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Los filibusteros que arruinaron a Italia y ahora se ensañan con España
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Los filibusteros que arruinaron a Italia y ahora se ensañan con España

La política española se italianiza. ¿La consecuencia? El PIB crece menos y el entramado institucional se deteriora. No habrá solución mientras los dos grandes partidos aborden una reforma territorial

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha a Núñez Feijóo en el Senado. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, escucha a Núñez Feijóo en el Senado. (EFE)
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Al comenzar el siglo, concretamente en el año 2000, el PIB per cápita de Italia (entonces 27.430 euros) representaba el 103,5% de la media de la zona euro; en 2021, sin embargo, la riqueza por cabeza del país transalpino ha caído hasta los 26.700 euros, lo que ahora supone el 86,4% de la eurozona. Es decir, se ha producido un retroceso respecto del núcleo duro de la unión monetaria de 17,1 puntos en solo dos décadas. De tener a tiro de piedra a Alemania y Francia, ha pasado a estar amenazada por Chipre o Eslovenia, que hace 20 años tenían la mitad de su PIB per cápita.

Durante ese tiempo, en solo dos décadas, Italia ha contado con 11 presidentes del Consejo de Ministros. El primero, Massimo D'Alema estuvo en el cargo en dos etapas distintas durante apenas 18 meses, mientras que Giorgia Meloni, la actual primera ministra lleva en el palacio Chigi menos de dos meses. En el interregno, el país ha tenido que echar mano de dos tecnócratas, Mario Monti y Mario Draghi, para formar Gobierno. Ambos fueron elegidos porque el sistema de partidos no fue capaz de encontrar un candidato de consenso.

España ha recorrido el mismo camino hacia atrás que Italia, pero en la mitad de tiempo. Roma ha necesitado dos décadas y España sólo 8 años

Si se echa la vista atrás, desde 1992, el año en que cayó Andreotti, representante de la vieja política italiana hasta la descomposición del sistema de partidos, habría que sumar otros tres primeros ministros (Amato, Ciampi y Lamberto Dini). En total, 14 presidentes del Gobierno en 30 años.

Aunque la correlación no implica causalidad, como bien saben los economistas, parece obvio que la inestabilidad política ha podido contribuir al mal desempeño económico de Italia, de largo el país más castigado desde el nacimiento del euro, lo que se explica, además de por su sempiterna crisis política, porque el modelo de globalización (salvo el caso de Alemania por otras razones) ha castigado especialmente a los países más industrializados. Y el norte de Italia lo ha sido históricamente. Además, lógicamente, de sus importantes debilidades institucionales. La política italiana lleva en su ADN la inestabilidad y por eso vive mejor en el alambre que otros países.

placeholder La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni. (EFE/Fabio Frustaci)
La primera ministra de Italia, Giorgia Meloni. (EFE/Fabio Frustaci)

La fuerza del bipartidismo

Los dos grandes partidos de la Italia de posguerra llegaron a obtener en las elecciones de 1983 casi el 63% de los votos, mientras que en España, que desde 1977 ha tenido un parlamento menos fragmentado pese a su complejidad territorial, la suma del PSOE y del PP ha estado habitualmente entre el 75% y el 80% del voto válido. Incluso en 2008, al comienzo de la anterior crisis, ambos partidos cosecharon el 83,81% del voto, lo que da idea de la fuerza del bipartidismo. Entonces, aquel año, el PIB per cápita real de España —aquí los datos de Eurostat— representaba el 92,1% de la eurozona, mientras que el año pasado su nivel de riqueza relativa bajó hasta el 75,9%. Por lo tanto, un retroceso de 16,2 puntos en apenas 8 años. Es decir, España ha recorrido prácticamente el mismo camino hacia atrás que Italia, pero en la mitad de tiempo (Roma ha necesitado dos décadas).

