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La traición: cómo dar una patada en la espinilla de la Constitución
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La traición: cómo dar una patada en la espinilla de la Constitución

Si todas las elecciones son lo mismo, lo mejor es cerrar los parlamentos regionales o volver al alcalde nombrado a dedo por el gobernador civil. Renunciar a la autonomía en política de pactos es defraudar la Constitución

Foto: Una persona votando durante los comicios del 28 de mayo. (EFE/Raúl Caro)
Una persona votando durante los comicios del 28 de mayo. (EFE/Raúl Caro)
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No hace falta acudir al célebre no taxation without representation, o lo que es lo mismo, no hay impuestos sin representación, la célebre reivindicación de las 13 colonias contra Inglaterra, para llegar a la conclusión de que la estabilidad de las instituciones depende de que haya coherencia entre los intereses económicos de la ciudadanía y el poder político. Eso es lo que buscaba, de hecho, la Constitución: acercar la cosa pública al administrado en aras de lograr una vertebración eficiente del Estado tras los errores cometidos en el pasado. Si se pagan impuestos, lo congruente es que las decisiones se tomen allí donde se liquidan.

El modelo, con sus perfecciones e imperfecciones, ha funcionado en líneas generales. Pero a medida que avanza la crisis institucional iniciada en 2015 —cinco elecciones generales desde entonces, incluyendo las próximas del 23J— la realidad es que los gobiernos autonómicos han acabado por contagiarse del clima político. Frente a un modelo que inicialmente se basaba en la gestión, algo que está en la misma naturaleza de los sistemas federales con una delimitación muy clara de las competencias entre diferentes niveles de administración, se ha pasado a otro más ideológico, meramente instrumental, en el que priman los intereses ajenos a la propia comunidad. Una especie de subordinación que para nada buscaban los constituyentes.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/EPA/Dumitru Doru)

Lo que sucedió en 2021 —mociones de censura en Murcia y Castilla y León y elecciones adelantadas en Madrid— fue el detonante más claro y refleja bien el nuevo estado de cosas. Los tres eventos no fueron fruto de intereses propios nacidos en la región, sino que la maquinaria se puso en marcha tras decisiones pensadas por aprendices de brujo en clave nacional. ¿La causa? El tacticismo ciertamente infantil —probablemente porque se ignora la historia de este país— que se ha impuesto en la política española, también en Moncloa, donde desestabilizar tiene un coste de oportunidad muy bajo a corto plazo, aunque a largo resulte una calamidad para el país.

Competencias exclusivas

Es posible que en ello tenga que ver el hecho de que casi 45 años después de la Constitución, el propio sistema autonómico no ha sido interiorizado como debía por buena parte de la clase política, incluida la que se beneficia del autogobierno. La Administración autonómica, y no digamos la local, sigue considerándose por muchos dirigentes como de segundo orden pese a que tiene competencias exclusivas sobre materias tan esenciales como la educación o la sanidad, lo que explica que incluso los gobiernos regionales traicionen su propia autonomía en aras de satisfacer a los correspondientes jefes de filas.

No es, desde luego, un fenómeno nuevo, pero en las pasadas elecciones se ha podido comprobar hasta la obscenidad constitucional cómo la política nacional ha desplazado hasta la irrelevancia los asuntos en los que los gobiernos regionales y los locales tienen competencias exclusivas, lo que supone, en primer lugar, un manotazo a uno de los principios esenciales de la democracia: la rendición de cuentas.

Los dirigentes regionales actúan como si fueran gobernadores civiles, que es la representación clásica del estado unitario

Si los votantes acuden a las urnas para aprobar o rechazar la gestión de una administración que no tiene nada que ver con el objeto de la convocatoria, es evidente que se está produciendo un fraude electoral. Y eso es lo que ha sucedido este 28-M, que, de alguna manera, ha convertido los parlamentos regionales, que son quienes legislan a la luz de sus competencias, en papel mojado. No es la primera vez que esto ocurre, y en esto tanto la izquierda como la derecha tienen igual responsabilidad.

Agua pasada, sin embargo, no mueve molinos. Y por eso sorprende que ahora en las negociaciones para formar los gobiernos autonómicos se caiga en el mismo error político, que para nada es intrascendente. Los dirigentes regionales actúan más como gobernadores civiles, que es la representación clásica del estado unitario, que como administradores de la cosa pública en un nivel distinto, pero no inferior, al de la Administración general.

