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¡Viva España con honra!

El 23-J ha aflorado viejos problemas sin resolver. En particular, las insuficiencias del Título VIII de la Constitución. ¿El resultado? La arquitectura institucional carece de instrumentos adecuados para canalizar el debate autonómico

Foto: Una imagen de archivo de la Diada en Cataluña. (EFE/Alejandro García)
Una imagen de archivo de la Diada en Cataluña. (EFE/Alejandro García)
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Algunos historiadores* han situado el origen de la "cuestión regional" en la década de los años 80 del siglo XIX, cuando las tensiones territoriales, en particular en Cataluña, comenzaron a ser un problema cultural y político para el conjunto del Estado. Aunque las tensiones fueron ya evidentes durante la I República, su naturaleza era distinta. La sublevación cantonal no pretendía articular el Estado, sino configurarlo como un conjunto de estados autodeterminados.

El regionalismo, muy al contrario, como proclamaba la revista La España Regional, la primera publicación que postula abiertamente una reorganización territorial de España, buscaba una alianza de la periferia en torno al Estado unitario, y su nacimiento hay que situarlo en el marco de la revolución liberal, que se sublevó al grito de "Viva España con honra" de los tiempos de Prim y del almirante Topete. De hecho, la consolidación de los regionalismos tiene que ver con el debate sobre la llamada codificación civil, que pretendía sustituir una de las características del Antiguo Régimen, que configuró un orden jurídico sembrado de múltiples fuentes del derecho, incluido lo que se llamó "derecho de conquista".

Foto: Carles Puigdemont, en el Parlamento Europeo. (EFE/Julien Warnand)

Lo que el Estado liberal busca, por el contrario, es un derecho común a todos los españoles, así como atender a las presiones proteccionistas de los cerealistas castellanos y de los industriales catalanes del textil, además de la eclosión de una cultura popular propia que tuvo manifestaciones tan significativas como la Renaixença catalana o el Rexurdimento gallego.

Nada que ver con los sistema forales, como decía en uno de sus números la revista La España Regional, que se preguntaba: "En qué se distingue este regionalismo del fuerismo ortodoxo vascongado?" (sic) "Se distingue", decía, "en que el concepto de fuerismo se ha formado con elementos puramente históricos, y el del regionalismo por elementos históricos y filosóficos".

"El concepto de fuerismo se ha formado con elementos históricos, y el del regionalismo por elementos históricos y filosóficos"

Lo que encerraba en aquellos días el término filosófico era una determinada teoría del Estado, y desde entonces, han pasado casi 150 años, este país sigue enredado en cuestiones territoriales. El éxito de la Constitución de 1978 fue, precisamente, encauzar ese regionalismo en el marco del Estado autonómico, y solo con observar los niveles de progreso alcanzados desde entonces basta para acallar a quienes pretenden un regreso a la España centralista.

La manifiesta infidelidad del nacionalismo catalán con la Constitución que ellos mismos ayudaron a alumbrar —Miquel Roca fue uno de los ponentes y en Cataluña fue donde más respaldo obtuvo el referéndum— ha reventado ese consenso. Probablemente, porque Artur Mas quiso tapar la crisis derivada de la Gran Recesión —que tenía un indudable desgaste para los dirigentes de la Generalitat— con nuevas demandas alejadas del espíritu constitucional.

El divorcio

A estas alturas merece la pena muy poco reflexionar sobre las causas el divorcio salvo que se quiera llorar sobre la leche derramada, pero hay pocas dudas de que la deslealtad del nacionalismo catalán con el Estado que hizo posible la recuperación de la Generalitat ha aflorado algunas insuficiencias de la Constitución. En particular, del Título VIII, que, como muchos constitucionalistas han expresado, está inacabado, lo que ha creado un caldo de cultivo especialmente propicio para que crezcan tanto la demagogia como la insolidaridad.

