado de precisar) un espacio político en el que debía moverse el centroderecha en España en torno a un partido. Liberal en lo económico y conservador para conectar con el electorado clásico de la derecha.

Foto: Sede de Sagardoy Abogados en Madrid.

No hay que olvidar que, al contrario de lo que sucedió en otras democracias durante la primera mitad del siglo XX, España nunca ha tenido un partido conservador claramente hegemónico e integrado, sino que históricamente, ya desde mediados del siglo XIX, la derecha ha estado fragmentada. La última formación que agrupó a la derecha antes de la guerra civil no era ni siquiera un partido. La CEDA de Gil-Robles no era más que una plataforma de fuerzas conservadoras y caciquiles que tenía un carácter defensivo nacida para proteger viejos privilegios, en la mayoría de los casos de carácter regional. Y en cuyo nacimiento nunca estuvo la idea de ofrecer un proyecto de país, sino una oposición frontal a la República. Obviamente, derivada de la enorme polarización política de la España de los años 30.

Vicios de la derecha

La dictadura, como se sabe, liquidó el régimen de partidos; y cuando se convocaron las primeras elecciones democráticas, en 1977, Adolfo Suárez improvisó un partido, la UCD, que en realidad reproducía los viejos vicios de la derecha. Un gallinero de intereses personales donde habitaban democristianos, liberales, socialdemócratas, antiguos falangistas, monárquicos de don Juan y conservadores de toda la vida. La fórmula tuvo éxito pero, como es conocido, reventó tras la dimisión de Suárez.

A la luz de sus dos éxitos electorales, parece evidente que acertó Aznar con su estrategia de unificar el centroderecha en torno a un solo partido abarcando todo el espectro político. Y algo parecido ha intentado Pablo Casado desde que hace casi tres años fue elegido presidente de su partido, desde luego con nulo éxito.

Es verdad que no lo tenía fácil. Al margen de otras consideraciones, parece evidente que el gran error estratégico de Rajoy para los conservadores fue dejar crecer a derecha e izquierda del PP dos partidos que se alimentaban de su electorado. En ambos casos, por un mismo motivo: la cuestión catalana. Ciudadanos creció porque se convirtió en el partido útil del constitucionalismo, lo que llevó a Rivera a dar el salto a Madrid e intentar el sorpaso; y posteriormente, y ante el agravamiento de la situación en Cataluña, Vox pudo capitalizar las tensiones territoriales. Primero en Andalucía, después en las generales y, más recientemente, en Cataluña.

Foto: El líder del PP, Pablo Casado, este martes durante un acto de la campaña del 14-F en Figueres. (EFE) Opinión
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La primera lectura es obvia. El PP no se ha desangrado por la gestión de la crisis económica por parte de Rajoy y es muy probable que ni siquiera la corrupción haya jugado un papel determinante en su descenso a los infiernos, sino que ha sido el problema territorial –en particular, Cataluña– lo que le ha llevado a su actual estado de frustración. De hecho, la moción de censura que defenestró a Rajoy no fue más que una conjura de partidos nacionalistas (el PNV le había aprobado los Presupuestos pocas semanas antes) e independentistas, que vieron una oportunidad histórica para ganar cuota de poder a costa de un PSOE muy debilitado y dispuesto a pactar con quien fuera para llegar a la Moncloa.

Alas a Vox

Parece obvio, por lo tanto, que la fuente de los problemas del PP tiene mucho que ver con la efervescencia que vive este país desde el Estatut catalán, que ha espoleado los conflictos territoriales, ha dado alas a Vox y, paradójicamente, ha sepultado a Ciudadanos, un partido nacido al calor del problema catalán.

Es cierto que la explosión de Vox es también un componente populista propio de este tiempo a rebufo de la era Trump, pero hay razones para pensar que sus votantes no han abandonado al PP por los casos de corrupción o por las dos legislaturas de Rajoy, sino más bien como respuesta a la incapacidad del PP para ofrecer una alternativa territorial –incluso con una nueva política de alianzas– ante el desafío independentista.