Como en el caso de Italia, la correlación no implica causalidad, pero también parece evidente que la crisis económica iniciada en 2008 está detrás de la mayor inestabilidad política, lo que se tradujo en la irrupción de nuevos partidos. Desde entonces, en 14 años, y sin contar las de aquel año, se han celebrado cinco elecciones generales. Y lo que no es menos significativo, el consenso entre los dos grandes partidos del sistema parlamentario alrededor de los asuntos de Estado ha reventado. Paradójicamente, solo hubo acuerdo para aplicar el artículo 155 en Cataluña, el asunto que hoy, precisamente, divide con más fuerza al PP y PSOE, además de la renovación de los órganos constitucionales. Sin contar la reforma exprés de la Constitución por imposición de Merkel.

Curiosamente, el sistema de partidos en Italia comenzó a resquebrajarse en la década de los 90, cuando la entonces Liga Norte, además de por la corrupción, ¿les suena?, alcanzó el 10% de los votos prometiendo construir un territorio ficticio denominado Padania. De la misma manera, el bipartidismo español comenzó a crujir en 2015 de la mano de Ciudadanos (un partido que nació en Cataluña) y de Unidas Podemos, cuya fuerza ha estado basada en los territorios mediante las célebres confluencias. Incluso Yolanda Díaz presenta la plataforma Sumar como una miscelánea de territorios: Cataluña (En Comú), Valencia (Compromís), Madrid (Más Madrid)… Sumar no será una marca nacional, como lo pueden ser el PP o el PSOE, sino una mera agregación de partidos regionales.

Ni en Italia ni en EEUU ni en el Reino Unido la batalla se ha trasladado con tanta fuerza a los tribunales de garantía como en España

También los socialistas han situado en el centro de su estrategia política la cuestión territorial. En particular, Cataluña. Detrás de las concesiones a ERC está no solo asegurarse una mayoría en el Congreso, sino desplazar a los republicanos independentistas de la Generalitat convirtiendo a Salvador Illa en el referente del constitucionalismo tras la debacle de Ciudadanos. El PSOE sabe mejor que ningún otro partido que cuando el PSC ha sido fuerte en Cataluña es cuando mejor le han ido las cosas en España, sobre todo ahora que ha perdido Andalucía. El PP, igualmente, sabe que en Cataluña seguirá siendo un partido residual durante mucho tiempo, como lo es hoy en el País Vasco, por lo que su discurso anti soberanista sin ofrecer salidas a la resolución de los conflictos le beneficia en el resto del país. Carece de incentivos para buscar salidas pactadas. Entre otras razones, porque es consciente de que la confrontación del independentismo con el nacionalismo español es el terreno que más favorece a Vox, su máximo rival político, incluso por encima del PSOE. Precisamente, porque ahí está su principal caladero de votos.

El territorio, siempre el territorio

El hecho de que las cuestiones territoriales hayan envenenado la vida pública en España e Italia no es un hecho singular. El populismo ha arraigado con más fuerza en EEUU y Reino Unido también por causas relacionadas con el territorio. En el primer caso, no porque Texas o Florida quieran ser independientes, sino porque tanto Trump como sus seguidores plantean su discurso en torno a la reivindicación de los viejos valores fundacionales de EEUU frente a las grandes urbes cosmopolitas. Nueva York, Los Ángeles o San Francisco frente a la América profunda que recela de los inmigrantes, de la globalización y de los burócratas de Washington. También en el Reino Unido, al margen de Escocia, cuya historia es más compleja, el Brexit se planteó como una batalla cultural más que ideológica entre la vieja Inglaterra frente al cosmopolitismo de Londres, lo que en última instancia era una enmienda a la totalidad a la influencia de Europa sobre el Reino Unido.

placeholder El expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump. (Reuters/Jonathan Drake)
El expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump. (Reuters/Jonathan Drake)

Ni en Italia ni en EEUU ni en el Reino Unido, sin embargo, la batalla se ha trasladado con tanta fuerza a los tribunales de garantía como en España. La renovación de los cargos funciona, con más o menos ruido, pero en ningún caso se ha producido una situación de bloqueo ni de crisis constitucional. Ni siquiera allí donde la polarización política es mayor a causa de fenómenos como el trumpismo.

