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Un país secuestrado por el fallido debate sobre la cuestión nacional

Frente a lo que sucede en los países de nuestro entorno, la cuestión nacional es lo que condiciona el sistema político. Es el elefante en el salón que nadie quiere ver. Hay riesgos de que crezca la desconfianza en el sistema autonómico

Foto: Pere Aragonès, con Oriol Junqueras y Arnaldo Otegi. (EFE/Quique García)
Pere Aragonès, con Oriol Junqueras y Arnaldo Otegi. (EFE/Quique García)
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Algunos historiadores han situado el origen más inmediato de algunos de los problemas territoriales de España, aunque no la causa, en el Pacto de San Sebastián (1930). De aquella reunión, celebrada en la clandestinidad, algunos dicen que en casa de su promotor, Fernando Sasiain y Brau, y otros en el Hotel de Londres, salió el compromiso por parte de un grupo amplio de intelectuales y políticos de derechas y de izquierdas de proclamar la República ante la debacle de la monarquía tras su decidido apoyo a Primo de Rivera.

Aquel pacto afrontó la llamada cuestión nacional desde el compromiso de dar "una solución jurídica al problema catalán". Sin embargo, nada se dijo sobre cómo afrontar la estructura territorial del Estado, ya fuera desde una visión federal o unitaria. El resultado fue dramático porque, el mismo 14 de abril, Francesc Macià, proclamó unilateralmente la República Catalana dentro de la República Federal Española.

Es una realidad que el Estado autonómico ha coincidido en el tiempo con el mayor progreso social, económico y político de España en siglos

Es evidente que antes de la reunión de San Sebastián los problemas territoriales ya existían, y la I República lo demuestra de forma definitiva, pero hay pocas dudas de que la cuestión nacional atravesó la II República, hasta condicionar de forma significativa su desenlace.

La Constitución de 1978 abordó la cuestión territorial desde la óptica de la descentralización administrativa y política, pero de forma incompleta. Lo que quedó fue un Senado desnaturalizado, aunque formalmente se le declaraba Cámara de representación territorial, absolutamente inservible para encauzar los problemas. Su única utilidad ha sido, paradójicamente, para arrebatar las competencias a Cataluña en aplicación del artículo 155 de la Constitución. El modelo que se improvisó fue el llamado Estado autonómico, que es una especie de remedo del federalismo clásico, y que sin duda ha dado resultados notables. Es una realidad que el Estado autonómico ha coincidido en el tiempo con el mayor progreso social, económico y político de España en siglos.

La falta de concreción en materias competenciales del Título VIII, sin embargo, ha provocado multitud de litigios ante el Tribunal Constitucional, y lo que es políticamente más relevante, se ha extendido la idea de que el modelo, lejos de estar cerrado, está sometido a la correlación de fuerzas entre la Administración central, en última instancia el inquilino de la Moncloa, y algunos gobiernos autonómicos, en particular el País Vasco y Cataluña.

La estrategia del victimismo

No solo eso. La presión nacionalista, en aras de competir políticamente, ha generado un escenario de agravios en el que algunos barones regionales, ya sean socialistas o conservadores, utilizan de forma frecuente las tensiones territoriales para ganar votos en la medida que añadir leña al fuego o jugar al victimismo ha dado sus frutos en territorios como Madrid, aunque también en Cataluña en sentido inverso. Es más, el aumento de la inestabilidad política en los últimos años, al menos desde que en 1993 CiU dejó caer al Gobierno de González al no apoyar sus Presupuestos del Estado, tiene que ver con asuntos territoriales. Incluso, en ocasiones, por encima de la corrupción o la situación económica.

No se trata de una sensación subjetiva fruto del análisis sectario. En mayo de este año, el CIS publicó un estudio sobre identidades culturales y europeas de los españoles en el que se preguntó sobre los distintos modelos de organización territorial. Un 13% respondió que su preferencia era un sistema centralizado sin la existencia de comunidades autónomas. En la misma línea, otro 19,8% se declaró partidario de un Estado en el que las comunidades autónomas tengan menor autonomía que en la actualidad. En total, un 32,8%. Es decir, uno de cada tres españoles recela del modelo vigente.

Lo que refleja la del CIS es que el sistema autonómico, tal y como está diseñado, está lejos de ser un problema resuelto

¿A cuántos les gusta el sistema actual? A algo menos. En concreto, al 31,6%. Se trata, sin duda, de una comparación muy a tener en cuenta que puede explicar, en parte, que tres millones de españoles voten a Vox, que es el único partido que propone volver al Estado unitario del franquismo. Dos últimos datos. Cuando se le preguntó a los encuestados sobre cómo ha funcionado la organización del Estado en los últimos años, un 69,4% opinó que regular, mal o muy mal, mientras que apenas el 29,2% considera que bien o muy bien (el resto o no sabe o no contesta).

