Mientras Tanto
Por
Cuando los sediciosos son (también) los otros
La crisis institucional tiene un origen: la no renovación de los órganos constitucionales. Todo lo demás es poesía. Otra cosa es una discusión sobre si rebajar las penas a los independentistas ayuda a sofocar la cuestión catalana
El exministro socialista Virgilio Zapatero publicó hace ya algún tiempo un delicioso opúsculo que tituló El club de los nomófilos. El texto recuerda que el siglo de las luces no solo significó una explosión del conocimiento, sino que también fue el siglo de las leyes. Las leyes, sostiene Zapatero, eran garantía de la libertad, lo que llevó a los revolucionarios franceses a constituir en una vieja capilla del barrio de Saint-Antoine, en París, el Club de los Nomófilos, es decir, el espacio sagrado de los apasionados de las leyes, que era lo mismo que decir de los amantes del parlamento.
Aquella confianza ciega en la ley era una forma de recelar del papel de los jueces, que hasta ese momento eran quienes aplicaban la voluntad de los monarcas absolutos. En ausencia de un parlamento representativo, eran los jueces quienes decidían de forma arbitraria la libertad y la vida de los súbditos, lo que en última instancia animó a los legisladores a hacer buenas leyes. Al fin y al cabo, el derecho emana del poder. El propio Zapatero lo llamó el arte de legislar, un asunto que siempre preocupó a los pensadores clásicos. No basta con aprobar leyes, sino que además deben ser buenas y justas, tanto en la forma como en el fondo. Es decir, no es suficiente contar con una mayoría parlamentaria suficiente para su aprobación, sino que es imprescindible que atiendan al interés general y que se aprueben conforme a derecho.
Hay razones fundadas para creer que la batería de reformas del código penal anunciadas en las últimas semanas por el Gobierno o por el propio Congreso, al que constitucionalmente se le atribuye iniciativa legislativa plena (artículo 87.1), carece de ese formalismo que toda ley exige. Reformar de forma atropellada 11 artículos del código penal por la vía de urgencia sin la participación de los órganos consultivos del Gobierno o colar mediante enmiendas cambios trascendentes que afectan a cuestiones muy relevantes no es hacer buenas leyes. Es justo lo contrario. Cosa bien distinta es analizar si los cambios legislativos propuestos —en todo caso planteados desde la legalidad— responden al interés general o son, por el contrario, una respuesta fallida a la convivencia, que, en última instancia, es para lo que sirven las leyes. Y aquí, en este punto, está el núcleo del problema.
La cuestión catalana
Más allá de lo más obvio y evidente: la forma torticera en que se pretende aprobar unas reformas ad hoc, lo relevante políticamente es si son, en el caso de la sedición y de la malversación, el instrumento más adecuado para encauzar la cuestión catalana, que sigue ahí como si se tratara de una maldición bíblica, aunque no lo es. Hasta el punto de que muerto el procés, sin embargo, continúa condicionando de forma determinante la vida política.
Reformar de forma atropellada nada menos que 11 artículos del Código Penal por la vía de urgencia es lo contrario a hacer buenas leyes
Sin duda, porque lo que ocurre en Cataluña es un problema del conjunto del Estado y pretender despacharlo, sin más, porque los cabecillas han sido condenados es un disparate. Precisamente, porque es justo lo contrario de lo que busca la política, que no deja de ser el instrumento más útil que nos hemos dado los humanos para ordenar la convivencia y dar solución a los problemas, enquistados o no. Y nunca puede ser una desfachatez alcanzar acuerdos siempre que estos se hagan dentro de la legalidad. De otra manera, se estaría negando la legitimidad a una parte de la soberanía popular.
Y es legal y legítimo, y desde luego constitucional, que el parlamento, que cuenta con iniciativa legislativa plena, tramite las normas que considere oportunas. Exactamente igual que lo hace el Gobierno de la nación cuando envía proyectos de ley al Congreso. Es paradójico, en este sentido, que se vea una traición acordar con ERC una reforma legislativa, que obviamente beneficia a los independentistas condenados, como si el código penal hubiera caído del cielo y no fuera un instrumento para garantizar la convivencia fruto del pacto político o del juego de las mayorías parlamentarias. ¿O es que los cambios que históricamente se han hecho en el Código Penal, por ejemplo los que afectan a materias económicas, no han estado condicionado por intereses de parte?
El código penal está para eso, para responder a las crecientes demandas sociales. Hasta 1995, de hecho, había sufrido pocas reformas, pero desde entonces se han multiplicado los cambios legislativos para atender a demandas que van desde la lucha contra la contaminación, la corrupción, el maltrato a las mujeres o nuevos delitos impensables hace pocas décadas. Precisamente, porque está obligado a plegarse a la realidad social en aras de lograr un objetivo superior. Y esto es así porque las leyes las aprueba el parlamento con criterios políticos y no los jueces, como reclamaban los revolucionarios franceses. Los jueces juzgan, pero no legislan. En eso consiste la separación de poderes.
Muy al contrario, la judicialización de la vida pública, una estrategia perfectamente legítima pero que destruye la convivencia, toda vez que deslegitima la labor del Gobierno de turno, está horadando el valor de la política para resolver el conflicto social. Como escribió en alguna ocasión Gregorio Peces-Barba, parece que al entusiasmo de los nomófilos le ha sucedido el entusiasmo de los judicialistas.