El origen de los tribunales constitucionales se encuentra, precisamente, en los territorios, toda vez que nacieron como un instrumento para arbitrar controversias en países federales como Alemania y Austria. En el caso alemán (Constitución de 1849) para dirimir controversias entre el Imperio y los estados, y ese es el espíritu que se trasladó a la Constitución de Weimar de 1919. La Constitución alemana de 1949, que es en la que se inspiró la española de 1978, amplía esas competencias, pero lo hace no para convertirse en un poder por encima del parlamento, como a veces de forma temeraria se dice, sino como un contrapoder que marca los límites de la constitucionalidad de las leyes. Una cosa son las leyes y otra el parlamento mismo, cuyas funciones son inalienables.

La insensatez política sale muy cara. Tanto que crea un caldo de cultivo sobre el que germina la barbarie política y la ruina económica

Una mala lectura del significado de este concepto, sin embargo, ha llevado a los partidos —desde luego en el caso de España— a controlar a los tribunales constitucionales como mecanismo de defensa de sus leyes (Polonia o Hungría). O dicho de otra manera, para evitar que el TC controle a los partidos, se ha optado por controlar ellos mismos a los propios TC, lo que a la postre está en el origen del deterioro institucional que vive España, y que de forma complementaria se manifiesta en el incalificable bloqueo a la renovación del CGPJ por parte del PP, lo que aguas arriba, dicho sea de paso, está en el origen del problema. De hecho, lo que está en juego no es tal cuál nombre, ni siquiera el procedimiento abusivo que han elegido el Gobierno y sus socios para aprobar enmiendas muy importantes. Ese es el trampantojo que esgrime Feijóo, sino el control puro y duro del TC, aunque sea a costa de la credibilidad de las instituciones.

La factura de la crisis política

Ni que decir tiene que tanto la cuestión territorial como el buen funcionamiento de los órganos constitucionales no es un asunto baladí. Hay evidencias macroeconómicas, a la vista de lo que ha sucedido en España e Italia en los últimos años, que muestran que la insensatez sale muy cara. Tanto que es capaz de crear un caldo de cultivo sobre el que germinan la barbarie política y la ruina económica.

La judicialización de la vida política, es decir, poner en el centro de la agenda pública cuestiones que el propio sistema debería resolver con naturalidad, es la manifestación más evidente de su fracaso. Cuando no se hace política y se opta por el filibusterismo parlamentario e institucional lo que emerge es la podredumbre. Incluida la del Tribunal Constitucional, que admite a trámite una cuestión cautelarísima, que en principio supone un asunto de urgencia extrema, y posteriormente se da varios días para discutirla y recibir alegaciones, lo cual, además de ser totalmente contradictorio, no deja ser la evidencia más clara de su propia miseria. Lo urgentísimo no admite demoras.

Desde luego que no por su culpa, aunque también, sino porque Feijóo, como su antecesor, ha renunciado a hacer política haciéndola descansar en los tribunales la solución a los problemas territoriales de España sin plantear ninguna propuesta; mientras que Sánchez no acaba de entender que Cataluña es una cuestión de Estado y no un botín electoral cuya resolución (al menos durante una generación) necesita el concurso del otro partido sistémico. Chaves Nogales, en su incontestable ¿Qué pasa en Cataluña? lo describió perfectamente sin conocer la España de hoy: “El separatismo es una rara sustancia que se utiliza en los laboratorios políticos de Madrid como reactivo del patriotismo, y en los de Cataluña como aglutinante de las clases conservadoras”.

Al comenzar el siglo, concretamente en el año 2000, el PIB per cápita de Italia (entonces 27.430 euros) representaba el 103,5% de la media de la zona euro; en 2021, sin embargo, la riqueza por cabeza del país transalpino ha caído hasta los 26.700 euros, lo que ahora supone el 86,4% de la eurozona. Es decir, se ha producido un retroceso respecto del núcleo duro de la unión monetaria de 17,1 puntos en solo dos décadas. De tener a tiro de piedra a Alemania y Francia, ha pasado a estar amenazada por Chipre o Eslovenia, que hace 20 años tenían la mitad de su PIB per cápita.

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