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Lo que esconden las estadísticas laborales y nadie quiere ver
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Carlos Sánchez

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Lo que esconden las estadísticas laborales y nadie quiere ver

Detrás de las estadísticas laborales hay una realidad menos vistosa. La hiperglobalización ha creado un ejército de reserva que explica el malestar social. Principalmente, por la extensión del subempleo

Foto: 2,78 millones de trabajadores están empleados a tiempo parcial, lo que supone el 13,5% de todos los ocupados. (EFE/Mario Guzmán)
2,78 millones de trabajadores están empleados a tiempo parcial, lo que supone el 13,5% de todos los ocupados. (EFE/Mario Guzmán)
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La magia de las palabras ha hecho posible que durante décadas, probablemente desde que la globalización alteró la correlación de fuerzas entre trabajo y capital en los países avanzados, las condiciones de trabajo y, en particular, los salarios hayan ocupado un papel casi irrelevante en el debate público. Sin duda, por la potencia del pensamiento dominante, que ha vendido como modernidad lo que en realidad no lo era.

Hablar de salarios, de trabajadores o de condiciones laborales llegó a considerarse un asunto demodé. En plena era de la sociedad postindustrial lo relevante ya no pasaba por los tajos o los centros industriales. Ni mucho menos por fábricas sucias y contaminantes que necesariamente recordaban a las primeras revoluciones industriales con su penosa fatalidad, sino por algo mucho más líquido y fútil: la creación de un nuevo ecosistema laboral despojado de algún significado económico. Como si conceptos como la calidad del empleo o el reparto de la tarta nacional fueran reminiscencias del pasado.

Bastaba, por lo tanto, que se pudiera comprar barato creando una especie de efecto riqueza

Para que la ecuación fuera un éxito, era condición indispensable una premisa. Los gobiernos deberían garantizar que el flujo mercancías procedentes del exterior llegaba a buen precio gracias a la apertura comercial y a los consiguientes desarmes arancelarios de los países consumidores. Bastaba, por lo tanto, que se pudiera comprar barato creando una especie de efecto riqueza, lo que necesariamente tenía que conducir a desatender la construcción o, al menos, el mantenimiento de un tejido productivo propio. A partir de este razonamiento, el ciudadano, que forma parte indeleble del concepto de democracia, comenzó a convertirse en consumidor o simplemente en cliente, como se prefiera.

Como indudablemente esta estrategia tenía que tener consecuencias sobre el empleo, en particular el industrial, el nuevo paradigma solo podía funcionar a partir de un axioma económico llevado hasta sus últimas consecuencias: solo flexibilizando el mercado de trabajo, adaptándolo a los cambios tecnológicos y a las nuevas condiciones de vida, se podía competir con los nuevos países que han protagonizado el comercio internacional.

Los cisnes negros

El esquema ha funcionado hasta que dos cisnes negros han irrumpido en el escenario mundial: la pandemia y la guerra en Ucrania, fenómenos que aunque tienen algo de disruptivos lo que han hecho, en realidad, es acelerar algunas de las tendencias que ya asomaban antes del covid. El creciente malestar de las clases medias en los países avanzados, bien interpretadas por los populismos, desde luego bastante mejor que por la izquierda convencional, cómodamente instalada en el poder, ha provocado un nuevo escenario que hoy solo acaba de arraigar.

El trabajo vuelve a estar en el centro del debate público, lo que explica el resurgir de las políticas nacionales en aras de evitar un estallido social. Algo que explica el ensanchamiento del Estado de bienestar, que no es, como a menudo se presupone, la causa de los problemas presupuestarios de los gobiernos ni el origen de una estrategia deliberada en favor del clientelismo político, aunque a veces sí lo sea, sino la consecuencia de una megatendencia económica que se ha impuesto en las últimas décadas.

El aumento de la protección social y el consiguiente incremento de la deuda pública, de hecho, tiene que ver con las insuficiencias del sistema económico para asegurar unas mínimas condiciones de vida en democracias avanzadas que por su propia naturaleza están obligadas a evitar la exclusión social y la pobreza, lo que explica, igualmente, que los bancos centrales hayan tenido que engordar sus balances hasta límites impensables hace pocos años. Incluso, financiando los déficits. Precisamente, la estrategia que hasta hace poco se consideraba una herejía económica. El BCE, creado a imagen y semejanza del Bundesbank, ha hecho en los últimos años justo lo contrario de lo que manda la ortodoxia monetaria.

Lo singular es que el nuevo paradigma coincide en el tiempo con unos niveles de desempleo históricamente reducidos

No es casualidad, de hecho, que los enormes volúmenes de deuda pública y privada generada en el mundo (299 billones de euros al acabar el año 2022) hayan corrido en paralelo al éxtasis de lo que muchos han llamado la era de la hiperglobalización, y han sido los bancos centrales quienes lo han financiado. No porque les gustara, sino porque no había más remedio en aras de garantizar el orden social.

