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La revolución silenciosa que está cambiándolo todo

El sistema no da más de sí. Los altos niveles de gasto público revelan las carencias del modelo de liberalizaciones. Las desregulaciones, paradójicamente, han traído más Estado

Foto: El presidente de Estados Unidos, Joe Biden. (EFE)
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden. (EFE)
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Sostenía Adam Smith que cuando se reúne en secreto un grupo de empresarios, comienza la conspiración contra la libertad de mercado. Smith, que era ante todo un moralista, no fue el primero que se mostró a favor del libre comercio, pero sí fue quien lo hizo 'respetable', como lo calificó el historiador Rondo Cameron.

Para entender su posición, hay que comprender el momento histórico en el que vivió. En el siglo XVIII, las prohibiciones y los altos aranceles habían provocado que el contrabando fuera la actividad más lucrativa, lo que reducía tanto los ingresos fiscales del Estado como de los propios empresarios. Es en este contexto en el que el Gobierno británico, presionado por políticos de la talla de Robert Peel, fue el primero en derribar barreras proteccionistas, articuladas en torno a las llamadas Leyes del Grano (Corn Laws), que imponían aranceles sobre los productos importados. Aquel desarme arancelario, como se sabe, está detrás del despegue de Inglaterra a lo largo del siglo XIX, hasta que una nueva potencia, EEUU, emergió tras la Gran Guerra.

Smith, sin embargo, nunca hubiera podido imaginar que el libre comercio, paradójicamente, iba a obligar a aumentar el tamaño del Estado. Hoy, de hecho, y pese a que el desarme arancelario ha alcanzado niveles nunca vistos, lo que en teoría debería animar las transacciones comerciales entre individuos, el peso del sector público en las economías ha superado cotas inimaginables hace 40 años. Justamente, cuando uno de los objetivos de la revolución conservadora de Reagan y Thatcher –además de las desregulaciones, la política de privatizaciones y la lucha contra el poder sindical– era, precisamente, limitar al máximo el papel del Estado en la asignación de recursos en aras de favorecer la libertad individual y el funcionamiento de los mercados. Fracaso total.

Smith nunca hubiera podido imaginar que el libre comercio obligaría a aumentar el tamaño del Estado. Hoy ha alcanzado niveles nunca vistos

En 1980, el gasto social en el conjunto de la OCDE se situaba en el 14,5%, pero en 2019 alcanzó ya el 20%, con cinco países (Francia, Bélgica, Dinamarca, Finlandia e Italia) ya muy cerca del 30%. Hace cuatro décadas, España destinó el 14,9% del PIB, pero hoy roza el 25%, sin tener en cuenta los efectos de la pandemia, que ha obligado a utilizar ingentes recursos. Incluso EEUU y Reino Unido, los adalides de la nueva economía anti-Estado en los 80, han visto como el gasto social ha pasado, respectivamente, del 12,9% al 18,7%, y del 15,6% al 20,6%.

Por encima del 60%

Si el análisis se hace sobre el conjunto del gasto público, el resultado es todavía más llamativo. En 2019, antes de la pandemia, el gasto público en la eurozona fue equivalente al 47% del PIB, con tres países (Francia, Bélgica y Finlandia) por encima del 50%. El año pasado, excepcional por muchos motivos, se superó ya el 60% del PIB en tres países (Bélgica, Grecia, Francia), mientras que en otros diez (entre ellos España) representó más del 50%.

Esto sugiere que el liberalismo, tal y como lo conocemos hoy, lo que ha hecho, paradójicamente, ha sido ensanchar el peso del Estado en la economía y frenar la movilidad social, completamente averiada por la desigualdad de oportunidades. Además de haber favorecido el nacimiento de movimientos populistas que crecen (ahí está el fenómeno Trump) al calor de la precarización y de la liquidación de fructíferos tejidos productivos.

