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Madrid es el canario en la mina que presagia lo peor
A la sanidad pública se le han empezado a romper las costuras. Las causas son múltiples, pero todas desembocan en lo mismo: Ni la gestión ni la financiación se han puesto al día. Madrid es solo el canario en la mina
Tuvo que ser la irrupción de la pandemia la que abriera los ojos a la opinión pública sobre las insuficiencias de la sanidad pública. El país, como en tantas otras cosas, vivía embelesado con su sistema nacional de salud, sin duda uno de los más eficientes del mundo, aunque gracias, sobre todo, a los bajos salarios que se pagan en el sector en comparación a los países de nuestro entorno. Algo que explica el éxodo de muchos profesionales y la pérdida de talento financiado con los impuestos de todos los españoles.
La pandemia, sin embargo, puso las cosas en su sitio y de pronto el país descubrió sus debilidades. Entre ellas, la alta dependencia del exterior en material sanitario o los problemas de coordinación entre las comunidades autónomas, que son quienes prestan este servicio público. La pandemia, igualmente, también reveló una verdad incómoda: España gasta en salud bastante menos que la media de los países avanzados, lo que ha provocado finalmente una explosión de descontento entre los profesionales del sector. También entre los usuarios, que cada vez exigen una sanidad de mayor calidad y no aceptan largas listas de espera.
Madrid es quien menos gasta en atención primaria (un 10% del presupuesto), siete puntos menos que Andalucía o seis que Castilla y León
No solo en Madrid, donde los problemas son más evidentes por una estrategia deliberada de favorecer al sector privado frente al público, lo cual, dicho sea de paso, es legítimo, y de ahí el deterioro de la asistencia primaria, que es la puerta de entrada, como lo denominó el informe Abril Martorell, al sistema, sino en todas las comunidades autónomas. Madrid, por ejemplo, es la región que menos recursos destina a atención primaria (un 10,6% del presupuesto total), siete puntos por debajo de Andalucía o a seis de Castilla y León (aquí toda la información).
Por el contrario, es la que más dinero destina a atención especializada, casi un 70% de los recursos, lo que puede explicar muchos de los problemas de la sanidad madrileña, volcada en los grandes hospitales (a los que se acude cuando aparecen enfermedades importantes) pero manifiestamente mejorable en asistencia primaria, claramente colapsada, lo que favorece los seguros privados. Está acreditado, sin embargo, que cuando el número de médicos de familia es elevado decrece el gasto total en salud y disminuyen tanto la frecuencia de hospitalizaciones como las consultas médicas especializadas. En una palabra, se reducen las hospitalizaciones evitables.
Parecidos achaques
Todas las CCAA, en todo caso, aunque unas más y otras menos, están aquejadas de parecidos problemas y se encuentran hoy, ciertamente, desbordadas por una nueva realidad vinculada a factores como el envejecimiento y la consiguiente explosión de enfermedades crónicas, el enorme gasto que exigen las nuevas tecnologías y la digitalización de la salud, los nuevos tratamientos farmacológicos o las demandas de formación permanente que requieren los profesionales sanitarios ante el avance de las nuevas investigaciones. Sin incluir nuevos retos como lo que se ha denominado medicina de precisión, que tiene que ver con los procesos de cuidado de la salud a través de la secuenciación del genoma humano, y que requiere de elevados recursos. Una especie de diagnóstico a la carta en lugar de utilizar los valores medios de los pacientes.
Todo ello en un contexto de ausencia de evaluación de las políticas públicas en salud, lo que hace que se cometan errores groseros. Algunos estudios han estimado que el número de años de vejez disfrutados con buena salud en España se ha estancado en los últimos 20 años, lo que afecta a la productividad en un escenario de mayor longevidad.
Al actual modelo, basado más en el tratamiento que en la prevención, se le han roto las costuras, como sucedió con las infraestructuras
Hoy, cerca de la mitad del gasto autonómico tiene que ver con la salud, lo que pone de relieve la dimensión del problema. En muchas ocasiones, espoleado por el Gobierno central de turno, que toma decisiones de gasto —invadiendo la autonomía en competencias— sin aportar una financiación adicional. Como ha estimado el Informe sobre Envejecimiento de la Comisión Europea, el gasto en sanidad y cuidados de larga duración crecerá casi dos puntos de PIB entre 2019 y 2050, lo que muestra que no es asunto menor. Entre otras razones, porque coincidirá en el tiempo con el mayor gasto en pensiones. Tanto la demografía como la dispersión territorial (la población tiende a concentrarse en las grandes ciudades) juegan, por lo tanto, en contra de la calidad asistencial. Obviamente, si no se ponen remedios. Los problemas no caen del cielo.
Hoy lo que sabemos es que al actual modelo, basado más en el tratamiento que en la prevención, se le han roto las costuras, como sucedió en la España de los 80 y primeros 90 con las infraestructuras. El gasto farmacéutico hospitalario, por ejemplo, ha pasado de representar el 21% del gasto farmacéutico público en 2003 a cerca del 40% en la actualidad, y creciendo, como ha estimado la AIReF. Mientras que la inversión en nuevas tecnologías aumenta de forma exponencial en algunas áreas.