Lo singular es que el nuevo paradigma, que ha vuelto a situar el trabajo en el centro de la agenda pública a causa de la inflación, coincide en el tiempo con unos niveles de desempleo en los países avanzados históricamente reducidos. EEUU está cerca del pleno empleo y la Unión Europea a 27 nunca ha tenido menos parados que hoy, lo que les da mayor margen a los bancos centrales para endurecer su política monetaria. La paradoja es que, al mismo tiempo, nunca en nuestra reciente historia el malestar laboral ha sido tan profundo como ahora, y no solo por el reciente proceso inflacionista.

La holgura laboral

Detrás de fenómenos como la Gran Renuncia o el creciente alejamiento de los trabajadores más jóvenes de lo que sucede en sus centros de trabajo —ahí está la baja sindicación para demostrarlo— se encuentra, sin embargo, el malestar con las condiciones de trabajo, que hay que vincular a un término que suelen utilizar los economistas, y que responde al nombre de holgura laboral, con el que se pretende despojarlo de connotaciones ideológicas.

La holgura laboral, sin embargo, y para que todo el mundo lo entienda, significa lo mismo que subempleo, que no solo tiene que ver con los ocupados que trabajan menos horas de lo que les gustaría, sino también con los bajos salarios, con la degradación de las condiciones de trabajo o con la sobrecualificación. Es decir, aquellas situaciones en las que no hay correspondencia entre el empleo y la formación del trabajador, lo que supone un caso claro de ineficiencia económica y de frustración personal y profesional. Pero también con la intensidad del trabajo, que mide cuánto han trabajado los miembros de un hogar en comparación con su pleno potencial.

Foto: Foto: iStock.

Esta holgura laboral, es decir, el subempleo, es la que ha creado un ecosistema laboral que hoy asfixia a las sociedades postindustriales y que es la auténtica dinamita del malestar social. Lo significativo es que la atención estadística no se centra hoy en lo que hay debajo de las cifras de empleo. Es decir, en el interior de las masas de agua subterráneas que mueven el descontento y que no aparecen en la información oficial.

Un reciente estudio de BBVA Research, sin embargo, aporta algo de luz. El estudio abarca un periodo largo, entre 2007 y 2022, y muestra que la duración de la semana laboral media cayó un 5,3%, al pasar de 38,6 horas a 36,8 horas. A priori puede parecer una buena noticia, toda vez que la reducción de la jornada laboral es una de las demandas clásicas de los sindicatos. Pero leyendo la letra pequeña se observa que el descenso más acusado no fue entre los trabajadores indefinidos, lo que podría ser coherente con el hecho de que su capacidad de negociación es mayor y, por lo tanto, están en condiciones de exigir menos horas de trabajo manteniendo el salario, sino entre los temporales, que son, precisamente, los más precarios. Y entre estos, aunque formalmente se trate de un contrato indefinido, destaca el colectivo que abarca a los fijos discontinuos, que trabajaron durante ese periodo un 11% menos de horas de trabajo. No hace falta decir, que menos horas de trabajo equivale a menor salario.

Hombre rico, hombre pobre

Algo parecido sucede con los trabajadores con contrato a tiempo parcial no voluntario, que son la inmensa mayoría. Trabajan a la semana, de media, 20,3 horas, y no es un colectivo cualquiera. Según la última EPA, 2,78 millones de trabajadores están empleados a tiempo parcial, lo que supone el 13,5% de todos los ocupados, y de ellos tres de cada cuatro son mujeres. No es de extrañar, por lo tanto, que quien tiene un contrato de duración indefinida gane un 38% más que quienes lo tiene con duración determinada.

La lectura es diáfana. Los países avanzados, unos más y otros menos, cuentan hoy con un formidable ejército de reserva, utilizando la vieja denominación, sobre el que recaen las crisis, y que hoy estabilizan el mercado laboral cuando surgen los problemas, pero que como no puede ser de otra manera también representas un formidable ejército de reserva para la demagogia y el oportunismo político. Precisamente, por la incapacidad del sistema para la integración del mundo del trabajo. Y la desigualdad laboral entre territorios no es más que una señal de que algo está fallando entre tantas celebraciones.

La magia de las palabras ha hecho posible que durante décadas, probablemente desde que la globalización alteró la correlación de fuerzas entre trabajo y capital en los países avanzados, las condiciones de trabajo y, en particular, los salarios hayan ocupado un papel casi irrelevante en el debate público. Sin duda, por la potencia del pensamiento dominante, que ha vendido como modernidad lo que en realidad no lo era.

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