Exactamente lo contrario de lo que se pretendía cuando se tumbaron las barreras comerciales y se hablaba de creación de riqueza sobre la base del libre comercio. Precisamente, porque el sistema económico triunfante desde los primeros 80 ha expulsado de la actividad a millones de trabajadores en Europa –y a sus familias– que ahora necesitan la protección del Estado para sobrevivir. Por decirlo de una manera gráfica, las empresas públicas han desaparecido al calor de las privatizaciones, pero el Estado es hoy más potente que nunca. Fundamentalmente, a través de las regulaciones, pero también porque es el principal sustentador de rentas ante el fracaso del modelo económico, que ya no es capaz de proveer recursos en calidad y cantidad suficiente.

El sistema triunfante ha expulsado a millones de trabajadores en Europa que ahora necesitan la protección del Estado para sobrevivir

Es evidente que también existen razones estructurales vinculadas a fenómenos como el envejecimiento, que impulsa el gasto público, o los mayores recursos destinados a la educación o la sanidad como una obligación de los estados modernos, pero hay pocas dudas de que el peso del sector público en la economía, a través de múltiples formas, tenderá a crecer. Y no solo por una cuestión coyuntural vinculada a la pandemia, sino porque es el propio sistema el que lo empuja en las economías avanzadas. Entre otras razones, porque la arquitectura legal desplegada en los estados democráticos obliga a los gobiernos a cubrir necesidades básicas impensables hace pocas décadas.

Sin embargo, son las condiciones precarias en las que viven hoy millones de personas por culpa de una globalización desequilibrada, y que perjudica a los países cumplidores con el medioambiente o con los derechos laborales, las que explican que los estados tengan que socorrer a sus ciudadanos, ya sea para pagar el alquiler de una vivienda, los libros escolares, las pensiones o el desempleo. O, incluso, la luz, el gas o el transporte público, que son servicios esenciales. El debate sobre las rentas mínimas no es más que la plasmación del fracaso del sistema económico. Se ha acuñado, incluso, el término 'pobreza energética', que es una manera falaz de esconder que en realidad un ciudadano es pobre cuando ni siquiera tiene recursos para pagar la luz o calentar su casa.

Desigualdad

El resultado, con diferentes intensidades en función de la situación de cada país, es muy conocido: ensanchamiento de la desigualdad. No solo en términos de renta o de riqueza, sino también de naturaleza territorial, que es, probablemente, el gran desafío al que se enfrenta el planeta en las próximas décadas como consecuencia del triunfo de los núcleos urbanos sobre los rurales. Precisamente, porque han dejado de ser competitivos. Se pueden echar paladas de dinero sobre determinados territorios, pero todo seguirá igual.

El Estado, incluso, se ve obligado a gastar enormes cantidades del PIB para ayudar a empresas nacionales que no pueden competir en mercados abiertos en los que hay un claro desequilibrio a la hora de producir determinados bienes y servicios. La industria, de hecho, vive hoy en buena medida de las ayudas públicas (de lo contrario se impone la deslocalización) porque si no es así muchos territorios se convertirían en un páramo. Cada vez que cierra una industria (Alcoa, Nissan…) el Gobierno de turno se apresura a recordar las ayudas recibidas.

El 'capitalismo popular' que defendía Thatcher, de hecho, ha devenido en un sistema subsidiado que recuerda más al capitalismo de Estado existente en China. Aquel país de propietarios por el que suspiraba la dama de hierro es hoy el reino de los subsidios. Por el contrario, lo que hay es una carrera a la baja para atraer inversión extranjera, lo que provoca a largo plazo un empobrecimiento general.

El 'capitalismo popular' que defendía Thatcher ha devenido en un sistema subsidiado que recuerda más al capitalismo de Estado existente en China

La paradoja es, por lo tanto, que el mismo sistema que habla de liberalizaciones y de dar mayor relevancia al espíritu emprendedor en los términos en los que hablaba Schumpeter, es el mismo que empuja al Estado –por la precarización de las actividades productivas y porque acepta la competencia desleal– a aumentar de forma extraordinaria su tamaño, con el riesgo que ello conlleva en términos de clientelismo político y de la propia desnaturalización de la democracia. La sociedad existe aunque lo negara Margaret Thatcher.

