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El salario mínimo y el malvado chiste sobre los economistas
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El salario mínimo y el malvado chiste sobre los economistas

La cuantía del salario mínimo no es solo una cuestión de naturaleza económica. Es, sobre todo, una decisión política. Tiene que ver con la equidad y con la pobreza laboral

Foto: La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. (EFE)
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. (EFE)
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Se puede estar a favor o en contra de elevar la cuantía del salario mínimo por encima de la productividad o del crecimiento de la economía, pero no hay ninguna duda de que en los últimos años el interés sobre su cuantía —incluso sobre su existencia— no ha dejado de aumentar. Probablemente, como sostiene el Banco de España, porque el salario mínimo influye en casi todos los órdenes de la vida: la desigualdad, el sistema educativo, los flujos migratorios, el consumo y, por supuesto, la justicia social. No es de extrañar, por eso, que en los años dorados de la fe ciega en el mercado muchos creyeran que tendría que desaparecer. Afortunadamente, no fue así.

Al fin y al cabo, y conviene recordarlo, la fijación del SMI es una decisión personalísima del Gobierno de turno, que debe aprobar por real decreto sin encomendarse a nadie, salvo una consulta a sindicatos y empresarios que históricamente ha sido protocolaria. No en vano, es una decisión de carácter político, aunque se tengan en cuenta factores económicos.

Obviamente, hay mayor margen cuando la economía se encuentra en una fase alcista y menor en tiempos de penuria. Pero la última palabra, como se ha dicho, la tienen los gobiernos, que deben valorar, también, las consecuencias sociales que tiene para un país un salario mínimo demasiado bajo o demasiado alto.

Foto: Un grupo de personas accede a una oficina del Inem. (EFE) Opinión

Es decir, hay elementos de economía política que se escapan al análisis meramente técnico, y que tienen limitaciones evidentes. Por ejemplo, las consecuencias que tiene para la economía la existencia de bolsas de pobreza laboral que influyen en el voto: crecimiento del populismo o aumento de la desafección hacia la vida política. O, incluso, el poder de mercado que se da a un empresario que fija las condiciones laborales sin tener en cuenta que un contrato, por su propia naturaleza, es desequilibrado, lo que explica el carácter tuitivo del derecho laboral.

No es de extrañar, por eso, que incluso en EEUU exista un salario mínimo federal (7,25 dólares por hora trabajada). O que la propia OIT (Organización Internacional del Trabajo) cuente desde 1928 —hace casi un siglo— con un convenio que obliga a los países que lo hayan ratificado (entre ellos, España) a contar con un salario mínimo, lo que revela su relevancia.

La naturaleza poliédrica del SMI

Estos extremos, como no puede ser de otra manera, son los que se le escapan al informe del Banco de España, que hace un análisis estrictamente económico, sin entrar, como se ha dicho, en consideraciones de economía política, que es el terreno en el que hay que situar necesariamente el debate sobre el SMI. No es, de ninguna manera, un debate entre expertos. Por decirlo de una manera directa, sin querer trasladarlo al absurdo, son los políticos quienes deciden, no los economistas, aunque tenga que haber, necesariamente, interacción entre unos y otros. Pero el SMI, como dice el propio Banco de España, tiene una “naturaleza poliédrica” que nunca hay que olvidar.

Foto: Oficina de empleo.

Los economistas, por ejemplo, tienen más dificultades que los políticos sólidos para identificar los riesgos asociados a mantener el SMI en niveles muy bajos. Y aunque existen hoy herramientas poderosas para conocer los índices de desigualdad, es a la economía política a la que corresponde valorar y decidir cuál es el nivel ‘aceptable’ de inequidad.

Para un nórdico, es un objetivo estratégico; para un liberal anglosajón (no en el sentido que se da a este concepto en EEUU), sería un coste asumido en aras de ganar competitividad y eficiencia económica. Al fin y al cabo, el concepto de eficiencia está en el origen de la economía clásica, que busca producir bienes y servicios al menor coste posible. Y el salario, como es obvio, es un factor fundamental.

