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¿Qué es el sanchismo?
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¿Qué es el sanchismo?

El sanchismo no existe. Es una invención. La introducción en el debate público de conceptos más propios de sistemas políticos autoritarios abre la puerta a una degradación de los valores constitucionales

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el mitin de Murcia de ayer. (EFE/Marcial Guillén)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el mitin de Murcia de ayer. (EFE/Marcial Guillén)
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Tras la matanza de Tiananmen, y a la vista de que pocos escritores e intelectuales españoles de izquierdas se habían movilizado contra la brutal represión, Jorge Semprún hizo unas declaraciones manifestando su contrariedad. Fernando Arrabal, que ya no respiraba por la izquierda, se dio por aludido, y en una divertida carta que publicó El País, entonces polémica, justificó su silencio en que tenía miedo.

"Me he callado por miedo. No es que me asusten, desde mi nido occidental, los tanquistas de Deng Xiaoping ni los paredones de Castro", le dijo Arrabal a Semprún, aunque "debo reconocer", continuó, "que cuando un totalitario, fascista o de la acera de enfrente amenaza con partirme la cara suelo responderle: 'No es necesario, ya me la parto yo, al tiempo que airosamente me administro un cachete'".

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, acompañado de varios presidentes autonómicos. (EFE/Javier Belver)

El propio Arrabal reconocía en su carta que, en realidad, lo que asustaba eran las represalias por ejercer su libertad, ya que cualquier pronunciamiento público estaría seguido de todo tipo de improperios: "Agente de la CIA", "nazi" o "aliado objetivo del fascismo". Arrabal achacó ese comportamiento fanático a los que llamó los "Pérez", gente "tan insignificante" como los inquisidores del siglo XVII o los censores de los años cuarenta. "¿Quién recuerda sus nombres?", se preguntaba en el escrito.

Los "Pérez", lejos de desaparecer a medida que se ha ido consolidando la democracia, siguen pululando por el espacio público, lo que explica la profusión del insulto como arma política. Sin necesidad de retrotraerse al célebre "renegado Kautsky", hoy la descalificación del adversario político a través del insulto se ha convertido en un lugar común, lo cual tiene, al menos, un doble efecto. El primero, degrada la política, que es el espacio de confrontación donde se dirimen los distintos intereses de la cosa pública; mientras que el segundo convierte a la política, a través de su personalización, en un debate sobre nombres, fulanito o menganito, que es justo lo que no ayuda a entender fenómenos necesariamente complejos como son los comportamientos políticos y sociales. Ni que decir tiene que el insulto se dirige a las personas, no a las organizaciones.

'Sanchismo' y 'ayusismo'

La razón es evidente. A medida que los medios de comunicación de masas han ganado importancia en el debate público, es más eficaz —y por eso lo recomiendan los asesores— simplificar el mensaje político hablando en primera persona de Pedro Sánchez, de Feijóo o de Isabel Díaz Ayuso, lo que ha derivado en una especie de confrontación nominalista. No se discuten sus respectivas políticas, lo que exige una mínima capacidad analítica y un volumen de información suficiente, sino que lo relevante es la personalidad de ambos. Se habla así de ayusismo o de sanchismo, como si detrás de ambos protagonistas no hubiera nada y sus respectivos partidos carecieran de identidad.

Sorprende que el apelativo se haya utilizado prácticamente desde el primer día, sin esperar a que haya transcurrido un largo periodo

El caso del sanchismo —casi siempre utilizado de forma despectiva— es el más evidente. Y lo es, sorprendentemente, porque el apelativo —Feijóo habla de derogar el sanchismo como si se tratara de un sistema autoritario— se ha utilizado prácticamente desde el primer día en que llegó a la Moncloa, utilizando legítimamente un instrumento constitucional como es la moción de censura.

No hay que ser ningún experto en ciencia política, sin embargo, para entender que la introducción de un sufijo en el apellido de Pedro Sánchez debería estar en consonancia con largos años de mandato, pero no es así. Casi desde el primer día se habló de sanchismo, lo cual no deja de ser una paradoja e, incluso, una contradicción semántica. El concepto de felipismo se consolidó después de muchos años ejerciendo el poder, y qué decir del franquismo, que necesitó largos años de dictadura. También el pujolismo exigió más de dos décadas de hegemonía nacionalista. Hoy, de hecho, nadie habla de aznarismo, pese a que el expresidente residió ocho años en la Moncloa, bastante más de lo que lo ha hecho hasta ahora Sánchez.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo) Opinión
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La rapidez con la que se introdujo el término sanchismo en los medios de comunicación y en el debate político puede obedecer al hecho de que Sánchez rompió con un presunto pensamiento orgánico del partido socialista que se consideraba inquebrantable, una especie de línea roja inmutable, y que se resume en la célebre coalición Frankenstein de la que habló Rubalcaba. Entonces nació la idea de que el PSOE en manos de Sánchez —lo cual es totalmente cierto en términos orgánicos— y tras pactar con ERC y Bildu, llevaría indefectiblemente a configurar una mayoría hegemónica durante muchos años.

