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La guerra que ya ha ganado EEUU y han perdido todos los demás
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Carlos Sánchez

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La guerra que ya ha ganado EEUU y han perdido todos los demás

La invasión de Ucrania tiene un ganador: EEUU. Rusia es un paria, a China le costará un trozo de la globalización y Europa tendrá que pagar caro su apuesta por la soberanía estratégica

Foto: Joe Biden. (Reuters/Evelyn Hockstein)
Joe Biden. (Reuters/Evelyn Hockstein)
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Ya quedan pocas dudas de que únicamente EEUU ganará esta guerra. No solo habrá conseguido su objetivo de que Europa gaste más dinero en defensa, una vieja reivindicación de Washington en el marco de la OTAN —más insistente desde los tiempos de Trump—, sino que, al mismo tiempo, habrá hecho extremadamente dependiente al viejo continente de su energía. Producida, paradójicamente, por tecnologías como el fracking, tan denostadas en Europa.

Como han puesto de relieve algunos análisis, desengancharse del gas ruso llevará entre dos y cinco años porque antes habría que construir suficientes terminales en ambos lados del Atlántico y, al final de ese periodo, EEUU tendrá la llave del gas. Alemania y otros países europeos, siempre muy reacios a construir ese tipo de instalaciones por razones medioambientales y económicas (son más baratos los gasoductos), tendrán que destinar ahora mucho dinero para crear esas infraestructuras. También la UE, que deberá asumir una doble financiación. Por un lado, tendrá que dotar recursos para costear la transición hacia la descarbonización, pero, al mismo tiempo, y aquí está la ironía, se verá obligada a financiar nuevas infraestructuras para albergar el uso de energías fósiles.

Rusia está condenada al ostracismo y China, volcada en la carrera del gasto militar, perderá porque la guerra es un mazazo a la globalización

La UE, nunca hay que olvidarlo, importa más de la mitad de la energía que consume, lo que cuesta diariamente algo más de 1.000 millones de euros, según un informe del parlamento europeo. El 90% de su petróleo crudo, el 69% de su gas natural y el 42% de su carbón y otros combustibles fósiles vienen de fuera. Además, la Unión Europea continúa dependiendo de países terceros para el 40% del uranio y otros fósiles nucleares. Hay razones para pensar que la Estrategia Europea de la Seguridad Energética (2014) ha fracasado.

Europa perderá, por lo tanto, porque ha cambiado su política de prioridades y tendrá que gastar más en defensa y en seguridad, lo que tiene sin duda un elevado coste de oportunidad, como sabe muy bien Alemania, que desde 1945 ha podido financiar su extraordinario desarrollo sin tener que invertir casi en armamento, como Japón.

Rusia, en el mejor de los casos, estará condenada al ostracismo durante mucho tiempo, y en el peor acabará siendo un satélite de China, algo que habría removido de su tumba al viejo Lenin. También China, volcada en la carrera del gasto militar, perderá porque lo que saldrá de esta guerra es un nuevo zarpazo a la globalización, que es lo que explica su eclosión como potencia mundial.

Cómo desestabilizar el planeta

Y perderá el planeta porque Europa, que ha sido la vanguardia en la lucha contra el cambio climático, ahora estará obligada a invertir en energías fósiles —refinerías, almacenamientos, plantas de regasificación…— para sustituir los hidrocarburos procedentes de Rusia, un país que algunos han despreciado porque era demasiado pequeño para desestabilizar el mundo, lo que refleja muy bien la calidad de sus análisis.

La política de sanciones, por último, que ha emergido como una respuesta a los países 'gamberros' (Irán, Siria, Rusia, Cuba…), y que de alguna manera ha sustituido a la disuasión nuclear, es eficaz para aislar a las autocracias, pero, paradójicamente, es un incentivo para que muchos países potencien el nacionalismo económico por miedo a quedarse sitiados alguna vez por el sistema financiero internacional.

