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Entre el Estado franquista y la socialdemocracia clásica
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Entre el Estado franquista y la socialdemocracia clásica

Los programas no sirven para movilizar el voto, pero son útiles para interpretar lo que hay detrás de cada partido en términos ideológicos. Entre otras razones, porque sin memoria económica y sin evaluación 'ex post' son papel mojado

Foto: Santiago Abascal, candidato de Vox, en un mitin en Valladolid. (EFE/Nacho Gallego)
Santiago Abascal, candidato de Vox, en un mitin en Valladolid. (EFE/Nacho Gallego)
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Existen múltiples evidencias de que los programas electorales apenas mueven el sentido del voto. Su presentación pública, sin embargo, es todavía una de las últimas liturgias que sobreviven a las nuevas formas de hacer política. Sin mítines masivos, sin la tradicional pegada de carteles y sin apenas movilización de los pocos afiliados y militantes con los que cuentan hoy los partidos (menos del 2% del censo electoral), las campañas se han trasladado a un escenario virtual en el que el único objetivo es ocupar el mayor espacio público posible a través de la televisión y de las redes sociales.

Aun así, los programas siguen siendo una paleta de colores que define el ADN de cada partido. Y una simple comparación de los programas electorales de los cuatro partidos con más probabilidades de lograr mejores resultados el 23-J lleva a una primera conclusión: tres partidos —PSOE, PP y Sumar— forman parte del sistema político y uno se sitúa extramuros.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Nacho Gallego)

El colocarse fuera del sistema, sin embargo, no es sinónimo de que Vox, el partido que juega fuera del tablero de la Constitución, haya sido capaz de construir una alternativa viable. Muy al contrario, es un esperpento ciertamente anacrónico y un regreso a los valores preconstitucionales, en la medida que rompe algunos de los puntos esenciales del contrato social, como es el respeto a las minorías (liquida la discriminación positiva en favor de determinados colectivos con mayores dificultades de inserción), desprecia a los inmigrantes (a quien trata como potenciales delincuentes y los convierte en ciudadanos de segunda al tener menos derechos que los nacionales), al tiempo que propone un modelo de soberanía que alejaría a España de la Unión Europea en materias como la energía o los productos agrícolas.

No es irrelevante, en este sentido, que la palabra nacional aparezca 160 veces en los 381 puntos en que el partido de Abascal desarrolla su programa electoral, y que el término soberanía aparezca, igualmente, en 40 ocasiones. El término Europa, en la misma línea, aparece solo en 14 ocasiones.

La soberanía al poder

En el del PP, que es ideológicamente el partido más cercano, la expresión soberanía aparece solo en cuatro ocasiones, mientras que en el del PSOE se localiza ocho veces, y en la mayoría de los casos referida a Europa. En Sumar, igualmente, el término se utiliza en 14 ocasiones. Es significativo, en este sentido, que la plataforma de Yolanda Díaz sea quien profundice más en esa línea, proponiendo que, de forma efectiva, se cumpla "el principio de autonomía estratégica en las decisiones de política industrial, no solo en situaciones de crisis, sino de modo estructural". También en la industria agroalimentaria o tecnológica, en el marco de un Estado emprendedor, con el que se pretende rescatar el viejo laborismo de los 40 y 50.

Inevitablemente, la recuperación del nacionalismo que plantea Vox supone el regreso al modelo de Estado franquista y que en síntesis supone la demolición de la Constitución —también en lo que supone de tolerancia— para volver a un Estado unitario ("devolución inmediata al Estado de las competencias en Educación, Sanidad, Seguridad y Justicia"). La propuesta tiene como corolario una oferta fiscal que liquida uno de los principios constitucionales más arraigados en las democracias más avanzadas: se pagan impuestos en función de la capacidad económica de cada contribuyente.

"Tanto Sánchez como Feijóo se adaptan a la paleta de colores que utiliza la Unión Europea, siempre en proceso de construcción"

El hecho de que el resto de partidos haya huido de soluciones nacionalistas, que es una de las señas de identidad de los neo populismos, puede explicar que la polarización que vive la política del día a día no se haya trasladado a los programas electorales de los partidos centrales del sistema, PSOE y PP.

El primero, porque se agarra a lo que se podría denominar una socialdemocracia clásica, y el segundo, porque conecta con la derecha liberal —pese a su reciente política de alianzas— que recela de la capacidad del Estado como agente económico, pero que no desmonta sus competencias básicas en materias como la Sanidad, la Educación o el Sistema de Pensiones.

