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Las circunstancias han cambiado. Y la segunda legislatura de Sánchez, si lo logra, no tiene por qué ser como la primera. De lo contrario, será un pato cojo con escasa capacidad de maniobra

Foto: Pedro Sánchez. (Reuters/Violeta Santos Moura)
Pedro Sánchez. (Reuters/Violeta Santos Moura)
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Sánchez no es un pato cojo. Es más, ni siquiera tiene garantizado que seguirá siendo presidente del Gobierno en la nueva legislatura que comienza el próximo jueves. Pero es probable, si lo consigue, que acabe siéndolo si no es capaz de armar una mayoría social que vaya más allá que la estrictamente parlamentaria. Es decir, si consigue un pacto de investidura que lo renueve en la presidencia, pero sin que el acuerdo garantice la gobernabilidad.

La expresión pato cojo, como se sabe, se refiere a los presidentes de EEUU que están al final de su mandato sin ninguna posibilidad de ser reelegidos, y de ahí que su margen de maniobra durante el tiempo que les queda sea muy limitado en la medida que su sucesor ya ha sido decidido en las urnas. Cualquier medida relevante, en principio, debería ser avalada por el presidente entrante, aunque es verdad que disponen de un cierto margen de maniobra, por ejemplo, como hizo Clinton con Marc Rich, concediendo un polémico indulto a alguien que estaba huido de la justicia de EEUU.

Foto: Los ministros Félix Bolaños y Miquel Iceta, en el Senado. (EFE/Fernando Villar)

Se trata, por lo tanto, de una circunstancia más propia de los sistemas presidenciales que de los modelos parlamentarios, como el español, en el que la duración de la interinidad del cargo depende de los pactos políticos. Esto hace, en la práctica, que el margen de los presidentes en funciones sea mucho mayor debido a que determinadas decisiones hay que tomarlas sin esperar la formación de un nuevo Gobierno. Rajoy estuvo casi un año como presidente en funciones y Sánchez llegó a estar más de 200 días en 2019, lo que da idea de que los patos cojos en los sistemas parlamentarios son mucho más relevantes que en los presidencialistas.

La ventaja de estos, sin embargo, es que su duración está tasada, mientras que en los parlamentarios no solo se puede estar en funciones durante un largo periodo de tiempo, sino que después, una vez elegido el presidente del Gobierno de turno, puede verse en una situación tan débil que en realidad no ejerza sus funciones constitucionales por falta de apoyo. Es decir, es en la práctica un pato cojo. Una cosa es llegar a la Moncloa y otra gobernar con plenas facultades.

Un ejercicio de política-ficción

Existen al menos tres escenarios posibles. El primero, que Feijóo logre la abstención de Junts (poco probable) y que sea elegido presidente. El segundo, que Sánchez lo siga siendo (más probable) gracias al apoyo pasivo o activo de los independentistas catalanes, y el tercero, que haya nuevas elecciones. Habría más, pero eso nos lleva al terreno de la política-ficción. Los dos primeros escenarios incorporan unas enormes dosis de inestabilidad política en la medida que se trataría de mayorías muy ajustadas, apenas unos votos, mientras que el tercero es una incógnita, aunque solo parcial. Tanto en 2016 como en 2019, los años en los que se repitieron las elecciones, los resultados no cambiaron de una forma muy significativa.

Esta realidad es la que hace que la inestabilidad política haya pasado de ser un hecho infrecuente, al menos hasta que el bipartidismo imperfecto saltó por los aires tras la Gran Recesión, a ser cada vez más habitual. Hasta el punto de que en el ADN del sistema político español ya se encuentran mayorías muy ajustadas que harán más difícil la gobernabilidad en un futuro.

La debilidad parlamentaria ha sido tan extraordinaria que nunca ha gobernado con más de 123 diputados

Sánchez, desde que el 1 de junio de 2018 ganó la moción de censura al Gobierno de Rajoy, ha vivido en el alambre, pero lleva ya más tiempo como presidente que una figura tan emblemática como lo fue Adolfo Suárez, cuyas dotes de funambulismo también fueron prodigiosas. Su debilidad parlamentaria ha sido tan extraordinaria que nunca ha gobernado con más de 123 diputados, lo que lo convierte en un político con una enorme resiliencia en el sentido darwiniano del término: capacidad de adaptación a las circunstancias.