Cuando los salarios son más bajos de lo que corresponde, el Estado se ve obligado a aumentar las prestaciones sociales

La eficiencia, sin embargo, no lo es todo. Y, de hecho, puede ocurrir que algo que es hoy muy eficiente, por ejemplo, mantener muy bajos los salarios para mantener la rentabilidad de una empresa, se convierta a largo plazo en un problema para el conjunto del país. No solo por razones políticas, sino económicas. Cuando los salarios son más bajos de lo que corresponde en un país a tenor de su productividad y nivel de riqueza de sus empresas, el Estado se ve obligado a aumentar las prestaciones sociales, ya sea en pensiones o ayudas públicas. Y, por lo tanto, debe subir la presión fiscal, lo que perjudica a las propias empresas que se han beneficiado de unas retribuciones anormalmente bajas. Un círculo vicioso que se parece mucho a lo que hoy está sucediendo tras cuatro décadas de triunfo de la 'reaganomics'.

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El propio BdE ofrece un dato para la reflexión. Entre 1981 y 2004, el poder adquisitivo del SMI cayó un 14%. ¿Fue una decisión económica o fue, por el contrario, de naturaleza política? ¿Cómo ha influido esa pobreza laboral sobrevenida en el gasto público?

El chiste de economistas

Esta realidad ha sido justificada, a menudo, por razones técnicas, pero lo que había detrás era una decisión política. Entre otras cosas, porque los economistas, cuando hacen estudios sobre una cuestión concreta, en este caso el impacto de la subida del SMI sobre la economía, no tienen en cuenta los efectos a largo plazo. Es decir, la sostenibilidad de esa decisión. Les gustaría hacerlo, pero no cuentan todavía con herramientas analíticas suficientes. "A largo plazo, todos calvos", que decía gráficamente Keynes, por lo que lo único que les queda es ser notarios de lo que ha sucedido, no de sus consecuencias a medio y largo plazo.

Un viejo chiste de economistas sostiene que un economista es alguien que conduce un vehículo mientras observa por el retrovisor los heridos que deja en ambas cunetas. Los propios autores del estudio lo reconocen cuando admiten que “cuestiones como la equidad están fuera del alcance de los objetivos de este artículo”.

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Es por eso por lo que el estudio del Banco de España hay que leerlo con prudencia. Al fin y al cabo, la cuantía del SMI es una decisión política, como lo es, por ejemplo, la cuantía de la pensión mínima del sistema de Seguridad Social. Se entiende que un umbral demasiado bajo abocaría a millones de pensionistas a la exclusión social, de ahí que los gobiernos hayan puesto en circulación instrumentos como los complementos de mínimos, que sirven para que los jubilados no acaben siendo pobres, aunque no hayan cotizado lo suficiente.

Se dirá que eso es posible porque las pensiones dependen del presupuesto público, pero en el caso del SMI son las empresas privadas —principalmente las pequeñas— las que lo pagan. El argumento es sólido, pero los gobiernos cuentan con instrumentos de política económica muy útiles para contrarrestar las externalidades negativas, como les gusta decir a los economistas, de una subida del SMI por encima de la productividad y/o de los beneficios de la empresa.

Los gobiernos cuentan con instrumentos de política económica muy útiles para contrarrestar las externalidades negativas del SMI

Por ejemplo, actuando sobre las cotizaciones sociales o estableciendo salarios mínimos distintos en función del tamaño de las empresas. O, incluso, teniendo en cuenta el coste de la vida en cada territorio. No es lo mismo vivir en un núcleo rural que en Madrid o Barcelona. Como tampoco lo es trabajar para una empresa con media docena de empleados que en una que cotice en el Ibex. O si se trata del primer salario de un joven o de un trabajador experimentado. Es decir, más cirugía y menos martillo pilón.

Esas son, también, decisiones políticas, aunque deban tener, sin duda, una coherencia económica para que no sean descabelladas. Mejor hacerlo ahora que luego ir recogiendo los restos del naufragio en forma de transferencias sociales que convierten a los ciudadanos en súbditos de las ayudas.

Se puede estar a favor o en contra de elevar la cuantía del salario mínimo por encima de la productividad o del crecimiento de la economía, pero no hay ninguna duda de que en los últimos años el interés sobre su cuantía —incluso sobre su existencia— no ha dejado de aumentar. Probablemente, como sostiene el Banco de España, porque el salario mínimo influye en casi todos los órdenes de la vida: la desigualdad, el sistema educativo, los flujos migratorios, el consumo y, por supuesto, la justicia social. No es de extrañar, por eso, que en los años dorados de la fe ciega en el mercado muchos creyeran que tendría que desaparecer. Afortunadamente, no fue así.

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