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Doñana, una patada a la inteligencia constitucional
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Carlos Sánchez

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Doñana, una patada a la inteligencia constitucional

Las guerras del agua están servidas si el sistema político no es capaz de abordar una contradicción flagrante: la ordenación del territorio es competencia exclusiva de las CCAA y la gestión de las aguas corresponde al Estado

Foto: Unos flamencos recorren una laguna completamente seca en La Cañada de los Pájaros, en Doñana. (EFE/José Manuel Vidal)
Unos flamencos recorren una laguna completamente seca en La Cañada de los Pájaros, en Doñana. (EFE/José Manuel Vidal)
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El nuevo episodio de estrés hídrico que sufre buena parte de la península, que es una manera amable de denominar a la sequía, solo tiene una virtud: revela el mal uso que a menudo hacen los gestores públicos de la Constitución cuando se trata de materias que afectan al conjunto del territorio, como es el caso del agua, que por su propia naturaleza —es una obviedad— no entiende de fronteras artificiales creadas por la mano del hombre.

También revela la insuficiencia del propio texto constitucional a la hora abordar la ordenación del territorio, que es una cuestión capital en un país que sufre recurrentes tensiones hídricas, pero que al mismo tiempo posee un formidable patrimonio. En España, según el catedrático Antonio Serrano, existen 53 reservas de la biosfera que afectan directamente a dos millones de personas y a más de seis millones de hectáreas, lo que supone el 12% del territorio nacional, lo que da idea de que el problema va mucho más que el conflicto de Doñana.

Foto: Plantas de cebada poco antes de su cosecha en un campo. (EFE/Constantn Zinn)

El caso de las aguas de Doñana, sin embargo, es el más reciente, pero hay muchos más, y, de hecho, son numerosas las sentencias del Tribunal Constitucional en las que llama la atención a los gobiernos autonómicos por tener un sentido patrimonial de los recursos hídricos, lo cual no solo es un insulto a la inteligencia, sino que revela que el populismo no tiene límites, y hasta el agua, un bien escaso, sirve para ganar votos.

Lo singular, en este caso, es que el propio Constitucional ha declarado en repetidas ocasiones (la sentencia más relevante es de 1988) que tanto las aguas continentales superficiales como las subterráneas renovables constituyen un "recurso unitario subordinado al interés general", y, por lo tanto, forman parte del dominio público estatal.

Sin embargo, y pese a esa advertencia, en los últimos años, y como consecuencia de las sucesivas reformas estatutarias, lo que se han denominado estatutos de segunda generación, las comunidades autónomas han asumido la máxima cota de autogobierno en la materia, incluso, como ha apostillado el propio TC, "con algún exceso que ha dado lugar a la pertinente corrección por parte de la jurisprudencia constitucional". Y separar las aguas subterráneas de las superficiales en el entorno de Doñana es tan absurdo como poner puertas al campo.

Un desajuste permanente

El absurdo alcanza cotas inimaginables si se tiene en cuenta que las regiones tienen competencia exclusiva sobre la ordenación del territorio, pero es la Administración central la que regula las aguas, produciendo un desajuste permanente que es fuente de una enorme conflictividad.

Cuando se redactó la Constitución, en 1978, el medio ambiente no estaba entre las prioridades políticas. Aun así, y habida cuenta de la creciente preocupación sobre la contaminación, la española fue de las primeras constituciones que introdujo un artículo (el 45) en el que se dice explícitamente que los poderes públicos velarán por la utilización racional de "todos los recursos naturales". Y hay pocas dudas de que el primer recurso es el agua, un asunto que ya preocupaba a los romanos, que ya hace 2.000 años legislaron para prohibir actividades que pudieran generar daños para la salud pública, como la contaminación de las aguas destinadas al consumo humano.

El TC ha dicho que tanto las aguas superficiales como las subterráneas constituyen un “recurso unitario subordinado al interés general”

El electoralismo, sin embargo, no entiende de estas cosas habida cuenta de que sitúa los intereses propios en el frontispicio de la acción política. Algo que explica que algunos gobiernos autonómicos, que son quienes gestionan las autorizaciones administrativas para la creación de nuevas superficies de cultivo, hayan convertido el agua en una fuente de votos, y nunca mejor dicho. La proliferación de cultivos de regadío (olivo, almendro o viñedos), con sus correspondientes autorizaciones, en territorios que han convivido durante siglos con la sequía, pone de relieve el desatino. Hoy, y tras el aumento desaforado de los últimos años, nada menos que el 28% del olivar es de regadío, situado en su gran mayoría en territorio de enormes tensiones hídricas.

