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Sri Lanka no es un chiste, es una advertencia
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Carlos Sánchez

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Sri Lanka no es un chiste, es una advertencia

Puede parecer un conflicto lejano y aislado, pero lo que sucede en Sri Lanka va más allá de una simple protesta contra un régimen corrupto. Es una advertencia de que la guerra de Ucrania tiene daños colaterales a miles de kilómetros

Foto: Situación de malestar por la crisis política y económica en Sri Lanka. (EFE/Chamila Karunarathne)
Situación de malestar por la crisis política y económica en Sri Lanka. (EFE/Chamila Karunarathne)
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Sri Lanka, la antigua Ceilán, es un pequeño país de apenas 65.610 kilómetros cuadrados —una superficie intermedia entre Castilla-La Mancha y Aragón—, donde se apiñan casi 23,2 millones de personas. Su PIB per cápita se sitúa, según el Banco Mundial, en 3.815 dólares a precios actuales, lo que le coloca en la parte baja de Asia. Su política interna, 75 años después de su independencia de Gran Bretaña, continúa marcada por la guerra civil que asoló el país entre 1983 y 2009.

En los años 70, al calor de los movimientos independentistas vinculados a los procesos de descolonización, impulsados muchas veces por la guerra fría, surgió un movimiento de liberación tamil que pretendía un Estado independiente. Así nacieron los Tigres de la Liberación de Eelam Tamil (LTTE, en sus siglas en inglés), una organización que provocó durante años atentados indiscriminados, lo que alentó, a su vez, una represión extrema por parte del Gobierno de Colombo. Durante la guerra sucia, como acreditó Naciones Unidas, se cometieron en Sri Lanka graves violaciones de los derechos humanos.

Foto: Manifestantes frente a la oficina de Ranil Wickremasinghe, primer ministro y ahora presidente interino de Sri Lanka. (Reuters/Dinuka Liyanawatte)

Con la promesa de acabar militarmente con el conflicto, Gotabaya Rajapaksa fue elegido presidente. Desde el año 2005 su familia ha controlado el poder y la pasada semana, vía Maldivas, se refugió en Singapur para escapar de la ira de un pueblo al que ha dejado en bancarrota.

Los recortes de impuestos previos a la pandemia han generado déficits fiscales superiores al 10% del PIB y la deuda pública ha escalado hasta el 120% del PIB. Sri Lanka, en pleno colapso económico, perdió el acceso a los mercados internacionales de capitales en 2020, lo que ha provocado la práctica desaparición de las reservas de divisas, cuyo tipo de cambio se ha vinculado de forma permanente al dólar, lo que ha encarecido sus exportaciones. La inflación, por último, lleva tiempo por encima de los dos dígitos, en buena medida importada por el alza del crudo y los insumos. El FMI, en su último informe, destaca la alta vulnerabilidad del país al cambio climático y los elevados índices de corrupción.

Conflictividad social

Sri Lanka, que Rajapaksa quiso convertir en un nuevo Singapur, no es un caso aislado. El FMI viene construyendo desde hace años un índice de malestar social (RSUI, por su siglas en inglés) que revela un fuerte crecimiento en Latinoamérica desde la pandemia, aunque ya antes de 2019 se observaba un claro deterioro. La ola inflacionista lo que ha hecho es acelerar esa tendencia y los disturbios son crecientes por el aumento del coste de la vida y por la menor llegada de remesas de emigrantes. Se pone como ejemplo lo que está sucediendo en Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú, aunque no son los únicos países. El malestar social se ha extendido por África, Oriente Medio, amplias zonas de Asia y de una manera más contenida en Europa, donde la conflictividad social y laboral ha ido en aumento en paralelo al crecimiento de la inflación. En algunos sectores han vuelto las huelgas.