La encuesta del CIS se completa con otras dos respuestas. Al 18,3% le gustaría que las regiones tuvieran mayor autonomía que en la actualidad, mientras que otro 13,5% reclama un Estado en el que se reconociese a las comunidades autónomas la posibilidad de convertirse en estados independientes.

Todas las encuestas, como es obvio, son susceptibles de ser cuestionadas, y no hace falta referirse a los ejemplos más recientes, pero lo que refleja la del CIS es que el sistema autonómico, tal y como está diseñado, está lejos de ser un problema resuelto.

El carajal autonómico

Por el contrario, estuvo en el centro de las dos legislaturas de Rajoy —el procés— y lo ha estado en la primera de Sánchez en la medida en que tuvo que apoyarse en los independentistas para gobernar, lo que ha creado un caldo de cultivo favorable a quienes quieren desguazar el Estado autonómico. Es más, ni Rajoy ni Sánchez se han atrevido a actualizar el modelo de financiación autonómica pese a estar caducado desde hace una decena de años por miedo a que se abra la caja de Pandora, lo que da idea de la hipoteca que ha abrazado la política española a cuenta del carajal autonómico, como lo denominó hace algunos años Mario Onaindía.

En la legislatura que ha arrancado tras el 23-J, ahora en manos de los independentistas de Junts, la cuestión territorial, de hecho, volverá a estar en el centro del debate político. Y en la ecuación hay que incluir a ERC, cuyo hundimiento electoral podrá condicionar la estabilidad del Gobierno de Sánchez, si lo hay. O, incluso, a Coalición Canaria.

No hace falta hacer un máster en política territorial para entender que España tiene un problema con su modelo de Estado en la medida que contamina de forma muy relevante el funcionamiento del sistema político, salvo que se quiera seguir cerrando los ojos para no ver que estamos ante un sistema de partidos cada vez más fragmentado por razones territoriales. El PSOE depende del PSC, cuando no hace demasiado tiempo algunos dirigentes que hoy se rebelan contra Sánchez querían expulsar a los socialistas catalanes de la órbita de Ferraz, y Sumar es un enjambre preñado de siglas regionalistas y no tan regionalistas. El PP vive políticamente de su aversión al independentismo —el sanchismo se define como una concesión permanente al independentismo— y Vox ha construido su ideario político en torno al más rancio nacionalismo excluyente e intolerante, proponiendo, incluso, la ilegalización de los partidos secesionistas.

La política seguirá enredada muchos años si no se aborda un viejo problema que arruinó dos repúblicas y amenaza con viciar la política

En ningún otro país de Europa sucede algo parecido, ni siquiera en el Reino Unido, donde existe un potente partido independentista en Escocia. Ni en Francia, ni en Alemania, ni hoy tampoco en Italia, los problemas territoriales lo condicionan todo. Por el contrario, son los mimbres ideológicos —la presencia del Estado en la actividad económica, las políticas sociales o la cuestión fiscal— las cuestiones que deciden el voto, pero nunca la política de alianzas territoriales. Precisamente, el lastre que tiene hoy el PP para formar Gobierno junto a sus pactos con Vox, que le han pasado factura y aislado políticamente, lo que le obliga a ganar por mayoría absoluta.

Es evidente que la situación actual refleja una España plural que no tiene marcha atrás. El Estado autonómico es el que es y de lo que se trata ahora es de reconducirlo —con voluntad integradora— para evitar la malsana tentación de tirar el agua sucia del barreño con el niño dentro, que es lo que habitualmente se ha hecho en la azarosa vida de España durante los últimos dos siglos. O expresado de otra manera, hacer lo contrario que ignorar que el elefante está en el centro de la vida política.

Lo ocurrido en la legislatura que empezó en 2019 y ahora en 2023 es un buen ejemplo de que la política territorial lo condiciona todo, incluso en materias tan relevantes para los ciudadanos como la política de vivienda, que a la postre dependerá de la interpretación que haga el Constitucional, lo que deja en muy mal lugar a la política, que seguirá enredada durante muchos años si no se impone la sensatez y no se aborda un viejo problema que arruinó dos repúblicas y amenaza con viciar la política española. Mala cosa es seguir discutiendo sobre la cuestión nacional en el siglo XXI.

Algunos historiadores han situado el origen más inmediato de algunos de los problemas territoriales de España, aunque no la causa, en el Pacto de San Sebastián (1930). De aquella reunión, celebrada en la clandestinidad, algunos dicen que en casa de su promotor, Fernando Sasiain y Brau, y otros en el Hotel de Londres, salió el compromiso por parte de un grupo amplio de intelectuales y políticos de derechas y de izquierdas de proclamar la República ante la debacle de la monarquía tras su decidido apoyo a Primo de Rivera.

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