El valor de las leyes
Es evidente que ningún código penal puede resolver el problema de Cataluña. De hecho, con el actual se produjo el procés, lo que relativiza el valor de las leyes para resolver problemas que son de naturaleza política. Este es, probablemente, el mayor error del Gobierno, no haber planteado los cambios legislativos en un marco más amplio (ha buscado excusas en las legislaciones europeas), como es el intento de canalizar el conflicto catalán al menos durante una generación. Justamente lo que se hizo en la Transición tras el regreso de Tarradellas a España. Sin contar, desde luego, el error dramático de los independentistas, incapaces de reconocer que han perdido y que su gran salto adelante ha sido una calamidad para Cataluña.
La judicialización de la vida pública es una estrategia perfectamente legítima pero destruye la convivencia entre los ciudadanos
A veces, sin embargo, desde el constitucionalismo, da la sensación de que se subestima la fuerza con la que cuenta hoy el Estado para resolver conflictos, qué es, precisamente, lo que permitió desarmar el procés y lo que desmiente —con los hechos— la fantasiosa teoría de que a la vuelta de la esquina se proclamará una especie de república confederal de carácter constituyente.
Esa fuerza del Estado es la que hoy, incluso con las reformas anunciadas, sigue intacta para sofocar otro asalto a la legalidad como fue lo que sucedió en octubre del 17. Los instrumentos constitucionales que impiden la ruptura de la unidad de España por la fuerza siguen ahí, independientemente de que se rebajen algunas penas o se elimine el delito de sedición por otro de desórdenes públicos agravados. Entre otras cosas, porque en Europa los pleitos fronterizos han sido hibernados tras los desastres que llevaron a dos guerras mundiales. Cataluña nunca será independiente mientras exista la Unión Europea. Ahí también radica la fuerza del Estado.
La catástrofe, sin embargo, es que todo lo que rodea a Cataluña haya coincidido en el tiempo con la renovación de los órganos constitucionales, lo cual, dicho sea de paso, ha creado una sensación de caos y, al mismo tiempo, una paradoja. Los mismos que acusan a los independentistas de no acatar las leyes son quienes incumplen la Constitución negándose a pactar los nuevos vocales del Poder Judicial o son quienes boicotean el nombramiento de nuevos magistrados del Constitucional. Es decir, una especie de ley del embudo que solo puede degradar la democracia, máxime cuando quienes lo hacen son el principal partido de la oposición, que también tiene obligaciones constitucionales, o vocales que están rozando la prevaricación. O, al menos, la rebeldía institucional.
Los instrumentos constitucionales que impiden la ruptura de la unidad por la fuerza siguen ahí, al margen de que se rebajen algunas penas
Como ha puesto de relieve en este periódico el profesor Francisco J. Laporta, hay en el Código Penal un precepto que condena a inhabilitación a la autoridad que dicte a sabiendas una resolución injusta, pero también penaliza la omisión de una decisión debida. Si una autoridad tuviere la obligación legal de dictar una resolución y, consciente de ese deber, se negara a hacerlo, incurriría en el mismo delito. El Código Penal, por ejemplo, castiga al juez que se niegue a juzgar sin alegar causa legal alguna, es decir, que omita cumplir con su obligación de juzgar. Por acción o por omisión, es el delito que se viene llamando prevaricación.
Dos tropelías
No deja de ser sorprendente, sin embargo, que se ponga el grito en el cielo porque el Gobierno ha elegido a dos ex altos cargos para el TC, lo cual no tiene un pase y debilita la credibilidad del Constitucional y del propio Ejecutivo, y al mismo tiempo se incumple las leyes. Lo primero, sin embargo, es una cuestión de naturaleza política, y es en el ámbito de las elecciones generales donde se debe dirimir, pero lo segundo es un golpe (¿les suena esta expresión?) a la legalidad. Y por eso resulta hasta grotesco que los mismos vocales que se han puesto en flagrante rebeldía legal acusen al Gobierno de cometer un acto inconstitucional con la última reforma que les afecta directamente. Si el parlamento (y no Ferraz o Génova) hubiera elegido sus candidatos al Poder Judicial en tiempo y forma y, posteriormente, los nuevos vocales hubieran elegido los suyos al TC no se estaría hablando ahora de una crisis constitucional. Así de fácil.
Una tropelía, sin embargo, no puede responderse con otra, aunque no son de la misma naturaleza. Es verdad que acabar con las mayorías cualificadas para la renovación de los órganos constitucionales es una pésima decisión porque en última instancia deslegitima la toma de decisiones en asuntos muy trascendentes para el conjunto de la nación, pero tampoco puede salir gratis que el PP se niegue de forma casi delictiva a renovar el principal órgano de gobierno de los jueces mientras reivindica el cumplimiento de la legalidad. Curiosamente, dando argumentos a los independentistas, siempre dispuestos a cuestionar las instituciones del Estado. Empieza a haber razones para concluir que unos y otros se necesitan. Vox es hijo del procés y el PP sabe que ahí está el granero de votos.
El exministro socialista Virgilio Zapatero publicó hace ya algún tiempo un delicioso opúsculo que tituló El club de los nomófilos. El texto recuerda que el siglo de las luces no solo significó una explosión del conocimiento, sino que también fue el siglo de las leyes. Las leyes, sostiene Zapatero, eran garantía de la libertad, lo que llevó a los revolucionarios franceses a constituir en una vieja capilla del barrio de Saint-Antoine, en París, el Club de los Nomófilos, es decir, el espacio sagrado de los apasionados de las leyes, que era lo mismo que decir de los amantes del parlamento.
- El Gobierno tapa la rebaja de la malversación con una nueva pena para cargos públicos B. Parera A. López de Miguel
- Sánchez entrega a Junqueras una malversación a la carta que le acerca a las urnas Iván Gil Marcos Lamelas. Barcelona
- La malversación patriótica y otras joyas Gonzalo Quintero Olivares