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El dilema de Occidente tras el 'putsch' de Wagner: o Putin o Prigozhin
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Carlos Sánchez

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El dilema de Occidente tras el 'putsch' de Wagner: o Putin o Prigozhin

Un viejo dilema asoma en Occidente: respaldar las intentonas contra Putin o convivir malamente con el autócrata. Lo que está en juego es la estabilidad de amplias zonas del planeta. Cualquier escenario es malo

Foto: Caretas de Vladimir Putin, Yeugeny Prigozhin, Ramzan Kadyrov y Alexander Lukashenko en un mercado de San Petersburgo. (EFE)
Caretas de Vladimir Putin, Yeugeny Prigozhin, Ramzan Kadyrov y Alexander Lukashenko en un mercado de San Petersburgo. (EFE)
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Sería pueril acudir al célebre "cría cuervos y te sacarán los ojos" para explicar la insurrección de los mercenarios de Wagner contra el Kremlin. Entre otras razones, porque la asonada va mucho más allá que una agría disputa entre viejos camaradas que durante años se han necesitado para consolidar su poder respectivo.

Va más allá porque lo que está en juego ya no es, siquiera, la guerra de Ucrania, con toda la importancia que tiene para el orden mundial, sino por las consecuencias que tendría la desestabilización política y militar de Rusia en términos geopolíticos.

Foto: Tropas de Wagner en la ciudad tomada de Rostov-on-Don, Rusia. (Reuters)
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Básicamente, porque afectaría no solo al Este de Europa, sino al Cáucaso, Asia Central y, por supuesto, África, donde los mercenarios de Prigozhin desempeñan un papel relevante. Sin contar el efecto multiplicador que la crisis rusa puede tener sobre las cadenas de suministro de energía y alimentos o sobre los flujos de refugiados en caso de que se produjera un caos en la región, algo que preocupa especialmente a Turquía, que ya sufrió lo suyo con la crisis siria, lo que explica la reacción prudente de Erdogan, que ya ha hablado con Putin. El propio Erdogan sabe de lo que habla porque en 2016 ya sufrió una intentona golpista que causó unos 300 muertos y rápidamente fue respaldado por Putin.

En el plano más estratégico, afectaría, incluso, a la correlación de fuerzas entre China —el gran aliado de Putin— y EEUU, cuyo interés por extenderse hacia el Estado, a través de la OTAN, es algo más qe evidente. Y ahí están los reiterados llamamientos para que Georgia, situada en pleno avispero, ingrese en la alianza atlántica.

Aunque aún es muy pronto para sacar conclusiones, la desestabilización de Rusia, y no digamos una guerra civil abierta que hoy parece improbable, es el peor de los escenarios posibles porque se haría realidad lo que Hans Magnus Enzensberger llamó guerras moleculares. Es decir, la proliferación de pequeños conflictos armados como los que surgieron con posterioridad a la Guerra Fría derivados de la fragmentación de la política internacional tras el fin del mundo bipolar, y que han sido el caldo de cultivo para la existencia de ejércitos privados, como lo fue Blackwater, el contratista americano, en la guerra de Irak, y que han venido para dar forma a las guerras del siglo XXI, la subcontratación de la acción bélica, como sucedía en la Edad Media, cuando afloraron los señores de la guerra en apoyo del monarca de turno.

Descabezar el Kremlin

No sin razón se ha dicho que para el mundo sería más preocupante que Rusia perdiera la guerra y fuera humillada en Ucrania que incluso ganarla, porque el oso herido —con cientos de ojivas nucleares— es imprevisible. O, incluso, que un golpe pudiera descabezar al Kremlin en la medida que su sucesor no mejoraría al actual jefe del Estado ruso.

No parece que Prigozhin —que no cuenta con serios apoyos en el Ministerio de Defensa ruso— pudiera tener un comportamiento más civilizado que Putin en caso de que hubiera triunfado la intentona, que en realidad para lo que ha servido es para debilitar a Putin ante su pueblo y sus élites. Ni tampoco, a la luz de la historia, hay razones para creer que Rusia pudiera avanzar hacia una transición política sosegada tras la era del presidente ruso. Es verdad que a Occidente lo que más le gustaría es la salida del autócrata ruso, pero nada indica que su sucesor tuviera las manos libres para crear un nuevo orden interno.