No se trata del Estado emprendedor, más que necesario en un contexto como el actual de disrupción tecnológica y en el que hay que luchar contra el cambio climático con inversiones que solo se pueden hacer desde el sector público, sino del Estado suministrador de fondos públicos que alimenta el crecimiento de grandes corporaciones, poniendo a su disposición infraestructuras públicas que a la postre benefician a accionistas privados, mientras que muchas pequeñas y medianas empresas quedan al albur del mercado.

El helicóptero está en marcha

El último ejemplo es el de EEUU, donde Biden ha propuesto un Presupuesto federal equivalente a seis billones de dólares, lo que llevaría al máximo nivel desde 1945, tanto en términos absolutos como relativos. Pero es que dentro de una década ya serán 8,2 billones, con escalofriante déficit de 1,3 billones anuales hasta 2031. Básicamente, como se ha dicho, porque en la cuna del capitalismo que conocemos hoy el Estado debe implementar formidables partidas para ayudar a las familias y sostener el empleo. El célebre helicóptero que arroja dólares ya está funcionando desde hace mucho tiempo. La deuda pública, de hecho, se situará en el 117% del PIB en los próximos años, superando, incluso, a los niveles alcanzados durante la II Guerra Mundial. Hay que recordarlo: en la cuna del capitalismo.

La gran paradoja, como dijo hace un cuarto de siglo el sociólogo James Petras, mucho antes de que el precariado se pusiera de moda, y cuando parte de la izquierda no vio el peligro que se venía encima, es que las mayores inversiones de la familia en los hijos no han podido contrarrestar "los efectos retrógrados del sistema económico", lo que ha producido una tendencia general "a la movilidad intergeneracional hacia abajo". Es decir, los altos niveles de educación alcanzados en las sociedades avanzadas no son coherentes con las condiciones de vida y trabajo de millones de personas, lo que interpela la naturaleza del sistema económico más allá de si una política fiscal es mejor o peor por gastar uno o dos puntos más de PIB.

Como dijo en Madrid el economista Paul Collier, la política moderna se ha estructurando en torno a una tensión entre el Estado, por arriba, y el individuo, por abajo, y por medio no queda nada. O casi nada. Las obligaciones no casan con los derechos, en contra de lo que ocurre, por ejemplo, con las cooperativas, y de ahí el auge de las tensiones sociales y del crecimiento del populismo ante el debilitamiento de los sistemas tradicionales de representación. Lo que ha ocurrido recientemente en Chile en torno al debate constitucional lo ilustra perfectamente.

Hacer política social no es gastar más. Lo relevante es atacar las causas que explican que el Estado sea más necesario que nunca

Es curioso, sin embargo, que el debate gire en torno al volumen del gasto público, cuando lo relevante es analizar las causas que explican tanta frustración colectiva y por qué el Estado debe socorrer (y debe hacerlo) a quienes se quedan extramuros del sistema tras quebrarse la solidaridad intergeneracional, que históricamente ha sido la palanca sobre la que ha girado el progreso.

Probablemente, porque una parte de la izquierda ha entendido que hacer política social es gastar más, cuando lo relevante es atacar las causas que explican que el Estado sea más necesario que nunca. Un Estado que nunca tendrá suficientes recursos para cubrir todas las necesidades. En paralelo, la derecha sigue diciendo, cínicamente, que hay que bajar los impuestos, cuando desde la revolución conservadora de los años 80 ha gobernado en múltiples ocasiones y la presión fiscal nunca ha bajado más allá de algún episodio temporal. Precisamente, porque debe cubrir las necesidades sociales. Necesidades que hoy no es capaz de proveer el sistema económico.

No deja de sorprender, por eso, que quienes piden menos peso del Estado o quienes hablan de empoderamiento sean, precisamente, quienes lo alimentan. Es un círculo vicioso.

Sostenía Adam Smith que cuando se reúne en secreto un grupo de empresarios, comienza la conspiración contra la libertad de mercado. Smith, que era ante todo un moralista, no fue el primero que se mostró a favor del libre comercio, pero sí fue quien lo hizo 'respetable', como lo calificó el historiador Rondo Cameron.

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