No parece, sin embargo, que este asunto esté entre las preocupaciones fundamentales de Casado más allá de verbalizar su oposición a la fractura de España, por otra parte obvia. El líder del PP, como ya hiciera Fraga ante González, sigue limitándose a una estrategia de acoso y derribo de Sánchez, lo cual para sus electores tiene todo el sentido y es coherente en términos emocionales, pero que olvida que lo que llevó a Aznar a ganar dos elecciones fue, precisamente, que no solo fue oposición (el célebre "váyase, señor González"), sino también alternativa. También en el plano territorial, ocupando un espacio político propio y pactando incluso con los nacionalistas moderados.

Foto: El presidente del PP, Pablo Casado. (EFE) Opinión
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O expresado en otros términos, fue capaz de conectar con la realidad de la España de los años 90, que, por razones obvias, era muy diferente a la actual. Tanto por razones demográficas (llegada de una nueva generación de políticos ajenos a la Transición), como sociales y económicas. Incluso distinta por los avances tecnológicos y la globalización, que comenzaban a perfilar un nuevo ecosistema en el mundo del trabajo y de la empresa.

Jugar con fuego

No parece que los nuevos cambios, que se han intensificado en los últimos años por la eclosión de nuevos problemas, estén centrando el discurso de Casado, que ha caído en la trampa de convertir el control parlamentario del Gobierno en un circo mediático. Es más, parece haberse instalado en viejos latiguillos ideológicos que no suponen ninguna alternativa real para muchos de sus potenciales electores, ya sean pequeños empresarios o autónomos preocupados por la competencia (la mayoría de las veces desleal) de grandes corporaciones; trabajadores inquietos por los efectos que tiene la digitalización sobre el empleo; o pensionistas a quienes lo último que preocupa son las guerras culturales, que es el terreno en el que Vox siempre ganará al PP. Máxime cuando desde la Moncloa, precisamente, se diseñan estrategias para favorecer el crecimiento de Vox, lo cual a corto plazo puede ser útil electoralmente, pero una tragedia a largo plazo.

Es una evidencia que los electores siempre prefieren el original a la fotocopia, y un partido con aspiraciones de gobernar no puede entrar en el barro de la política, como ha entendido la CDU de Merkel desde hace mucho tiempo, pese al avance de la extrema derecha en algunos estados del país. Por el contrario, es en la construcción de alternativas donde se juega el partido ampliar el espacio político. La polarización deja huérfanos a muchos electores.

Es en la construcción de alternativas donde se juega el partido ampliar el espacio político. La polarización deja huérfanos a muchos electores

El reagrupamiento de la derecha, de hecho, no vendrá de la mano de fusiones artificiales ‘por arriba’, sino de contenidos programáticos que conecten con los problemas de la sociedad que van mucho más allá que las cuestiones territoriales, por muy relevantes que sean.

Lo mismo que para la estabilidad política del país es una catástrofe la influencia tóxica de todo lo que pasa en Cataluña, también para la derecha supone hoy un hándicap insalvable para ser alternativa. Y mientras se abone ese campo de juego, siempre ganará Vox. Casado solo tiene que mirar a los republicanos de EEUU para comprender lo que sucede cuando un partido es devorado por el populismo y no es capaz de diseñar estrategias de largo plazo ofreciendo alternativas.

“Una cosa es ser oposición y otra alternativa”, ironizaba hace unos días un veterano político conservador. No le faltaba razón. El caso más evidente ha sido, hasta la irrupción de Aznar, el de Manuel Fraga, a quien Felipe González, en el apogeo de su poder, le regaló el título de jefe de la oposición, más propio de un sistema bipartidista perfecto. Es decir, un reconocimiento formal y vitalicio destinado a recordar que siempre sería el Poulidor de la política, como aquel ciclista francés al que le tocó correr contra dos de los mejores deportistas de todos los tiempos: Anquetil y Eddy Merckx. La estrategia de González, en realidad, era una forma de dejar claro que siempre sería oposición y nunca Gobierno.

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