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La estúpida manía de caer en lo inevitable (y no lo es)
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La estúpida manía de caer en lo inevitable (y no lo es)

No es inevitable que la política caiga partida en dos bloques en la siguiente legislatura. Depende de la voluntad de los partidos para entender que se abre un tiempo nuevo y que hoy los partidos están integrados en el sistema

Foto: Feijóo observa a Sánchez en el Senado. (EFE/Fernando Alvarado)
Feijóo observa a Sánchez en el Senado. (EFE/Fernando Alvarado)
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La lógica política, aunque sería más propio hablar de la lógica electoral, ha hecho que se considere inevitable la configuración de dos bloques —derecha e izquierda— irreconciliables por su propia naturaleza, como el agua y el aceite. Es decir, se asume que cualquier acercamiento entre los bloques, en particular entre los partidos centrales del sistema político, es materialmente imposible y, por lo tanto, solo se puede conseguir mayorías parlamentarias con los partidos situados a la derecha e izquierda del PP y del PSOE.

El término acercamiento no significa, por supuesto, gobiernos de coalición ni mucho menos de concentración nacional, sino simplemente acuerdos transversales para que su aplicación sea más eficaz, habida cuenta de la complejidad administrativa de un Estado ampliamente descentralizado. Por ejemplo, para resolver asuntos tan trascendentes como la política de vivienda, las consecuencias de la sequía o la puesta al día del sistema sanitario, al que se le han roto algunas costuras. Entre otros motivos, porque se trata de asuntos que constitucionalmente implican tanto a las comunidades autónomas como a la Administración central del Estado.

Se es de derechas en la medida que se aborrece a la izquierda, o viceversa, pero sin diferenciar claramente las discrepancias

Es muy conocido que la estrategia de polarización, como se ha puesto de relieve en muchos países, en particular desde la crisis financiera de 2008, suele ser rentable en términos electorales. El populismo lo sabe bien, y de ahí que el marco con el que trabaja pasa por construir una falsa dicotomía: amigo-enemigo, desde un descarado maniqueísmo. O, lo que es lo mismo, todo aquel que no comulgue con mis ideas se considera que no está legitimado para influir en la acción de Gobierno.

La estrategia es, sin duda, atractiva porque incorpora importantes dosis de emocionalidad a la política a través del fomento del sentimiento de pertenencia a un grupo social o ideológico. Incorpora, incluso, un sesgo de confirmación de la conducta de cada elector (como cuando se compra únicamente un periódico para reafirmar una opinión preconcebida) mediante la negación del adversario. Es decir, se es de derechas en la medida que se aborrece a la izquierda, o viceversa, pero sin que el afectado sea capaz de diferenciar claramente las discrepancias, que normalmente son menores de lo que realmente se airea.

Instalados en el sistema

Y esto es así porque el marco jurídico-político en el que se mueve España es el de la Unión Europea, y, por lo tanto, la posibilidad de salirse de ese perímetro es escasa, salvo que se quiera hacer política a extramuros del sistema, lo cual, dicho sea de paso, sería legítimo. Meloni en Italia, y antes Tsipras, en Grecia, lo saben bien. Hasta Marine Le Pen se ha atemperado, mientras que nadie diría hoy que Yolanda Díaz es una roja peligrosa. Todos y cada uno, con sus particularidades, están plenamente instalados en el sistema, que por su propia naturaleza democrática acoge posiciones contrapuestas.

Hablar de la existencia de una falsa dicotomía dialéctica no significa, sin embargo, que no haya diferencias entre derecha e izquierda. Claro que las hay, lo mismo que existen matices internos en ambos bloques. No es lo mismo Vox que el PP, como tampoco lo son el PSOE y Podemos, y ni siquiera estos respecto de Sumar, pero eso no significa que haya posiciones irreconciliables. De hecho, esta es una de las características de las democracias más avanzadas, en las que el enfrentamiento ideológico se diluye, aunque no desaparece, en la medida en que los intereses son más ampliamente compartidos.

Sánchez optó por apoyarse en Unidas Podemos, ERC y Bildu, lo que a la postre ha sido el principal factor de alejamiento del Partido Popular

No ocurre lo mismo en las democracias con comportamientos más tribales, y que en el fondo revelan una insuficiencia de diálogo político. Los jefes de las tribus se consideran garantes de una tradición milenaria, y de ahí que cualquier concesión sea vista como una traición. Trump, por ejemplo, como lo hace la extrema derecha en Europa, se considera heredero exclusivo de la tradición americana, y de ahí el resurgir del America First que ya utilizó el presidente Wilson para retrasar la entrada de EEUU en la Gran Guerra.

El aislacionismo ideológico, sin embargo, tiene importantes consecuencias. En primer lugar, provoca debates estériles e introduce un enorme ruido en la vida política. En segundo lugar, cava trincheras donde muchas veces no las hay, lo que en el fondo es una actitud defensiva, pero, sobre todo, empobrece la agenda pública, lo cual necesariamente beneficia al statu quo en la medida que frena el progreso. Cuando alguien pone sobre la mesa cuestiones de principios, la probabilidad de que haya acuerdos se diluye, porque los principios, como decía Kissinger, no se negocian.

