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Las herencias, el patrimonio y las manos muertas
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Carlos Sánchez

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Las herencias, el patrimonio y las manos muertas

Muerto el perro, se acabó la rabia. Este es el principio que parece inspirar la progresiva liquidación del impuesto del patrimonio y el de sucesiones. El problema es que España se queda sin instrumentos para gravar la riqueza

Foto: El presidente de Andalucía, Juanma Moreno, conversa con la ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE/Ballesteros)
El presidente de Andalucía, Juanma Moreno, conversa con la ministra de Hacienda, María Jesús Montero. (EFE/Ballesteros)
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No hace falta recurrir a una manida frase: los impuestos son el precio de la civilización, para entender que el conflicto social, del cual ninguna sociedad escapa, se dirime en el campo tributario. Incluso, por encima de los salarios, que históricamente han sido el marco de disputa entre capital y trabajo.

Esto, sin embargo, no fue siempre así. El contrato social surgido de la posguerra europea significó un cambio de mentalidad en las élites liberales, que entendieron que la financiación de la educación o de la sanidad a través de los impuestos era un instrumento básico para el orden social. Expresado de otra forma, comprendieron que los impuestos y los sistemas básicos de bienestar social son una intervención necesaria para limitar los fracasos del mercado. La izquierda, igualmente, se plegó a la evidencia y entendió que un sistema tributario justo no podía ser confiscatorio ni tampoco la nacionalización de los medios de producción era el camino.

Las democracias liberales supieron que no solo había que pagar impuestos, que era obvio, sino que había que hacerlo de una manera progresiva

Ya antes, incluso, esas mismas élites, también en EEUU y Gran Bretaña, las dos grandes democracias liberales, comprendieron a principios del siglo XX que no solo se trataba de pagar impuestos, que era obvio, sino que había que hacerlo de una manera progresiva. Es decir, debía gravarse en función de la capacidad económica de cada individuo en aras de lograr la equidad fiscal, que tiene que ver con el reparto equilibrado de las cargas tributarias. Y si alguien tenía mayor capacidad económica era evidente que debía contribuir en mayor medida.

Fruto de ese cambio de mentalidad, muchos países, entre ellos España, aunque tardíamente por la dictadura, incorporaron en sus constituciones (artículo 31 en el caso español) el principio de progresividad, hoy cuestionado por el nuevo orden liberal surgido en los 80 con ideas peregrinas como el 'flat tax', impuestos proporcionales y no progresivos. Y qué es lo que ahora propone Meloni en Italia y en su día sugirió Trump.

Redistribuir la riqueza

No es una renuncia cualquiera. La progresividad, que es lo que hoy se cuestiona en el ámbito patrimonial, fue la respuesta que se dio en las democracias liberales a la acumulación de riqueza. No porque se entendiera que había que acabar con los ricos, sino porque la cohesión social —y para ello es fundamental que los poderes públicos tengan alguna capacidad de redistribuir la riqueza, que no es otra cosa que la renta acumulada en el tiempo— comenzó a formar parte de los principios rectores de los estados democráticos. Algo que explica que la lucha contra la desigualdad excesiva (lo que afecta al crecimiento) forme parte indeleble de las políticas públicas en las democracias más avanzadas, como lo es la solidaridad en el acervo cultural y social de Europa ya desde los lejanos tiempos de la Ilustración.

Es en este contexto en el que hay situar el actual debate sobre la imposición patrimonial. Más allá de cualquier oportunismo electoral, lo relevante es si en medio de un evidente ensanchamiento de la desigualdad, un fenómeno que es global y que se debe a multitud de causas, principalmente la eclosión de la economía financiera y a los avances tecnológicos, se puede dejar fuera del sistema tributario la acumulación de riqueza. O expresado de otra forma, lo relevante es saber si el actual sistema fiscal está en condiciones de hacer cumplir un principio constitucional que no deja lugar a dudas: "Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio".

No parece que ese sea el caso. La apatía de todos los gobiernos de la democracia para poner al día la imposición patrimonial (incluidas las rentas del capital) ha acabado por desnaturalizar y degradar un impuesto que, paradójicamente, nació en 1977, con carácter "excepcional y transitorio", además de exigible "en todo el territorio español", como proclama su artículo primero, y que hoy en la práctica es papel mojado pese a no haber sido derogada la norma.

Foto: El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno. (EFE/Raúl Caro) Opinión

El resultado, como no podía ser de otra manera, es un auténtico caos que impide cumplir el mandato constitucional. Esto es, gravar la capacidad económica del contribuyente que, lógicamente, está ligada a la renta, pero también al patrimonio, que, a su vez, está íntimamente vinculado a las sucesiones y las donaciones en el ámbito familiar. Su desnaturalización ha llegado a tal extremo que hoy, al estar cedido a las CCAA, ni siquiera tiene ese carácter censal que le dio la ley de Fuentes Quintana para perseguir el fraude fiscal. Entre otras razones, porque las agencias tributarias autonómicas y la estatal siguen siendo compartimentos demasiado estancos y cada una de ellas es muy celosa de guardar la información de sus contribuyentes. Sin contar el fraude de ley que supone liquidar por la vía de los hechos un impuesto cedido, no propio.