La desconexión parcial de Rusia al sistema de pagos SWIFT puede provocar que algunos gobiernos busquen alternativas para evitar un futuro colapso. También las cadenas globales de suministro tenderán a quebrarse. En definitiva, las economías que se sientan amenazadas por Washington ahora tendrán un claro incentivo para encontrar soluciones nacionales que las alejen del sistema global.

Foto: El presidente de Rusia, Vladimir Putin. (EFE/Alan Santos) Opinión

La consecuencia de estos fenómenos que operan en paralelo explica que el planeta asista hoy a una nueva era marcada por la competencia geopolítica, que no es otra cosa que la consolidación de espacios de influencia con un carácter no solo defensivo, sino también ofensivo en la medida de que se trata de consolidar posiciones y favorecer la autosuficiencia para ser menos vulnerables.

Si la Guerra Fría fue una competencia fundamentalmente ideológica que enfrentó a dos bloques antagónicos, ahora lo que hay es una carrera por ganar influencia a través del comercio y de la inversión, como busca China con su Ruta de la Seda. La asistencia exterior con fines estratégicos y geopolíticos, en línea con lo que significó en su día el Plan Marshall, vuelve a ser la piedra de toque de la política estratégica de las potencias. Tanto de las consolidadas como de las emergentes regionales (India, Sudáfrica o, incluso, Brasil).

El riesgo de la conectividad

El regreso a un mundo multipolar, aunque ciertamente asimétrico porque hay un claro ganador, hará que muchos gobiernos intenten protegerse renunciando a la economía global, lo que históricamente ha sido una fuente de conflictos. La conectividad global, incluso, puede resentirse en la medida en que Internet favorece los flujos de información.

El nacionalismo, que es primo hermano del populismo, no es más que un recurso fácil para resolver problemas complejos. Y en la medida que el mundo se vaya rigiendo por bloques, hay pocas dudas de que las tensiones irán en aumento. Lo que ha demostrado la pandemia y ahora la invasión de Ucrania es que las cadenas de suministro globales están sometidas a un elevado riesgo ignorado durante los años dorados de la globalización, y muchas multinacionales tenderán a refugiarse en sus gobiernos para poder garantizarse el aprovisionamiento, lo que a la postre hará a las economías menos eficientes.

A corto plazo, con las relocalizaciones nacionales, será beneficioso, pero a la larga tendrá costes. Por ejemplo, en la transferencias de conocimientos tecnológicos. El fin de la colaboración espacial con Rusia refleja con nitidez este problema. El CERN (la Organización Europea para la Investigación Nuclear) ha suspendido sus colaboraciones científicas con Moscú, y también lo ha hecho el MIT estadounidense.

Menos integración supone alimentar cadenas de suministro redundantes, menos innovación y un coste difícil de medir en términos de eficiencia

La colisión de intereses, habida cuenta de las nuevas realidades geopolíticas, puede provocar que las empresas no quieran asumir el riesgo intrínseco que contiene formar parte de cadenas de valor globales, toda vez que son propensas a generar cuellos de botella, en particular en países vulnerables. Taiwán, por ejemplo, siempre amenazada por China, es el principal productor de semiconductores del mundo. Las empresas multinacionales tenderán a asegurarse el aprovisionamiento en lugares de mayor confianza con el apoyo de sus gobiernos. Como sucede con cualquier aseguramiento, los riesgos se reducen, pero tiene un coste económico.

Menos integración supone alimentar cadenas de suministro redundantes, menos innovación y un coste difícil de medir en términos de eficiencia porque se resiente la especialización productiva. Los campeones nacionales renacerán como el ave fénix y los gobiernos se verán obligados a proteger a sus élites industriales locales, que ganarán mayor capacidad de presión en defensa de sus intereses. Perderán los consumidores. El argumento de la seguridad nacional ha sido habitualmente el mantra de las autocracias para doblegar al pueblo e intervenir en la formación de precios para favorecer a los grupos con mayor capacidad de presión. Los beneficios del proteccionismo, que también los hay, suelen tener un sesgo en favor de los más poderosos.

