Mientras Tanto
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Samper, el PP y la tragedia de la derecha liberal
La política de alianzas va más allá de un pacto para alcanzar una mayoría. Es la señal que se envía al electorado. FAES acaba de editar un libro que refleja el trágico destino de la derecha liberal en la república, atrapada entre dos fuegos.
El libro se titula exactamente Samper, la tragedia de un liberal en la segunda república. Lo ha editado FAES, la Fundación que preside José María Aznar, y se refiere a Ricardo Samper, un político valenciano de escasa proyección pública que tuvo, sin embargo, un papel muy destacado en la política española durante los años 20 y 30 del siglo pasado, hasta que en 1938 (desde la zona republicana) se vio obligado a exiliarse a Ginebra, donde murió con apenas 57 años. A Samper, sin embargo, le dio tiempo a producir una ingente carrera política que le llevó a ser alcalde de Valencia, diputado en Cortes durante las dos primeras legislaturas de la II República, varias veces ministro y, finalmente, presidente del Gobierno de España durante un breve periodo de tiempo.
El autor del libro es el historiador Roberto Villa García, quien define al político valenciano como el blasquista —en referencia a Vicente Blasco Ibáñez— que descubrió el liberalismo y que siempre fue fiel a la república. El propio Lerroux, su jefe político, habló de él como "un hombre de orden" que no se daba a las "expansiones revolucionarias verbalistas". Como advierte el autor, ser republicano en aquella España de principios de siglo XX no implicaba solo querer abolir la Corona, sino, además, una completa transformación de la sociedad y la aprobación de una Constitución moderna que pudiera incorporar los valores republicanos.
Un autonomista, hay que decirlo, en defensa de lo valenciano para alejarse de la expansión catalanista
Su ideario lo resumió él mismo durante una conferencia que dio en Burjassot (Valencia) en la que dijo: "Unos trabajan y no comen, y otros huelgan y derrochan debido a los privilegios, a la posesión de la tierra y a que unos producen con exceso para que otros se lucren escandalosamente".
Ricardo Samper, hay que advertir, representaba el sector más autonomista del PURA (Partido de Unión Republicana Autonomista), la formación valenciana que nació de una escisión de Unión Republicana debido a las diferencias entre sus líderes, Nicolás Salmerón, Lerroux y el propio Blasco Ibáñez. Un autonomista, hay que decirlo, en defensa de lo valenciano para alejarse de la expansión catalanista representada por Cambó y otros líderes de la Lliga. Ya como miembro del Partido Republicano Radical, junto a Clara Campoamor, formó parte de la comisión que redactó la Constitución de 1931 bajo la presidencia del socialista Jiménez Asúa, y que en definitiva venía a ser la síntesis de los valores republicanos. Era, por lo tanto, no solo un político al uso, sino un fino jurista que formó parte de las élites de la II república.
La polarización
Su tragedia, como es obvio, fue el tiempo que le tocó vivir, aunque habría que decir la tragedia de todos, en la medida que el sueño de 1931 se fue desvaneciendo al ritmo que marcaba la polarización de la clase política, y que desembocó en el golpe de Estado de 1936.
Cualquier tiempo pasado, como dice el dicho, es solo anterior, y, por lo tanto, sería no solo anacrónico, sino también ridículo, hacer comparaciones mecánicas sobre dos Españas completamente diferentes, pero la casualidad ha querido que la publicación del libro sobre Ricardo Samper haya coincidido en el tiempo con el debate que existe hoy en el Partido Popular sobre su política de alianzas.
Lo más intuitivo es pensar que esa discusión interna tiene que ver únicamente con la formación de los gobiernos autonómicos o con la elección de alcaldes. Incluso con la elección del próximo Gobierno central, pero, más allá de esta realidad, sin duda muy relevante, el asunto de fondo es el nivel de colaboración estratégica entre uno de los dos partidos centrales del sistema y un partido como Vox, que cuestiona algunos de los principios constitucionales. Y lo hace en materias como las políticas de igualdad o inmigración o el propio sistema autonómico que ampara la propia Constitución, y que, lejos de hacer políticas de Estado, ha abrazado el populismo como forma de actuar en el espacio público.
No es, desde luego, un asunto menor, y solo hay que leer el libro sobre Ricardo Samper para observar cómo una derecha liberal como la que representaba el político valenciano se fue escorando hacia posiciones más extremas —también la izquierda se fue deslizando hacia eso que Stanley Payne ha llamado bolchevización— hasta integrarse y confundirse con partidos que estaban, justamente, en las antípodas de los valores republicanos.
