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La otra semilla del diablo

¿A quién le importa la cohesión territorial? España enfila unas elecciones sin un debate serio sobre cómo reformar la arquitectura institucional para favorecer la integración del Estado. Hoy las grandes ciudades se comen a la periferia

Foto: Los presidentes de distintas comunidades autónomas. (EFE/Kiko Huesca)
Los presidentes de distintas comunidades autónomas. (EFE/Kiko Huesca)
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La polarización no es solo una estrategia de acción política destinada a ganar votos de forma torticera, enfrentando a la opinión pública a partir de una proposición falaz y capciosa. Hay otra polarización, en este caso económica y de naturaleza pasiva, porque no necesita ningún activismo declarado, mucho más sutil y menos tangible. Y tiene que ver con la convergencia regional. O, expresado de otra forma, con la distancia entre territorios en términos de bienestar, y que normalmente se vincula al PIB per cápita o al acceso a los servicios públicos esenciales. Es menos ideológica, pero más contundente a efectos prácticos, ya que ensancha la desigualdad.

No es un asunto cualquiera habida cuenta de que la cohesión territorial es uno de los indicadores clave de progreso. La literatura económica ha acreditado en numerosas ocasiones que los desequilibrios por encima de lo que pueda considerarse razonable, un término sin duda subjetivo, es un factor de inestabilidad política y de ineficiencia económica en la medida en que no se utilizan los recursos disponibles al dejarlos ociosos. No es casualidad, de hecho, que en los índices de desarrollo humano los países con mayor cohesión social son los mejor valorados.

Foto: Pedro Sánchez e Isabel Díaz Ayuso, a las puertas de Moncloa. (EFE/J.J. Guillén) Opinión

Es ya una obviedad, sin embargo, decir que la concentración de la población en grandes áreas urbanas, un fenómeno que desde luego no es únicamente español, ha ensanchado las diferencias debido a lo que se han llamado economías de aglomeración. Es decir, las ventajas de las que disponen las grandes ciudades gracias a los beneficios que obtienen por el hecho de concentrar la inversión pública y privada, los servicios educativos o sanitarios y, en general, la actividad económica en grandes áreas metropolitanas. El equilibrio territorial, de hecho, es una medición de la desigualdad, toda vez que se entiende que las políticas públicas tienen un carácter general y, por lo tanto, deben favorecer la cohesión social.

La consecuencia es evidente. Los desequilibrios territoriales han ido en aumento y hoy fijar la población se ha convertido en un objetivo estratégico para muchos gobiernos. Un dato lo dice todo. Desde que comenzó el siglo, cerca del 63% de los municipios españoles ha perdido población, pese a que España tiene hoy casi siete millones de habitantes más que en el año 2000. Esta realidad incómoda da idea de la dimensión del problema, que ya no solo afecta a los núcleos rurales, sino que la metástasis se ha extendido a las ciudades pequeñas y medianas, que ya padecen un éxodo que amenaza con convertirse en insoportable. Algo que, lógicamente, tiene consecuencias políticas y sociales.

Una economía estancada

Entre otras cosas, porque la agonía de amplios territorios coincide en el tiempo y está estrechamente ligada con un problema de país que agudiza las tensiones. La economía española lleva prácticamente estancada en las últimas décadas. Desde 1995 hasta 2021, aunque con fuertes oscilaciones, ha crecido en promedio anual apenas un 1%, lo que no es menos relevante. Son las regiones más atrasadas, a su vez obligadas a emprender actividades de bajo valor añadido, las que lastran los raquíticos avances en productividad, aunque no son las únicas.

El escaso progreso tecnológico es, de hecho, lo que explica el retraso español frente a otras economías. España crea hoy empleo, pero de baja productividad, y en el pasado ni siquiera eso. Como ha recordado el economista Rafael Domenech, entre 1994 y 2019, nada menos que 25 años, la tasa media de paro ha sido del 16%, mientras que la temporalidad afectó al 29% de los asalariados. La precariedad, como se sabe, es un factor que lastra el crecimiento porque desincentiva la formación de los trabajadores. Para qué invertir, cabe preguntarse, en mejorar la cualificación profesional cuando el empleado pronto será sustituido para aprovechar las ayudas públicas.

Foto:  Una mujer aguarda a las puertas de una oficina de empleo. (EFE/J. Carlos Hidalgo) Opinión
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No es de extrañar, por eso, que los populismos hayan anidado con mayor fuerza en territorios despoblados que se sienten marginados. El trumpismo ha arraigado en el medio oeste de EEUU y el Brexit, igualmente, salió adelante no gracias a Londres, sino a la Inglaterra profunda que desconfía de la globalización y del cosmopolitismo, un concepto que suelen despreciar los populismos de derecha. También en Alemania AfD, la extrema derecha, se ha hecho fuerte en los territorios de la antigua RDA. Por decirlo de una manera simple, existen unos patrones de comportamiento político perfectamente identificables en función del territorio.