No se trata de una interpretación subjetiva de una realidad cambiante. Los economistas Chris Redl y Sandile Hlatshwayo han construido un índice de riesgo de disturbios sociales para 125 países que cubre un periodo de 1996 a 2020 basado en la probabilidad de disturbios a partir de más de 340 indicadores que cubren una amplia gama de variables políticas, financieras, socioeconómicas o de desarrollo. Su modelo ha identificado correctamente dos tercios de los conflictos que iban a suceder, principalmente derivados de los altos precios de los alimentos. Y su conclusión es que los disturbios sociales en un determinado territorio a causa del alza de los alimentos y otros productos básicos tienden a contagiar a los países vecinos. Existe un cierto mimetismo. Su intensidad dependerá, entre otros factores, de la penetración de la telefonía y de la influencia de las redes sociales, que, como en todas las crisis, pueden llegar a tener un efecto determinante.

Foto: Abonos transportes antiguos de la EMT. Opinión
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El interés académico por las consecuencias y las causas de los disturbios sociales no ha dejado de crecer en los últimos años. Sin duda, por su impacto sobre la estabilidad política e institucional, pero también por sus consecuencias sobre el crecimiento económico o sobre la cohesión social. Su utilidad viene dada porque un análisis preciso puede contribuir a la creación de un sistema de alerta temprana que prevea los disturbios sociales, lo que sería un instrumento muy útil para los formuladores de políticas económicas. Es decir, un análisis previo de las medidas a aplicar antes de que sea demasiado tarde.

No está claro que Occidente, cuando quiso dar una respuesta a la agresión de Rusia sobre Ucrania en forma de embargo —una estrategia que no deja de ser una parte de las guerras híbridas—, hiciera una evaluación correcta de las consecuencias que tendría sobre el conjunto del planeta. Es paradójico, en este sentido, que se critique a Rusia por utilizar los hidrocarburos o los fertilizantes como arma de guerra y no se reconozca que también los embargos lo son. El índice de precios de los cereales de la FAO, por ejemplo, se sitúa un 27,6% por encima de su valor respecto de hace un año, mientras los precios internacionales del trigo son un 48,5% más altos que en junio de 2021. El precio de los lácteos, igualmente, es hoy un 25% superior al de hace un año. Son, como se sabe, productos esenciales para una amplia parte de la población.

Un papel subalterno

Todas las guerras, y esta lo es, aunque sea subcontratada, siempre están precedidas de altas dosis de propaganda política. Fundamentalmente, en los países autoritarios o semiautoritarios, en los que las opiniones públicas juegan un papel subalterno. Volverán banderas victoriosas al paso alegre de la paz, que decía el himno fascista español por excelencia.

En principio, no es el caso de Europa. Históricamente, su complejidad social, que es uno de los activos de las democracias liberales, ha hecho posible la existencia de encendidos debates, como no puede ser de otra manera, sobre cuestiones trascendentales, como es, sin duda, una guerra. La Gran Guerra tuvo alrededor un acalorado debate entre intelectuales sobre si se trataba de un conflicto imperialista o no.

En esta ocasión, por el contrario, ha habido una aparente unanimidad, desde luego en los grandes medios de comunicación y en los Parlamentos nacionales, sobre la necesidad de intervenir en Ucrania, aunque fuera de forma indirecta. Pero, conforme pasa el tiempo, todo indica que esa unanimidad se irá disipando en la medida que el conflicto vaya afectando al bolsillo de los ciudadanos.

Foto: Una protesta de refugiados en Idomeni, Grecia, en 2016. (EFE/Nake Batev)

La propaganda, ya se sabe, tiende a perder eficacia con el tiempo, y, pasada la euforia inicial, se están comenzando a romper muchas costuras. Cada vez hay más argumentos para pensar que ni Ucrania está en condiciones de expulsar a los rusos (salvo que el conflicto se internacionalice provocando males todavía mayores) ni la economía rusa ha colapsado. El próximo otoño, de hecho, se presenta como el momento clave, lo cual solo revela que Europa no controla la situación. Si así fuera, el comisario Gentiloni no habría reconocido las verdades del barquero: la llave la tiene Putin y a Europa solo le queda confiar en una victoria en el frente bélico, lo cual no parece hoy probable.