Una especie de mimetización de la acción pública que tuvo trágicas consecuencias. Hasta el punto de que la propia derecha liberal, como no puede ser de otra manera, acabó siendo expulsada del sistema político durante la dictadura de Franco. Precisamente, esa derecha liberal que a partir de 1977, con Suárez y otros ministros de UCD, pilotó el cambio político junto a los partidos de izquierdas, los sindicatos y los empresarios, y que entre todos fueron capaces de crear el clima político necesario para asentar la democracia, y a la que nunca se le habría ocurrido guiar la Transición de la mano de Alianza Popular.
Democracia imperfecta
Aquello fue posible por la ausencia de un sectarismo ramplón, que es lo que hoy sobra en la política española, que parece haber asumido, como si se tratara de una verdad revelada, que solo se puede gobernar por mayoría absoluta, lo cual es justamente lo contrario de la democracia. Y lo es porque la democracia es necesariamente imperfecta por su propia naturaleza, y por eso busca el acuerdo, que es lo contrario al autoritarismo de los números.
Las urgencias de la política pueden dar a entender, y así parece desprenderse de algunas declaraciones de líderes del PP, que los pactos con Vox son meramente tácticos y responden únicamente a la voluntad de construir mayorías, pero eso sería lo mismo que olvidar la naturaleza de una corriente de fondo que hoy amenaza a las democracias y que excede, con mucho, a la propia existencia de Vox. El partido de Abascal es, de hecho, uno más entre los que pululan en el espectro político para asaltar las instituciones, recuperando la trágica idea de las dos Españas: nosotros o ellos.
Y lo que viene, en la medida que el ecosistema social y económico está cambiando de una forma significativa, es una ola reaccionaria que pone en cuestión algunos de los principios básicos sobre los que se ha construido Europa desde 1945, y que se resumen en una palabra: tolerancia. O concordia, como se prefiera.
La importancia de ambos conceptos es tal que lo menos relevante, aunque parezca lo contrario, es saber quién gobernará en Extremadura o Aragón —al fin y al cabo, una democracia consolidada ha podido sobrevivir a un personaje como Trump desde la presidente de EEUU—, sino el significado último de lo que supone ser una derecha liberal moderna comprometida con los valores de la democracia. O, lo que es lo mismo, si se sigue el camino del centro-derecha de Francia o Alemania, o se acepta llevar en volandas hacia el poder —como se ha hecho en la Comunidad Valenciana, precisamente la patria de Samper— a un partido que cuestiona algunos principios elementales de la convivencia. Una cosa es alcanzar acuerdos sobre políticas concretas, como ha hecho el PSOE con ERC o Bildu, y otra muy distinta en colocar a Vox al frente de instituciones tan representativas como el Parlamento.
La historia ha demostrado hasta la saciedad que partidos que se aliaron con formaciones que no tenían nada que perder —ahí está la increíble política de nombramientos de Vox para sus cargos públicos— acabaron subyugadas por sus socios, y, cuando se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. No puede ser casualidad, y no lo es, que, para presidir los parlamentos regionales, que son la casa de la democracia, se elija, precisamente, a los personajes más incapacitados y extravagantes, lo que es una señal inequívoca de que lo que se busca es el desprecio y el descrédito de los valores comunes. Entre algunas razones, porque la democracia no se puede detener sin el respeto a las minorías.
Esto no impide admitir que los partidos que cuestionan los valores de la democracia liberal, la tolerancia y el respeto no han caído del cielo, sino que su protagonismo responde a una realidad objetiva: la política no ha sido capaz de integrar a importantes colectivos que hoy se sienten desamparados por el sistema y que se agarran a un clavo ardiendo, aunque sea en contra de sus propios intereses, para protestar, lo que, unido a la explosión de las redes sociales y a la utilización torticera de la información mediante noticias falsas, ha creado un caldo de cultivo imbatible, y de ahí sus éxitos electorales.
Muchos dirigentes conservadores pueden pensar, y es razonable hacerlo, que el PP nunca se contaminará de los excesos ajenos aunque naveguen en el mismo barco, pero la historia —y no solo en la II república— demuestra lo contrario. Hacer el caldo gordo a la demagogia y a proyectos excluyentes solo conduce a que algún día alguien diga: no lo vimos venir.
El libro se titula exactamente Samper, la tragedia de un liberal en la segunda república. Lo ha editado FAES, la Fundación que preside José María Aznar, y se refiere a Ricardo Samper, un político valenciano de escasa proyección pública que tuvo, sin embargo, un papel muy destacado en la política española durante los años 20 y 30 del siglo pasado, hasta que en 1938 (desde la zona republicana) se vio obligado a exiliarse a Ginebra, donde murió con apenas 57 años. A Samper, sin embargo, le dio tiempo a producir una ingente carrera política que le llevó a ser alcalde de Valencia, diputado en Cortes durante las dos primeras legislaturas de la II República, varias veces ministro y, finalmente, presidente del Gobierno de España durante un breve periodo de tiempo.
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