Ricos y pobres
Es cierto que no ha colapsado la prestación del servicio, ya que globalmente el sistema de salud funciona, con todos sus defectos, sino que lo que naufraga es su arquitectura institucional, lo que en última instancia deteriora la cohesión territorial y, por ende, ensancha la desigualdad. Hay evidencias de que una mala prestación del servicio en atención primaria tiende a perjudicar a las rentas bajas y medias, mientras que la atención especializada (hospitales) beneficia más a las rentas elevadas. La sanidad, de hecho, es uno de los mejores instrumentos contra la desigualdad habida cuenta de que se trata de una prestación universal desde, al menos, 1986.
El Gobierno debe liderar la modernización del sistema de salud. Entre otras razones, porque lo exige la Constitución
Las causas de este deterioro de la calidad asistencial son múltiples, pero no tienen que ver únicamente con el gasto público en sanidad. Desde luego, insuficiente. También con las deficiencias de la arquitectura institucional de un sistema de salud prematuramente envejecido por ausencia de reformas, como sucede en otros muchos espacios de la acción política. En particular, y dado que el gasto sanitario es determinante en los presupuestos autonómicos, por la obsolescencia del modelo de financiación, inexplicablemente no renovado desde 2014, lo que deja en muy mal lugar a los sucesivos inquilinos de la Moncloa. Y lo que es peor, impide mejorar en la eficiencia de los servicios públicos en un contexto de restricciones presupuestarias a la vista del elevado déficit estructural.
En su lugar, se ha optado por cargar de ideología —en el mal sentido del término— el debate sobre el futuro y el presente de la sanidad, que están estrechamente unidos. Lo más fácil es echar la culpa del empedrado a los comunistas, que también son responsables del cambio climático, según la presidenta de la Comunidad de Madrid.
El aumento del gasto en sanidad durante las próximas tres décadas requiere un nuevo contrato social para evitar los recortes
Es una manera como otra cualquiera de desviar la atención. No solo sobre los problemas de Madrid, que en realidad es el canario colocado en el interior de la mina para que advierta de un peligro inminente: el aumento del gasto en sanidad de manera constante por encima del PIB durante las tres próximas décadas, lo que requiere un nuevo contrato social para evitar, precisamente, los recortes.
Por ejemplo, mejorando los sistemas de coordinación entre los sistemas de salud regionales o, como han reclamado muchos informes, nombrando a profesionales cualificados en los puestos de coordinación y dirección del sistema sanitario y no a conmilitones del partido. Abordando, al mismo tiempo, una modernización de la organización administrativa y territorial del sistema que incluya la solución a problemas estructurales que ahora emergen con crudeza, ya sea una mala o nula planificación de las plantillas (la demografía es una de las variables más fáciles de identificar con una cierta precisión) o la estabilidad en el empleo, una auténtica vergüenza que alcanza a todas las administraciones.
¿Dónde está la ministra?
Se ha optado, en su lugar, por no hacer nada. O muy poco, como se prefiera. No porque los poderes públicos quieran deliberadamente empeorar la salud de los españoles, lo cual sería absurdo, sino por la incapacidad del Ministerio de Sanidad de poner al día el sistema sanitario, cuando es, prácticamente, su única función a la vista de que las competencias están transferidas. De lo contrario, sería mejor cerrarlo.
Parece razonable, por lo tanto, que tenga que ser el Gobierno de la nación quien lidere el proceso de modernización del sistema nacional de salud. Entre otras razones porque lo exige la Constitución, que además de reconocer el derecho a la protección de la salud, obliga a los poderes públicos a "organizar y tutelar la salud pública". No lo hace. Probablemente, porque lo más fácil es echar la culpa a la Comunidad de Madrid, que también la tiene, u otras regiones políticamente rivales. Pero lavarse las manos porque la competencia está transferida es, simplemente, irresponsable.
Claro está, a no ser que se quiera que lo que se denomina pomposamente sistema nacional de salud acabe siendo, en realidad, una mera suma de estructuras asistenciales fragmentadas, sin coherencia ni lógica interna. Una especie de confederación sanitaria más propia de países invertebrados. Si muchos usuarios están descontentos y consideran que merecen más —para eso pagan los impuestos— y, al mismo tiempo, los médicos y enfermeras están en pie de guerra es que algo pasa. ¿Cómo se llamaba la ministra de Sanidad?
Tuvo que ser la irrupción de la pandemia la que abriera los ojos a la opinión pública sobre las insuficiencias de la sanidad pública. El país, como en tantas otras cosas, vivía embelesado con su sistema nacional de salud, sin duda uno de los más eficientes del mundo, aunque gracias, sobre todo, a los bajos salarios que se pagan en el sector en comparación a los países de nuestro entorno. Algo que explica el éxodo de muchos profesionales y la pérdida de talento financiado con los impuestos de todos los españoles.
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