Muerto y resucitado

La causa de este despropósito tiene que ver, obviamente, con el uso electoralista de los impuestos. No en el sentido político del término (no hay nada más ideológico que los impuestos), sino simplemente con el objetivo de ganar votos sin evaluar sus consecuencias. En particular, los que gravan el patrimonio. Zapatero lo enterró (2008), aunque no hizo nada por derogar la ley, lo que le permitió resucitarlo temporalmente (2011) con un mínimo exento de 700.000 euros. Rajoy lo prorrogó (2013) hasta convertirlo en un impuesto zombi que estuvo siempre en el corredor de la muerte por Hacienda, mientras que Sánchez nunca dijo nada sobre su existencia hasta que descubrió que el Ibex era el enemigo a batir. Feijóo vivió encantado durante tres legislaturas en su Galicia natal con la existencia del impuesto, aunque fuera marginal. Nunca se le oyó criticar a Montoro por la prórroga. En esto, hay que decirlo, Madrid tiene razón.

Todo eso ha sucedido sin un debate de fondo sobre si la fiscalidad patrimonial responde a las necesidades de la economía o si la riqueza acumulada en un contexto de creciente desigualdad contribuye de manera suficiente a la equidad, un principio, como se ha dicho, incorporado en todas las constituciones avanzadas. Y ello, pese a que existen multitud de evidencias de que los estímulos fiscales a través de una reducción de impuestos, desde luego en el corto plazo, son menos eficientes que un incremento del gasto público en determinadas partidas. Rebajar en 50 o 100 euros la factura fiscal suele ser menos productivo que acumular ese dinero y destinarlo a prestaciones que van a disfrutar esos mismos hogares y que, de otra forma, deberían sufragar de su bolsillo. Simple economía de escala y de aglomeración.

La propia Comisión Europea, poco sospechosa de bolchevique, en su reciente informe sobre la fiscalidad europea, advierte de la necesidad de ampliar las bases imponibles a través de un comportamiento "bien diseñado y equilibrado" de los impuestos, incluidos los que gravan la propiedad, la herencia, y las ganancias de capital en aras de generar ingresos y abordar las desigualdades. Entre otras razones, porque eso mejora la movilidad social y supone un incentivo "para que los herederos trabajen y ahorren", como dice la Comisión.

En lugar de hacer reformas en el marco de la financiación autonómica, se ha optado por el muy bizarro: muerto el perro se acabó la rabia

Lo único cierto, sin embargo, es que entre unos y otros —el desmontaje lo comenzó Felipe González en 1991, cuando pactó con la élite de las empresas familiares presionado por CiU vaciar de contenido buena parte de la legislación anterior— han acabado por desnaturalizar la imposición patrimonial en relación a la generación de rentas, que es uno de los asuntos centrales de la fiscalidad del siglo XXI. Sobre todo, como se ha dicho, en un contexto de clara desfiscalización de las rentas del capital y de un peso cada vez mayor de la imposición indirecta, que no es progresiva, sino, por el contrario, neutral o, incluso, regresiva. Se paga lo mismo independientemente del nivel de renta y de riqueza.

Eso quiere decir que en lugar de procurar un debate sosegado sobre el diseño actual de los impuestos patrimoniales, que son manifiestamente mejorables, tanto por la existencia de muchas exenciones no justificadas o por absurdos criterios de valoración de determinados activos, se ha optado por lo más fácil. En lugar de reformarlos en el marco de la financiación autonómica y con criterios de sostenibilidad, se ha optado por el muy bizarro: muerto el perro se acabó la rabia.

A tener en cuenta

El argumento de peso es completamente absurdo: no existe en casi ningún país europeo, lo cual solo es cierto parcialmente. Se olvida que en muchos países existen fórmulas que lo vinculan a la renta o el capital, lo que permite una tributación más justa y equilibrada. Naciones tan liberales como EEUU, Reino Unido o Canadá gravan el patrimonio bastante más que España, como ha puesto de manifiesto la OCDE, que define los impuestos sobre la propiedad —aunque no se llamen del patrimonio— como aquellos que incluyen el uso o su transferencia intergeneracional, incorporando los bienes inmuebles y el patrimonio neto, además de las herencias o las donaciones y las transacciones financieras y de capital. Conviene tenerlo en cuenta.

Si se pudiera crear un modelo capaz de identificar a quién beneficia y a quién perjudica el sistema fiscal, la revolución estaría en marcha

No es el único caso de imposición mal diseñada. Los impuestos anunciados por el Gobierno para gravar los beneficios extraordinarios de las grandes compañías energéticas y los bancos, al margen de su oportunidad, que es un debate distinto, son ejemplos palmarios de que el sistema fiscal está lleno de agujeros.

Si el impuesto de sociedades estuviera bien diseñado, los beneficios extraordinarios derivados del alza de las materias primas energéticas o de la subida de los tipos de interés serían gravados de forma ordinaria y no sería necesaria una legislación extraordinaria. Pero para eso hay que hacer una revisión de la fiscalidad global de España. Lo que ocurre, sin embargo, es que el informe de los expertos duerme en el sueño de los justos y hoy la España política vive un clima electoralista hasta haberse convertido en una enfermedad nacional, lo que hace que cualquier puesta al día del sistema impositivo, incluyendo el patrimonio, sea una quimera.

¿El resultado? Un sistema injusto e ineficiente que está lejos de cumplir el principio constitucional de pagar impuestos en función de la capacidad económica de cada contribuyente. Como sostenía hace tiempo un avispado profesor de economía, si los economistas pudieran crear un modelo capaz de identificar con precisión a quién beneficia más y a quién perjudica el sistema fiscal, la revolución estaría ya en marcha.

No hace falta recurrir a una manida frase: los impuestos son el precio de la civilización, para entender que el conflicto social, del cual ninguna sociedad escapa, se dirime en el campo tributario. Incluso, por encima de los salarios, que históricamente han sido el marco de disputa entre capital y trabajo.

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