Sánchez, tanto por necesidad como por obligación, optó en la actual legislatura para gobernar por apoyarse parlamentariamente en Unidas Podemos, ERC y Bildu, lo que a la postre ha sido el principal factor de alejamiento del Partido Popular, quien, más allá de las causas últimas que explican su decisión —en esto hay una evidente sobreactuación por razones electorales—, ha construido un discurso sobre la ilegitimidad de la política de alianzas del PSOE. Es evidente que esto ha contribuido a configurar dos bloques perfectamente delimitados en la política española, alimentados, a su vez, por el desastre de Ciudadanos como partido, que inexplicablemente optó por situarse en el bloque de la derecha más extrema, lo que al final le ha llevado a su práctica desaparición.

La nueva mayoría

La cercanía del procés cuando se formó el primer Gobierno de Sánchez (habían transcurrido menos de nueve meses desde la declaración unilateral de independencia y la llegada a la Moncloa del presidente del Gobierno) puede explicar mejor que ninguna otra cosa la oposición del PP a la nueva mayoría. Y también es cierto que incluso dentro del propio PSOE se ha criticado la política de pactos de Sánchez. De hecho, fue el propio Rubalcaba quien habló de Gobierno Frankenstein, aunque ahora no estaría muy claro si mantendría ese juicio habida cuenta de su bien labrado pragmatismo político. La realidad es que hoy dentro del PSOE son pocos quienes cuestionan la política de alianzas de la Moncloa de forma abierta.

Es evidente que también los antecedentes terroristas de algunos de los partidos que componen EH Bildu explican la posición del PP, que siempre ha encontrado una excusa para no pactar, como en ocasiones lo ha hecho Sánchez en la medida en que el Partido Popular se ha apoyado en la ultraderecha para gobernar en el ámbito territorial.

ERC está hoy plenamente instalada en el poder, como también lo está Unidas Podemos, y hacen política, lo cual es de agradecer

Nadie sabe lo que puede suceder en las elecciones generales de finales de año, pero lo más probable es que se repita el esquema. Sánchez ya ha apuntado que su intención es mantener su política de alianzas si alcanza una mayoría suficiente y el PP nunca ha renunciado a gobernar con Vox, lo que significa que se consolida el bibloquismo que ha caracterizado a la política española en la actual legislatura.

El hecho de que el mapa político se articule en torno a dos bloques perfectamente delimitados no es negativo en sí mismo. De hecho, las democracias no se entienden sin antagonismos. El problema se produce cuando, al no existir flujos de entendimiento, aumenta el riesgo de parálisis política, que es justo lo contrario a abordar cuestiones de largo alcance que no tienen que ver con las urgencias del día a día, sino con cambios estructurales para ofrecer soluciones. O es que alguien cree que la sequía en España es un problema solo de este o del anterior Gobierno, o que el deficiente funcionamiento de la Justicia se puede resolver sin el concurso de uno de los dos partidos centrales del sistema. Entre otros motivos, porque el propio texto constitucional incorpora una serie de mayorías cualificadas y muy cualificadas para proceder a cambios estructurales, que son los que permanecen en el tiempo. Nadie podrá decir que hoy la justicia española es mejor que en el pasado por el bloqueo del PP a la renovación del poder judicial.

No parece que ese vaya a ser el camino. Feijóo se equivoca si no asume una realidad palpable. Los independentistas de ERC están hoy plenamente instalados en el poder, como también lo está el mundo de Unidas Podemos, y hacen política, aunque pueda no gustar o no, lo cual es de agradecer. Es, de hecho, lo que se pedía en medio del procés, que se aceptaran las reglas del juego. Es verdad que no renuncian a sus objetivos estratégicos, pero tampoco la Constitución española, que no es militante, se lo exige, y es mejor que estén dentro que fuera del sistema político, como EH Bildu. ¿O es que es mejor la situación anterior? También se equivocará Sánchez y sus socios si creen que pactar con el PP cuestiones que afectan al interés nacional es equivalente a traicionar a su electorado. Solo hay que recordar que la Transición salió adelante, precisamente, con muchos pactos contra natura. Eso es mejor que estar todo el día a la gresca como si la política fuera un campo de fútbol.

La lógica política, aunque sería más propio hablar de la lógica electoral, ha hecho que se considere inevitable la configuración de dos bloques —derecha e izquierda— irreconciliables por su propia naturaleza, como el agua y el aceite. Es decir, se asume que cualquier acercamiento entre los bloques, en particular entre los partidos centrales del sistema político, es materialmente imposible y, por lo tanto, solo se puede conseguir mayorías parlamentarias con los partidos situados a la derecha e izquierda del PP y del PSOE.

Alberto Núñez Feijóo Pedro Sánchez
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