Aunque en España no se ha producido un fenómeno de una dimensión equiparable —PSOE y PP tienen todavía una enorme capilaridad y con tendencia a subir tras las crisis de los nuevos partidos—, parece evidente que el voto antisistema tiene más probabilidad de procrear en territorios que se sienten desamparados por los poderes públicos. Sobre todo en un contexto como el actual en el que coinciden los efectos de la sequía y del cambio climático.

Una visión a largo plazo

No se trata de un fenómeno coyuntural, sino que viene de lejos. Lo demuestra el hecho de que algunas regiones españolas —algunas de las más industrializadas en el pasado— llevan décadas en declive en PIB per cápita y población, lo que indica, como sucede con el paro de larga duración, que las probabilidades de reengancharse al progreso tenderán a reducirse a medida que pase el tiempo. Entre otras razones, porque los avances tecnológicos favorecen más a las regiones ricas que a las pobres, en la medida que las grandes ciudades necesitan mano de obra cualificada. Y ni que decir tiene que más salarios y mejores condiciones de trabajo aumentan la capacidad de atracción del talento de Madrid o Barcelona. Es decir, los avances tecnológicos que alimentan el crecimiento tienden a concentrarse en las regiones con mejor equipamiento y dotaciones, lo que en última instancia ensancha la brecha de partida.

Se trata, obviamente, de un fenómeno complejo que exige una visión a largo plazo en aras de reequilibrar el territorio o, al menos, como mal menor, detener la tendencia actual. En los últimos años, por ejemplo, los flujos de salida han aumentado con especial intensidad en Castilla y León, Extremadura y Castilla-La Mancha, mientras que en Madrid sucede justo lo contrario: lo que crecen son los flujos de entrada.

Entre los especialistas hay un cierto consenso en que la receta más eficaz pasa por frenar la concentración en torno a los grandes núcleos de población. O lo que es lo mismo, una planificación estratégica, una auténtica política de Estado a 20 o 30 años vista, destinada a descentralizar el territorio, que es lo que querían los constituyentes cuando pusieron en marcha lo que se ha llamado Estado de las autonomías.

Foto: Feijóo observa a Sánchez en el Senado. (EFE/Fernando Alvarado) Opinión

Descentralizar un territorio ya constitucionalmente descentralizado puede parecer absurdo, pero la realidad es que hoy la arquitectura institucional del Estado desconoce la nueva realidad y en términos económicos ha regresado una especie de neocentralismo en torno a las grandes urbes.

La Constitución, en particular, se ha quedado obsoleta porque estaba pensada para un periodo que ya no existe. Los constituyentes, necesariamente, no podían entender la irrupción de factores como la globalización o la digitalización, lo que hace que la política en el sentido más amplio carezca de suficientes instrumentos institucionales de cohesión social por un problema de competencias en la asignación de recursos.

Cohesión social

Ni el modelo de financiación autonómica, caducado hace nueve años sin que a nadie le importe, ni el Fondo de Compensación Interterritorial son hoy instrumentos suficientes para favorecer la cohesión social. Ni mucho menos el Senado o el caduco Consejo de Política Fiscal y Financiera, que se reúne un par de veces al año para cubrir el expediente, pero sin ninguna función estratégica. Ni la secretaria general del Reto Demográfico, cuyo rimbombante nombre esconde un monumento a la inoperancia. ¿O es que el reequilibrio territorial no merecería estar en primer plano en unas elecciones autonómicas? Ni una reforma ni una propuesta más allá de lo obvio.

El problema está perfectamente identificado desde hace muchos años y no puede causar ninguna sorpresa. Lo que sorprende, precisamente, es la ausencia de un debate en profundidad sobre cómo revertir una tendencia que hoy por hoy parece imparable y que no se resuelve con los consabidos golpes de pecho o con sacar la chequera electoral para resolver problemas que tienen más que ver con decisiones políticas y reformas institucionales.

No parece, sin embargo, que la convergencia regional esté en la agenda pública. Probablemente, porque se trata de políticas de muy largo plazo que están al margen de la última polémica o del último encontronazo insustancial. Pero conviene apagar el ruido antes de que sea demasiado tarde. En el desierto, cabe recordar, reina la ley del más fuerte por pura supervivencia.

La polarización no es solo una estrategia de acción política destinada a ganar votos de forma torticera, enfrentando a la opinión pública a partir de una proposición falaz y capciosa. Hay otra polarización, en este caso económica y de naturaleza pasiva, porque no necesita ningún activismo declarado, mucho más sutil y menos tangible. Y tiene que ver con la convergencia regional. O, expresado de otra forma, con la distancia entre territorios en términos de bienestar, y que normalmente se vincula al PIB per cápita o al acceso a los servicios públicos esenciales. Es menos ideológica, pero más contundente a efectos prácticos, ya que ensancha la desigualdad.

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