Eso quiere decir que tanto Sánchez como Feijóo, pese al enconamiento político, más formal que real en términos prácticos, se adaptan a la paleta de colores que utiliza la Unión Europea, siempre en proceso de construcción. El PSOE, por ejemplo, se compromete a seguir "en la senda de consolidación fiscal y sostenibilidad de las cuentas públicas, reduciendo el déficit estructural", mientras que el PP se compromete a "abordar una política de mayor equilibrio presupuestario". Adivinen las diferencias, Incluso Sumar asume la existencia de reglas fiscales en la UE, aunque con un matiz: "No deben imponer requisitos uniformes de reducción del déficit y la deuda a corto plazo, sino centrarse en planes nacionales a medio plazo". Es decir, déficit a la carta, que es uno de los argumentos que utilizó el PP de Rajoy cuando estuvo a punto de ser sancionado por Bruselas, y hoy lo hace el PSOE. La posición, por lo tanto, depende si se está en el Gobierno o en la oposición. Nadie cuestiona el euro, un debate que no hace mucho tiempo estaba vivo y que la crisis griega enterró con las siete llaves del sepulcro del Cid.

Ofertas electorales

En definitiva, los partidos, como no puede ser de otra forma, asumen que es Europa quien señala los límites del terreno de juego en el que juegan Sánchez, Feijóo y Díaz, que, sin embargo, ignoran la necesidad de avalar con números sus ofertas electorales. Entre otras cosas, porque la política de inversiones del Estado en la próxima legislatura viene marcada por los préstamos (ya no se trata de recursos a fondo perdido) procedentes de la UE, que es quien salvó a este país en la anterior crisis para evitar la quiebra del sistema financiero y lo ha vuelto a hacer tras la irrupción de la pandemia.

Ninguno de los programas económicos, sin embargo, va acompañado de una memoria económica, lo que convierte su contenido en un ejercicio meramente teórico. Suárez decía aquello de "puedo prometer y prometo", pero sus decisiones estaban en el ámbito de la política nacional, que tiene una enorme discrecionalidad, mientras que la economía incorpora restricciones presupuestarias que se ocultan en campaña electoral. Entre otras razones, por la ausencia de una política de rendición de cuentas, lo que hace que los programas acaben en muchas ocasiones en papel mojado.

No es de extrañar, por eso, que ante la ausencia de reclamaciones ex post por parte de los electores, los programas electorales hayan crecido de forma desmesurada. En las elecciones de 1979, el programa del PSOE tenía 34 páginas y el de AP (hoy el PP) 45. Hoy, Sánchez se presenta con 272 páginas y Feijóo con 108. Sumar lo hace con 185 y Vox con 178.

"La distancia entre lo que se promete y lo que se cumple no es solo un problema de España"

La distancia entre lo que se promete y lo que se cumple no es solo un problema de España, pero en algunos países se ha avanzado en la idea de que instituciones independientes hagan una evaluación objetiva de los programas electorales antes de cada comicio, lo que ayudaría a dar credibilidad a lo que se propone. Quien sí lo evalúa es Bruselas, aunque a posteriori, cuando analiza los programas nacionales, pero este extremo se omite. Obviamente, porque cualquier programa electoral tiene mucho de brindis al sol en la medida en que quien lo recibe tiene una posición previamente aceptada. Algo que puede explicar que se incorporen compromisos que luego rápidamente caen en el olvido. No son, de hecho, ningún contrato entre los partidos y sus electores. Entre otros motivos por que en la naturaleza de la política está el cambio de circunstancias. O de contexto, como se prefiera.

Es significativo, en este sentido, que todos, excepto Vox, situado en los aledaños del sistema a partir de su teoría de las élites, que incorpora importantes dosis conspirativas, hablen una y otra vez de la necesidad de firmar pactos de Estado en materias como el fraude fiscal, la salud mental, la violencia de género, la promoción de los mayores, el mundo rural, la cultura, los delitos de odio o, incluso, el sistema judicial, lo cual no deja de sorprender cuando la renovación del Poder Judicial sigue sin cerrarse.

Nadie habla explícitamente de reformar la Constitución, salvo en un punto que se discute desde hace años, y en el que, paradójicamente, todos están de acuerdo, como es la eliminación de términos disminuidos para referirse a las personas discapacitadas. Y ni siquiera, salvo Vox, que reivindica el Estado centralizado franquista, se mete en las procelosas aguas de la política territorial más allá de lo obvio: defender la cohesión territorial y garantizar la unidad de España. Sin duda, porque se trata, y bien lo sabe Sumar, que ha huido del debate pese a su respaldo en Cataluña al derecho de autodeterminación, de un terreno resbaladizo en el que todos tienen algo que perder. El PP reabriendo el tema catalán (lo que le daría alas a Vox) y el PSOE porque su política de alianzas con los independentistas es su talón de Aquiles. La política territorial, de hecho, es lo más parecido al célebre elefante que está en el salón y que nadie quiere ver, no vaya a ser que reabra la caja de los truenos. Ni siquiera el obsoleto Senado merece unas líneas.

Existen múltiples evidencias de que los programas electorales apenas mueven el sentido del voto. Su presentación pública, sin embargo, es todavía una de las últimas liturgias que sobreviven a las nuevas formas de hacer política. Sin mítines masivos, sin la tradicional pegada de carteles y sin apenas movilización de los pocos afiliados y militantes con los que cuentan hoy los partidos (menos del 2% del censo electoral), las campañas se han trasladado a un escenario virtual en el que el único objetivo es ocupar el mayor espacio público posible a través de la televisión y de las redes sociales.

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