No sin razón, el Constitucional ya declaró nulos los intentos de dos gobiernos de signo contrario, por entonces, los de Andalucía y Castilla y León, de poner bajo su batuta las aguas que forman parte de cuencas que atraviesan varias comunidades. En concreto, las del Guadalquivir y del Duero, lo que hubiera supuesto una especie de compartimentación de las aguas, algo completamente absurdo. El TC, incluso, declaró nula una disposición del Gobierno de Aragón que establecía una reserva hídrica (6.550 hectómetros cúbicos) para uso exclusivo de los aragoneses. Y qué decir del trasvase Tajo-Segura, ideado en tiempos de Indalecio Prieto como ministro de Obras Públicas, pero que a la postre se ha convertido en un conflicto permanente entre territorios porque los presidentes de turno se atan al agua como lo hacía Agustina de Aragón a sus cañones.

Política tóxica

Estas sentencias y otras que van en la misma dirección solo revelan la afloración de un nacionalismo identitario de nuevo cuño —distinto al tradicional que busca levantar fronteras y banderías— que crece sin remedio y que se ha convertido en algo tóxico para la política española.

La respuesta que ha dado el presidente de la Junta de Andalucía a la cuestión de Doñana, sugiriendo la existencia de unas aguas "andaluzas", como si el agua de Doñana tuviera nacionalidad, es el mejor ejemplo del disparate, aunque hay que decir que no es el único que lo esgrime. Lo paradójico, en este caso, es que su Gobierno es quien tiene competencias exclusivas sobre lo que el Constitucional llama policía de aguas para castigar la construcción de pozos ilegales, pero no se hace nada. Obviamente, por razones electorales. Primero se permite que engorde el problema y luego se reclama legalizar a los infractores por razones de subsistencia.

Mientras que los recursos hídricos dependen del Estado, la ordenación del territorio es exclusiva competencia de los gobiernos autonómicos

En definitiva, política de hechos consumados al calor de una flagrante contradicción, como sostiene el catedrático Leandro del Moral, uno de los mayores expertos del país. Mientras que los recursos hídricos que discurren por dos o más comunidades autónomas dependen del Estado, la ordenación del territorio, como si no tuviera nada que ver una cosa con la otra, es competencia de los gobiernos autonómicos, que, en el caso de Doñana, ha habilitado la creación de núcleos de regantes que antes no había.

Es probable que el origen del contencioso nazca de la existencia de una legislación insuficiente, de carácter dual, que impide asegurar que sea el Estado (con la participación de los territorios en la configuración de las correspondientes confederaciones hidrográficas) quien deba gestionar en exclusiva las aguas con criterios unitarios. Entre otras razones, como muchas veces se ha dicho, porque en el futuro, en un contexto de cambio climático (que en el caso de España se suma a la pertinaz sequía), el agua estará en el centro de las disputas políticas y necesita planificación, lo que exige diálogo entre las diferentes administraciones.

Un asunto de Estado

Pensar que asuntos como el agua o la vivienda se pueden afrontar de forma unilateral es como creer que España tiene algo que decir en la carrera espacial. Y el presidente del Gobierno comete un grave error utilizando el agua en sus mítines políticos si en paralelo no hace nada para tratar el problema de la sequía como un asunto de Estado. Tiene razón Feijóo cuando reclama un pacto nacional que la Moncloa no debe rehusar.

Tiene razón Feijóo cuando reclama un pacto nacional sobre la sequía y los recursos hídricos que la Moncloa no debe rehusar

La disputa política por el agua solo ha comenzado y, de hecho, la gestión de los recursos hídricos es hoy una de las cuestiones de mayor litigiosidad entre las regiones y la Administración central. También entre las propias CCAA: La Rioja contra Aragón, o Castilla-La Mancha contra Murcia. Todas y cada una consideran que el agua es suya y de nadie más, como si la naturaleza hubiera distribuido los caudales con criterios de oportunidad política.

El propio Constitucional ha advertido en alguna ocasión que el actual reparto de competencias entre el Estado y las CCAA —el primero controla las aguas que transcurren por varias comunidades y estas tienen competencia sobre las que discurren únicamente por su territorio— carece de sentido. El TC, incluso, ha sostenido que "es dudoso" que, con la actual legislación, España pueda cumplir los objetivos de la Directiva marco del agua, que es la respuesta de la UE a un problema que irá creciendo con el tiempo. Simplemente, porque se ha quebrado el principio de unidad en la administración de un recurso escaso, como es el agua, por ausencia de una suficiente planificación hídrica.

No parece razonable que las comunidades autónomas puedan prometer la llegada de agua de regadío a los agricultores, ya sea por razones electorales o como estrategia de desarrollo, cuando es al Estado a quien corresponde garantizar el interés general. Y hay pocas dudas de que Doñana, uno de los principales humedales de Europa, es un asunto de Estado.

El nuevo episodio de estrés hídrico que sufre buena parte de la península, que es una manera amable de denominar a la sequía, solo tiene una virtud: revela el mal uso que a menudo hacen los gestores públicos de la Constitución cuando se trata de materias que afectan al conjunto del territorio, como es el caso del agua, que por su propia naturaleza —es una obviedad— no entiende de fronteras artificiales creadas por la mano del hombre.

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