Foto: Un colegio electoral de Bilbao. (EFE/Luis Tejido) Opinión

Ni que decir tiene que se trata de un auténtico despropósito político, y lo que es peor, un atropello constitucional. Pero también se hace un flaco favor a los administrados, ya que los intereses locales o regionales, con su casuística propia, no tienen por qué coincidir con los nacionales y a menudo quedan huérfanos de protección. Incluso, se hacen malos pactos que penalizan políticas necesarias para favorecer intereses ajenos a los electores. Y da lo mismo que suceda en 2023 como en 2019 o en 2015. Es un problema que trasciende a un proceso electoral concreto que unas veces favorece a un partido y en ocasiones a otro.

Cabe preguntarse, por ejemplo, si Extremadura, que es la comunidad con menos PIB per cápita de España y con unos graves problemas estructurales por razones históricas, no sería más fuerte, ante lo que se podría llamar Madrid, con un Gobierno de coalición formado por los dos grandes partidos que caminaran, gobierne quien gobierne, hacia un ejecutivo débil condicionado o por factores externos o por terceras fuerzas que legítimamente buscan el desgaste político del adversario.

Aprender de Alemania

En Alemania, por ejemplo, que es el modelo en el que se inspiró nuestro sistema constitucional en materia territorial, eso sería impensable porque cada Länder —la propia Ley Fundamental de Bonn puso a los estados federales en su frontispicio— es muy celoso de su autonomía, lo que explica que sean habituales gobiernos de coalición distintos a los que existen a nivel federal. En algunos territorios, incluso, han gobernado o gobiernan juntos la CDU y Los Verdes y no ha pasado nada. Su gestión, simplemente, ha mejorado la vida de la gente porque se vota en clave regional.

El problema se agrava si se tiene en cuenta que al desaparecer las cuestiones propias de una autonomía del debate público, los ciudadanos desconocen las competencias de su Gobierno, lo que a la postre desincentiva la transparencia. Los electores, sin embargo, tienen el derecho a saber cómo se financian los servicios públicos y, por supuesto, a conocer cómo se distribuyen, algo que solo se consigue si los ciudadanos están suficientemente informados y el debate local o regional forma parte de la agenda pública.

Algunos trabajos académicos, sin embargo, ya han acreditado que eso no sucede. Una encuesta realizada por el Instituto de Estudios Fiscales (dependiente de Hacienda) reveló que después de la Gran Recesión de 2008, algo menos del 50% de los ciudadanos fue capaz de identificar a las administraciones competentes en el ámbito de la sanidad y la educación; en torno a un 10% acertó al considerar transportes e infraestructuras como competencias compartidas, y apenas un 35% dio la respuesta correcta al atribuir responsabilidades en la prestación de los servicios sociales. Por si esto no fuera poco, solo el 16% de los encuestados acertó al decir que el IRPF es un impuesto compartido (al 50%) entre el Estado y las CCAA.

¿Cómo se pueden celebrar elecciones constitucionalmente tan distintas con un espacio temporal de apenas 54 días?

Esos datos no han caído del cielo. Lo que reflejan, en realidad, es la existencia de una estrategia deliberada destinada a secuestrar la autonomía regional, y que irá a más en los próximos años por una coincidencia trágica en términos políticos a la que algún día habrá que encontrar una solución. Si antes del 23-M la cercanía de las elecciones con las generales era una invitación a solapar cuatro años de gestión de los gobiernos autonómicos y locales, ahora, tras el adelanto, es una auténtica aberración.

¿Cómo se pueden celebrar elecciones constitucionalmente tan distintas con un espacio temporal de apenas 54 días? Es un auténtico despropósito que hurta a los electores de su derecho a votar en función de la gestión de sus gobernantes. Precisamente, porque la rendición de cuentas, que formalmente se manifiesta en una convocatoria electoral, es la esencia de la democracia. Y si todas las elecciones son lo mismo, lo mejor es cerrar los parlamentos regionales o volver al alcalde nombrado a dedo por el gobernador civil correspondiente.

Lo mismo que el presidente del Gobierno de turno debe tener autonomía respecto de su partido, sea de derechas o de izquierdas, parece evidente que también los dirigentes locales y regionales la deben tener para establecer su propia política de pactos. Lo contrario se llama fraude electoral, aunque no aparezca en el Código Penal.

No hace falta acudir al célebre no taxation without representation, o lo que es lo mismo, no hay impuestos sin representación, la célebre reivindicación de las 13 colonias contra Inglaterra, para llegar a la conclusión de que la estabilidad de las instituciones depende de que haya coherencia entre los intereses económicos de la ciudadanía y el poder político. Eso es lo que buscaba, de hecho, la Constitución: acercar la cosa pública al administrado en aras de lograr una vertebración eficiente del Estado tras los errores cometidos en el pasado. Si se pagan impuestos, lo congruente es que las decisiones se tomen allí donde se liquidan.

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