Ya hay pocas dudas de que el manejo del tiempo era una de las bazas del presidente ruso, cuyo interés en prolongar la guerra es evidente porque sabe que las hambrunas en África son una bomba de relojería contra Europa, principal puerto de llegada de la inmigración; mientras que también las propias opiniones públicas europeas tenderán a agotarse en la medida en que la guerra está erosionando de forma formidable su renta disponible.

Se trata, sin duda, de un caldo de cultivo algo más que propicio para aventureros de la política, que pueden encontrar aliados en amplios sectores de las clases medias (es muy probable que Meloni, populista de extrema derecha, gane en Italia si finalmente hay elecciones). Los propios ucranianos que viven fuera de la región del Donbás, incluso, es probable que en algún momento reclamen alguna solución a Zelenski cuando llegue el duro invierno a las estepas del país.

Foto: Presidente de Estados Unidos, Joe Biden. (EFE/EPA/Yuri Gripas Pool)

El tiempo, si Joe Biden, como parece, obtiene malos resultados en las elecciones de medio mandato, también puede jugar a favor de Putin, que ya ha empezado a reclutar batallones de voluntarios preparándose para un conflicto largo, lo cual también tiene efectos adversos para el Kremlin si el conflicto se enquista y consume energías en regiones que ya padecen muchas necesidades y que verán como los hombres jóvenes van a la guerra. Hay una diferencia, Rusia vivía en la autarquía hace apenas 30 años y su población está acostumbrada a las penalidades.

El Instituto para el Estudio de la Guerra (ISW) ha estimado que los batallones estarán compuestos por aproximadamente 400 hombres con edades comprendidas entre los 18 y los 60 años. No se requiere que los reclutas tengan un servicio militar previo y solo se someterán a 30 días de entrenamiento antes del despliegue en Ucrania. Es decir, estamos ante una guerra de desgaste, o de trincheras, como se prefiera, que necesariamente recuerda a otras guerras, también en suelo europeo.

No parece descabellado, por lo tanto, que a estas alturas del conflicto surja la necesidad de una reflexión profunda en Europa sobre si está en condiciones de mantener la actual estrategia durante mucho tiempo. Entre otras razones, porque millones y millones de asiáticos, africanos o latinoamericanos no son capaces de ubicar en un mapa a Ucrania, pero sí saben que una guerra geográficamente muy lejana, que en realidad es un conflicto entre europeos con EEUU como actor invitado principal, es lo que los empobrece y los obliga a emigrar.

Foto: Reunión de Turquía, Suecia y Finlandia para el levantamiento del veto en la cumbre de Madrid. (Reuters/Violeta Santos Moura)

Cada vez hay menos dudas de que los embargos y las sanciones —vea aquí la larga lista de la UE— sirven como terapia de choque para mostrar la indignación ante la comunidad internacional y castigar a quienes vulneran la legalidad, pero, pasado algún tiempo, a medida que las economías de los países se van ajustando a las dificultades y los gobiernos alientan el patriotismo interno frente a la injerencia extranjera, pierden su eficacia y acaban siendo un medio de propaganda más que una estrategia de solución de conflictos.

¿Qué hará Europa cuando ya no haya nada que sancionar? Las represalias que pierden eficacia pueden llegar a reforzar, incluso, a los regímenes a quienes se quiere penalizar. Conviene saberlo. A lo mejor Europa —que no es el agresor, sino el agredido— se está ganando muchos enemigos en medio mundo porque no es capaz de encontrar soluciones para un conflicto para el que no ofrece alternativas. La estrategia actual no funciona.

Sri Lanka, la antigua Ceilán, es un pequeño país de apenas 65.610 kilómetros cuadrados —una superficie intermedia entre Castilla-La Mancha y Aragón—, donde se apiñan casi 23,2 millones de personas. Su PIB per cápita se sitúa, según el Banco Mundial, en 3.815 dólares a precios actuales, lo que le coloca en la parte baja de Asia. Su política interna, 75 años después de su independencia de Gran Bretaña, continúa marcada por la guerra civil que asoló el país entre 1983 y 2009.

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