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Bildu, Vox y el duro despertar de la España que bosteza

La política forma ya parte de la industria del entretenimiento. Es en este ecosistema en el que florece un movimiento de fondo que socava el futuro de las democracias liberales. Los partidos centrales del sistema miran absortos

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (Daniel González)
El presidente de Vox, Santiago Abascal. (Daniel González)
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No puede ser una anécdota que EH Bildu, primero, y Vox, ahora, centren el debate político. La presentación de antiguos terroristas en las listas de la formación abertzale pudo condicionar de forma relevante, aunque es difícil hacer una estimación precisa, los resultados de las autonómicas y locales, y hay razones para pensar que aquellas candidaturas fueron un lastre para el PSOE por sus pactos previos con la formación abertzale para alcanzar determinadas mayorías parlamentarias.

Ahora, sin embargo, es Vox quien condiciona —y de qué manera— la campaña electoral por sus pactos con el Partido Popular, que le ha entregado el poder institucional que antes no tenía. En este caso, como también es obvio, es al PP a quien le pueden castigar las urnas por sus alianzas con un partido que recela de la ciencia, cuestiona la violencia machista, convierte a los inmigrantes irregulares en delincuentes y llena de excéntricos las instituciones.

Foto: María Guardiola (PP) formaliza un acuerdo con Ángel Pelayo (Vox). (EFE/Jero Morales)

Es evidente que buscar paralelismos entre ambas formaciones sería absurdo, simplemente porque no las hay. EH Bildu es heredera de la azarosa y trágica historia del País Vasco durante más de cinco décadas a causa del terrorismo; y Vox es fruto, primero, de la descomposición del PP durante algunos años de Mariano Rajoy y, después, del movimiento reaccionario que viven hoy los países avanzados, como lo demuestran las recientes sentencias del Supremo estadounidense sobre el aborto o sobre la discriminación positiva en favor de algunas minorías insuficientemente representadas, como negros o latinoamericanos.

Las dudas que hoy existen sobre si Israel seguirá siendo una democracia liberal por el sostén que ha encontrado Netanyahu en los grupos ultraortodoxos van en la misma dirección. Lo mismo que el desprecio por la acogida de refugiados políticos que hoy se puede observar en países del norte de Europa históricamente comprometidos con los derechos humanos, y cuyos gobiernos pactan ahora sin miramiento con partidos sectarios. Sin contar lo que ha sucedido en Grecia con el naufragio de un barco cargado de personas —no de inmigrantes— que debería avergonzar a los gobiernos europeos.

Casi todos los países viven atrapados entre las semillas de la libertad y del autoritarismo. También ocurre en España

Como ha dicho el escritor polaco Adam Michnik, casi todos los países, unos más y otros menos, viven atrapados entre las semillas de la libertad y del autoritarismo. Y también, como no podía ser de otra manera, España.

Se verá qué sucede con Francia, pero hay razones para pensar que nada bueno puede salir de la confrontación social si Macron no es capaz de reconstruir los consensos elementales. Es decir, los vínculos básicos entre los partidos y la sociedad civil. Entre otras razones, porque Francia, junto a Inglaterra, ha sido históricamente el laboratorio en el que se han diseñado los cambios sociales.

Una agenda autoritaria

Vox, en sintonía con lo que está sucediendo en el exterior, ha mutado de ser un partido que nació al calor de cuestiones de política nacional, como la respuesta al independentismo catalán por parte del PP, o auspiciado por la política de alianzas del PSOE con Podemos y los independentistas, a convertirse en un actor que se ha subido al carro del populismo de derechas que pretende instaurar una agenda autoritaria. Ha pasado a ser, en definitiva, un partido perfectamente alineado con movimientos reaccionarios que buscan retroceder a un orden social de corte tradicional que parecía ya superado. Es decir, los Cien Mil hijos de San Luis frente al progreso representado por la España del Trienio liberal. Metternich frente al orden liberal.

La paradoja es, precisamente, que sean EH Bildu —en plena transformación frente a su repugnante pasado— y Vox quienes hayan centrado, y en el segundo caso aún lo hace, las dos campañas electorales, lo que pone de relieve el poder que pueden llegar a tener los extremos (aún sin quererlo) para influir sobre el espacio público. Sobre todo, por la existencia de una España que bosteza con serias dificultades para evaluar lo que hay detrás de lo que está pasando.

Hay una España que bosteza con serias dificultades para evaluar lo que hay detrás de lo que está pasando en el mundo

Probablemente, porque en las últimas décadas los partidos centrales del sistema, enganchados al oportunismo político, no han sabido leer los cambios sociales que han producido fenómenos tan relevantes como el neoliberalismo de los 80 y 90, que significó la merma del papel del Estado como protector del bienestar de los ciudadanos; el ensanchamiento de las desigualdades, con lo que ello supone de discriminación en las oportunidades, la globalización, con efectos devastadores para los salarios y el empleo industrial en los países ricos; los avances tecnológicos, que han provocado cambios estructurales en la forma de relacionarnos en los centros de trabajo, o la eclosión de la conectividad a través de las redes sociales, que ha creado un nuevo ecosistema que hoy está perfectamente descontrolado y que viene a ser el mejor caldo de cultivo para la aparición de noticias falsas y el prestigio de todo tipo de teorías de la conspiración.

Expresado en otros términos y forma más gráfica, es como si la política hubiera escapado del tarro de las esencias. Es decir, ese marco que hacía posible que la política fuera algo previsible a través de las ideologías, y, por el contrario, se hubiera convertido en un elemento central de la industria del entretenimiento. Y ahí están los casos de Trump o Berlusconi, que nacieron en la televisión, para demostrarlo.