Sus mayorías muy minoritarias son las que explican, en unas circunstancias ciertamente complejas (pandemia, hiperinflación o guerra de Ucrania), que sus gobiernos no hayan sido reformistas ni, por supuesto, transformadores, sino que se han limitado a gestionar el día a día, pero sin atacar los problemas estructurales del país en asuntos como la política territorial, el mal funcionamiento de la justicia o cuestiones de largo recorrido como son la calidad del sistema fiscal o la financiación del Estado de bienestar en un contexto de envejecimiento acelerado. Sin contar las causas estructurales del ensanchamiento sistemático de la desigualdad, no solo en términos de renta, sino de igualdad de oportunidades. Una cosa es subir el SMI, actualizar las pensiones según el IPC o poner en marcha el Ingreso Mínimo Vital y otra muy distinta hacer transformaciones sociales que queden para varias generaciones.

El populismo rampante

La causa, lógicamente, tiene que ver con las circunstancias extraordinarias en las que se desarrolló la última legislatura y, lógicamente, su debilidad parlamentaria, sin contar la existencia de un clima político deplorable que ha hecho que la capacidad de entendimiento de los partidos centrales del sistema haya sido nulo. Probablemente, porque el populismo rampante se ha instalado en la agenda pública, lo que hace que cualquier pacto se vea como una traición. Sánchez, desde el primer día, también porque se lo exigía Unidas Podemos, alentó la política de bloques y el PP; tanto con Casado como Feijóo, solo ha buscado la confrontación, y el bloqueo del poder judicial es la demostración más palpable.

Hay razones para pensar que las circunstancias excepcionales en las que se movió la anterior legislatura son el pasado. Y por eso sería absurdo que Sánchez, si gobierna (hipótesis más probable), siguiera haciendo de la política un ejercicio de supervivencia. O de resistencia para continuar con su leyenda, como se prefiera.

Se suele decir que en EEUU, país de corte presidencialista, los inquilinos de la Casa Blanca utilizan su primer mandato para aplicar lo prometido a los electores, lo que explica que habitualmente sean los períodos legislativamente más fructíferos, mientras que en el segundo mandato lo que buscan es pasar a la posteridad con decisiones que dejen huella.

Aznar, por ejemplo, se comprometió a gobernar un máximo de dos legislaturas, y lo cumplió

Esto es así por una razón obvia. Al no ser posible una tercera elección, el presidente no se prepara el terreno para volver a ganar, lo que hace que el diseño de las políticas tengan un carácter más estratégico. Entre otras razones, porque los partidos solo existen como aparato electoral, pero carecen del carácter orgánico e ideológico que tienen en Europa. Es por eso por lo que los segundos mandatos son los más importantes, ya que no están contaminados por la posibilidad de una reelección. Se busca trascender.

En los sistemas parlamentarios, en los que no hay límites a los mandatos, las cosas son distintas, pero aun así, en determinadas ocasiones, se han observado comportamientos parecidos. Aznar, por ejemplo, se comprometió a gobernar un máximo de dos legislaturas, y lo cumplió, lo que explica que en la primera el expresidente alcanzara pactos hasta con el mismísimo diablo, en el sentido figurado del término, mientras que la segunda tuvo un carácter más ideológico. Sin duda, porque quería dejar su impronta en asuntos como la política territorial (ahí comenzó sus enfrentamientos con el nacionalismo) o en cuestiones de política internacional (a muerte con EEUU en el marco de una política transatlántica).

Sánchez tiene ahora una oportunidad histórica. Convertir su segunda legislatura (la que salió de la moción de censura fue residual) en algo que vaya más allá que un ejercicio de mera supervivencia o crear el clima necesario para modernizar el país en cuestiones que hoy han quedado marginadas por las urgencias políticas. Esto es lo que se juega en la próxima legislatura, aunque no depende solo de él. Sánchez contra Sánchez.

Sánchez no es un pato cojo. Es más, ni siquiera tiene garantizado que seguirá siendo presidente del Gobierno en la nueva legislatura que comienza el próximo jueves. Pero es probable, si lo consigue, que acabe siéndolo si no es capaz de armar una mayoría social que vaya más allá que la estrictamente parlamentaria. Es decir, si consigue un pacto de investidura que lo renueve en la presidencia, pero sin que el acuerdo garantice la gobernabilidad.

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