Foto: El fundador del Grupo Wagner, Yevgeny Prigozhin (Reuters)

Por el contrario, la nomenclatura del régimen intentaría sobrevivir agudizando una estrategia defensiva y acusando a los instigadores del cambio de ser marionetas de EEUU. El dilema de Occidente, por lo tanto, es decidir si es mejor convivir, aunque sea malamente, con Putin o, por el contrario, hay que respaldar una vía hacia lo desconocido, con el agravante de que el círculo más cercano a Putin lleva más de dos décadas en el poder, lo que les permite controlar el aparato del Estado hasta el último detalle. Ni siquiera los oligarcas tienen hoy capacidad de poner en apuros al Kremlin. El propio Putin se encargó de liquidarlos, lo que en su día significó un cambio radical respecto de la era Yeltsin, que siempre fue rehén de los multimillonarios rusos. Ahora, es justo al revés: manda Putin, aunque más tocado tras la marcha de los mercenarios de Wagner hacia Moscú.

La guerra de Ucrania, en este sentido, no ha hecho más que reforzar su poder amparándose en una legislación especial que protege a sus colaboradores, la inmensa mayoría perseguidos legalmente por Occidente, por lo que no pueden salir del país, lo que hace que carezcan de incentivos para respaldar cualquier movimiento anti Putin, cuya popularidad entre los rusos sigue siendo elevada dieciséis meses después del inicio de la invasión.

Un asunto interno

En todo caso, lo que queda claro es que con la asonada de Rostov existe el riesgo cierto de que muchos de los conflictos hoy hibernados salgan de la nevera, con las consecuencias dramáticas que eso tendría para el planeta. Sobre todo, si Occidente cae en el error de proporcionar algún tipo de apoyo —logístico o armado— a territorios que buscan desde hace años alejarse de la órbita de Moscú, y que hoy tendrían más incentivos ante la imprevista debilidad de Putin, que no ha sido capaz de controlar a sus propios aliados, aunque por el momento tenga bajo su control la cadena de mando de su ejército. Son de agradecer, por eso, las palabras de Charles Michel, el presidente del Consejo Europeo, cuando habla de un "asunto interno", aunque en esto manda más Washington que la diplomacia de Bruselas. Solo hay que recordar lo que pasó en Afganistán cuando la CIA pactó con el diablo talibán para echar a las tropas rusas del país.

Lo relevante, en todo caso, es que existe un riesgo cierto, todavía difícil de calibrar, de que la mecha en la región y en la zona de influencia de Moscú prenda aprovechando la debilidad de Putin, que como era evidente cuenta con una fuerza militar infinitamente superior a los 25.000 hombres de Prigozhin, cuyos medios logísticos, aunque se trate de soldados de élite muy experimentados son muy limitados, lo que hacía inevitable que el control de zonas ocupadas no podía durar mucho. Entre otras razones, porque se trata de un vasto territorio, más de 1.000 kilómetros, lo que hace que las tropas de Wagner en Rostov hubieran quedado aisladas en la medida que la columna avanzaba hacia Moscú.

El golpe de Wagner, en este sentido, aparece como una secuela, muy alejada en el tiempo, pero con algunos elementos comunes, del putsch de Hitler en Múnich, y que a la postre, una década después, contribuyó a que los nazis llegarán a la Cancillería alemana. De nuevo, el viejo dilema de Chamberlain. ¿Qué hacer? O Putin o Prigozhin.

Sería pueril acudir al célebre "cría cuervos y te sacarán los ojos" para explicar la insurrección de los mercenarios de Wagner contra el Kremlin. Entre otras razones, porque la asonada va mucho más allá que una agría disputa entre viejos camaradas que durante años se han necesitado para consolidar su poder respectivo.

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