Así nació el llamado sanchismo, un apelativo sin duda eficaz en términos de mercadotecnia política, toda vez que al añadir el sufijo se da la impresión de que estamos ante un político autoritario que necesita años para consolidarse y que no se conformará con los cuatro años de rigor. De hecho, en algunos sectores se ha instalado la idea de que las próximas elecciones generales pueden estar amañadas a través de Indra o que el actual PSOE acabará por consumar la ruptura de España, entregando el País Vasco a Bildu y Cataluña a los independentistas. La estrategia es evidente: se trata de convertir unas elecciones generales en un plebiscito sobre la figura del presidente del Gobierno. Por cierto, el instrumento preferido de los dictadores, que llaman a las urnas solo para refrendar sus propias leyes.

La demolición del Estado

La presunta demolición del Estado, hay que decirlo, es un pensamiento lógico si se tiene en cuenta que para que se materialice el concepto de sanchismo se necesitan muchos años y eso exigiría, incluso, una mutación constitucional de indudable trascendencia.

Lo que se llama sanchismo, sin embargo, es mucho más modesto. El presidente del Gobierno es, simplemente, un superviviente que ha hecho de la necesidad virtud pactando con quien sea para lograr unos determinados objetivos, lo cual, dicho sea de paso, está en la naturaleza de la política. Lo contrario es la antipolítica, que supone la construcción de falsos imaginarios con el objetivo de polarizar a la sociedad. Sánchez, de hecho, y si aciertan las encuestas, es probable que sea desalojado de la Moncloa por medios democráticos, lo cual tiene un nombre que todo el mundo conoce: alternancia, sin la que no existe democracia.

Si eso ocurre, habrán sido cinco años del llamado sanchismo. No parece mucho tiempo para construir un Estado a la medida del dictador, ni mucho menos una corriente de pensamiento capaz de aparecer en los manuales de ciencia política.

Sánnchez es, simplemente, un superviviente que ha hecho de la necesidad virtud pactando con quien sea para lograr determinados objetivos

Lo que ha cambiado, y aquí está la naturaleza del llamado sanchismo, es lo que un clásico denominaría condiciones objetivas. La España políticamente fragmentada de hoy no tiene nada que ver con la de antes de 2015, que es cuando comenzó un nuevo ciclo político que todavía hoy subsiste. Un nuevo ciclo que exige una nueva política de alianzas en aras de garantizar la gobernabilidad del país, y el propio Partido Popular, si alcanza la mayoría, lo podrá comprobar en carne propia, como le sucedió a Aznar en 1996 tras el ocaso —ahora sí— del felipismo, que fue capaz de articular durante cuatro legislaturas una nueva mayoría social.

También ha mutado, y en esta ocasión en la mala dirección, la forma de hacer política. Su personalización —y por eso se habla de sanchismo y no de Sánchez— ha construido figuras antagónicas —Biden vs. Trump o Lula vs. Bolsonaro— lo que hace que la capacidad de entendimiento se reduzca a mínimos. Y para que esa personalización sea efectiva es necesario poner nombres que lleguen a mucha gente. La parte positiva es que, de esta manera, la participación en la vida pública se simplifica; la negativa es que la política se convierte en un festival de protagonismo. Lo importante, según ese razonamiento, es el quién, no el qué. Hablar de Sánchez tiene menos fuerza política que hablar de sanchismo, que introduce una carga de profundidad sobre la naturaleza de su mandato.

La política pop

El resultado de tanto personalismo es que a Sánchez, también a Ayuso, se les presenta ante la opinión pública —porque ellos lo han querido y sus asesores han abusado hasta la obscenidad de eso que se ha llamado política pop, que se basa en construir candidatos muy populares— como el agua y el aceite. Muchas veces de forma artificial, cuando ambos actúan en el marco de la Unión Europea, que es la que marca el perímetro de sus respectivas políticas. Esta, de hecho, es una de las causas de la polarización, ya que es más difícil poner de acuerdo a personas artificialmente enfrentadas que buscar soluciones consensuadas a la luz de argumentos técnicos y a partir de propuestas conocidas por la opinión pública.

Mejor utilizar la ironía para evitar que la política se acabe convirtiendo, como decía Carlos Fuentes, en una cena entre bárbaros

El sanchismo, por lo tanto, no existe. De hecho, ya le gustaría al presidente del Gobierno crear una nueva corriente de pensamiento. Lo que hay es la aplicación de una determinada política que puede gustar o ser aborrecida, pero introducir en el debate público conceptos ambivalentes que dan a entender que estamos ante un político capaz de cambiar la naturaleza del Estado es, simplemente, jugar con fuego.

Entre otras razones, porque supone un desprecio a los miembros de la propia organización, que, como bien sabe Sánchez de cuando fue defenestrado, tienen algo que decir. Pero, sobre todo, porque juega con la idea de que el Estado democrático puede estar a merced de lo que diga un partido que cuenta con apenas 120 diputados de los 350 que configuran el Congreso. Los ismos en política, y ahí están los terribles años 30 del siglo pasado para demostrarlo, son útiles para hacer propaganda, pero no para mejorar la calidad de la democracia. Mejor utilizar la ironía para evitar que la política acabe siendo, como decía Carlos Fuentes, una cena entre bárbaros que no respetan las normas.

Tras la matanza de Tiananmen, y a la vista de que pocos escritores e intelectuales españoles de izquierdas se habían movilizado contra la brutal represión, Jorge Semprún hizo unas declaraciones manifestando su contrariedad. Fernando Arrabal, que ya no respiraba por la izquierda, se dio por aludido, y en una divertida carta que publicó El País, entonces polémica, justificó su silencio en que tenía miedo.

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