La era de las incertidumbres

No serán los últimos. El fracaso moral o ético, como se prefiera, que supone el hecho de que ambos hayan llegado a la cumbre de sus respectivos sistemas políticos refleja tanto la naturaleza como la dimensión del problema, que va mucho más allá que ganar o perder unas elecciones. Por el contrario, tiene que ver con fenómenos difíciles de observar desde la política, como es la desigualdad en la seguridad económica. Es decir, la incertidumbre que supone no tener certeza sobre los ingresos futuros, lo que impide hacer planes a largo plazo y necesariamente condiciona el sentido del voto.

Hasta ahora, solo la fortaleza de unas instituciones nacidas en lo que se ha llamado la edad de oro de las democracias liberales, cuando se interpretó que la democracia política tenía que caminar necesariamente de la mano de la democracia económica, ha permitido contener la ola reaccionaria, pero no está claro que los cimientos aguanten mucho más si avanza la polarización política, que es el disolvente que agrieta los consensos sociales. Sobre todo, si continúan fallando instituciones básicas como la justicia, que suele llegar tarde, mal y a veces nunca. O si el ascensor social sigue parado por ausencia de instrumentos fiscales o institucionales para favorecer la igualdad de oportunidades.

La competencia entre Sánchez y Feijóo por aparecer en programas de entretenimiento es una señal del deterioro

No es catastrofismo. Lo cierto es que el malestar económico, que va más allá que un simple dato coyuntural, un punto arriba o un punto abajo de PIB, devora las democracias y la prueba es que, según Freedom House, en los últimos 17 años más países han perdido la libertad que los que la han ganado. Es posible que a ello haya contribuido de forma cada vez más relevante factores como la angustia laboral o la inseguridad, que provocan un estado de ánimo más proclive a aceptar soluciones milagrosas a problemas complejos, y que normalmente se asocia a líderes fuertes más propios de democracias presidencialistas.

Es en este marco en el que hay que situar la competencia entre Sánchez y Feijóo por aparecer en programas de entretenimiento para captar la atención de la opinión pública, que no es más que una señal del deterioro de los sistemas parlamentarios en la medida que sumerge a la política en un nuevo escenario muy distinto al que le ha sido tradicional.

Entre otras razones, porque las ideologías, que suponen un espacio intelectual más o menos coherente en aras de lograr determinados fines, han sido sustituidas por eso que se ha llamado con buen criterio futbolización de la política, que no es otra cosa que la ausencia de argumentos racionales en favor de las emociones. Una misma decisión se puede ver desde dos ángulos completamente distintos por falta de cultura política. Sin duda, porque se han quebrado muchos de los consensos básicos que sirven de argamasa a la sociedad.

Líderes fuertes

Al mismo tiempo, se da por hecho que las democracias liberales son consustanciales a las sociedades, cuando está acreditado que la universalización de los derechos inherentes a la condición humana son apenas una anécdota en la historia de las civilizaciones.

Frente a las democracias liberales surge hoy, por el contrario, la necesidad de líderes fuertes —Bolsonaro, Orban o Erdogan— abrigados con la bandera del nacionalismo más ramplón y que aparecen para muchos como los únicos capaces de guiar al pueblo hacia la salvación. Esto es, precisamente, lo que está detrás de la creciente personalización de la política.

Evidentemente, porque las instituciones han fallado en demasiadas ocasiones, por ejemplo, al no haber sido suficientemente diligentes y eficaces en la integración de los inmigrantes, que requieren recursos adicionales, sobre todo en materia de educación, para evitar la exclusión social y todas las externalidades negativas que eso conlleva.

No es que el pueblo esté equivocado, sino que lo que ha errado es la respuesta de las instituciones a los nuevos ecosistemas sociales

No es que el pueblo esté equivocado, sino que lo que ha errado es la respuesta de las instituciones a los nuevos ecosistemas sociales, que por su propia naturaleza son dinámicos. En particular, por las consecuencias que tienen sobre la vida de la gente los avances tecnológicos, que contribuyen a la fragmentación social si las instituciones no son capaces de imponer un determinado orden.

¿El resultado? Los partidos centrales del sistema político, no solo en España, han sido incapaces de observar —y si lo han hecho ha quedado sepultado por las urgencias electorales— que emerge una corriente de fondo que va mucho más allá que el 23-J, y cuyas consecuencias son hoy imprevisibles. Vox y sus conmilitones en Europa no son la enfermedad, son la fiebre del sistema.

Básicamente, porque existen unas condiciones objetivas para que florezca el mal en la medida en que se han resquebrajado los consensos básicos. La solución que ha encontrado Slavoj Žižek, el pensador esloveno, es recuperar de alguna forma el escenario posterior a 1939, cuando los comunistas de la URSS y las democracias liberales, con su componente imperialista a cuestas, colaboraron para derrotar a los partidos entonces totalitarios y hoy, por el momento, solo autoritarios.

No puede ser una anécdota que EH Bildu, primero, y Vox, ahora, centren el debate político. La presentación de antiguos terroristas en las listas de la formación abertzale pudo condicionar de forma relevante, aunque es difícil hacer una estimación precisa, los resultados de las autonómicas y locales, y hay razones para pensar que aquellas candidaturas fueron un lastre para el PSOE por sus pactos previos con la formación abertzale para alcanzar determinadas mayorías parlamentarias.

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