Perdedores y ganadores

No es que con la globalización, que alcanzó su punto álgido poco antes de la llegada de Trump, el mundo haya vivido un periodo de euforia. Al contrario. Las continúas crisis que ha padecido el planeta desde que comenzó el siglo —no solo de carácter económico, sino, también, sociales— son fruto de una integración muy desequilibrada en la que ha habido claros perdedores y aventajados ganadores. El ensanchamiento de las desigualdades, la crisis de representación y el resurgir del populismo son herederos de una globalización desordenada y de carácter marcadamente financiero. La integración económica, de hecho, no ha llevado más democracia a China o Rusia, como auguraban los apóstoles de la globalización sin reglas.

Está por ver si la mayor integración europea fruto de la pandemia (fondos Next Generation y un incipiente Tesoro europeo) o de la invasión de Ucrania (posición común sobre las sanciones a Rusia) supone mayor entendimiento o un auge del nacionalismo vinculado a la recuperación del término soberanía, fácilmente manipulable por la demagogia. Claro está, salvo que la propia Unión Europea sea capaz de fortalecer la calidad de sus instituciones políticas, lo que solo se puede hacer a costa de las nacionales, que perderán poder. Algo que necesariamente generará tensiones habida cuenta de que las prioridades presupuestarias de unos y de otros. 'No taxation without representation' (no hay impuestos sin representación), que se decía en el parlamento británico en el siglo XVIII. Los sistemas fiscales, de hecho, son el origen de los estados y los intereses mutuos no tienen por qué ser coincidentes. El mundo es global, pero la gobernanza sigue siendo local.

Si Alemania se ha comprometido a gastar 100.000 millones de euros más en defensa, será más exigente en las políticas fiscales de la UE

Y no hay dudas de que crear casi desde la nada (salvo el caso de Francia) una industria militar europea para cumplir lo que se ha denominado 'Brújula Estratégica' no será barato. Cuando se habla de soberanía estratégica no solo hay que referirse a la defensa o la seguridad, sino también a la seguridad alimentaria, energética y, por supuesto, la que brinda el acceso al suministro de medicamentos, y ahí está la pandemia para demostrar la vulnerabilidad de Europa. Es lo que sucede cuando se quiere ser un actor protagonista en el teatro de la geopolítica. Como muchos han puesto de manifiesto, cambiar el modelo 'just in time', que supone producir en el momento y olvidar los inventarios, y pasar al tradicional sistema de reservas estratégicas, con elevados costes financieros y logísticos, cuesta dinero. Mucho dinero.

Si Alemania se ha comprometido a gastar 100.000 millones de euros más en defensa (el 3% de su PIB), es evidente que será más exigente en el diseño de las políticas presupuestarias de la UE. Tanto a la hora de pedir cuentas sobre los elevados déficits de algunos países como en las políticas de cohesión financiadas con fondos de la Unión Europea para favorecer la cohesión social y territorial.

Y es que la integración regional, como bien se observó durante la crisis del euro, es un pesado paraguas que solo da cobijo a quienes siguen al pie de la letra el camino de los más poderosos. Ante tanto triunfalismo, conviene saberlo antes de que sea demasiado tarde. Como suele decirse, la soberanía tiene un coste, pero también lo tiene cuando se carece de ella.

Ya quedan pocas dudas de que únicamente EEUU ganará esta guerra. No solo habrá conseguido su objetivo de que Europa gaste más dinero en defensa, una vieja reivindicación de Washington en el marco de la OTAN —más insistente desde los tiempos de Trump—, sino que, al mismo tiempo, habrá hecho extremadamente dependiente al viejo continente de su energía. Producida, paradójicamente, por tecnologías como el fracking, tan denostadas en Europa.

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