La prueba del nueve son los deficientes instrumentos de canalización del conflicto autonómico, algo más que necesarios en un Estado descentralizado en el que al menos cohabitan tres niveles administrativos sin contar la Unión Europea. Ni el Senado cumple su papel de cámara territorial, es apenas un órgano de segunda lectura, ni el Consejo de Política Fiscal y Financiera (donde el Gobierno central tiene el 50% de los votos) es una herramienta útil para resolver los problemas. Lo dice todo que el sistema de financiación autonómica lleve casi un década sin actualizarse, el doble que el consejo del poder judicial, sin que a nadie le importe más allá de los consiguientes golpes de pecho de madera.

Foto: Sesión de control al Govern en el Parlament. (EFE/Andre Dalmau)

Por el contrario, y ante la falta de cauces institucionales para canalizar el conflicto territorial, en el que por razones obvias deben participar todas las comunidades autónomas, lo que ha emergido es una tensión permanente entre el Gobierno central de turno y las regiones, muchas veces instrumentalizadas artificiosamente desde el partido que está en la oposición hasta convertirlas en el ariete contra el inquilino de la Moncloa de turno, lo cual es absolutamente desleal con su papel constitucional. En tiempos de Aznar, los tres barones socialistas de Andalucía, Extremadura y Castilla-La Mancha fustigaron al líder del PP, y en tiempos de Sánchez, la presidenta Díaz Ayuso ha querido convertir a Madrid en la máquina para derribar al Gobierno central, lo cual es absurdo y profundamente desleal con la función que asigna la Constitución a las regiones.

Ningún Gobierno ha querido resolver estas insuficiencias del Estado autonómico pese a que no sólo los especialistas lo han detectado desde hace muchos años, sino que también los saben quienes han gestionado este país porque han sufrido este desajuste. El resultado es algo tan dramático desde el punto de vista constitucional como haber convertido al Congreso de los Diputados en una cámara territorial, que es justo lo que debería ser el Senado. Una especie de fraude de ley mayúsculo en la medida que desnaturaliza su función. De hecho, el constituyente pudo haber optado por una sola cámara, pero finalmente se optó por un bicameralismo con atribuciones distintas. Por ejemplo, en la aplicación del artículo 155. Tampoco el constituyente quiso diseñarlo para torpedear la labor del Gobierno de turno, que es lo que ahora se pretende.

Esto explica que asuntos como el uso de la lenguas, la financiación autonómica o, incluso, la participación de las regiones en Europa en lugar de ser asuntos multilaterales (en el que participen todas las CCAA) se hayan convertido a la postre en un asunto bilateral, que es justamente lo contrario de lo que pretendía un Estado federalizante como es el español, en el que las CCAA dialogan entre sí en una cámara diseñada con ese fin, como sucede con toda normalidad en los países federales.

El error Sánchez

Pedro Sánchez, el presidente en funciones, ha caído en el mismo error. Obviamente, por sus urgencias derivadas de la aritmética parlamentaria, y eso explica que una vez más la próxima legislatura —si echa a andar— las cuestiones territoriales vayan a marcar el tiempo político. El error está, precisamente, en no enmarcar las negociaciones con los independentistas —que son consustanciales a la propia política— en una reforma en profundidad del marco territorial para cerrarlo de una vez por todas o, al menos, para que dure varias generaciones, que es lo que logró la Constitución de 1978.

Es en este contexto en el que florece el populismo territorial, y que tuvo su manifestación más evidente en la ronda de actualización de los estatutos autonómicos llevada a cabo en tiempos de Zapatero, cuando Zaplana dijo que la Comunidad Valenciana aspiraba a lo mismo que Cataluña, lo que supone una desprecio a las singularidades de cada región. Singularidades que son, precisamente, las que ampara hoy la propia Constitución, que habilita sistemas diferentes como es el régimen foral o las particularidades de Canarias o, incluso, el caso de Ceuta y Melilla. Nada hay más asimétrico hoy que el Estado autonómico, precisamente porque pretende atender realidades distintas.

"Pensar que las demandas de autogobierno de Murcia o Extremadura son las mismas que las de Cataluña es simplemente ridículo"

Pensar que las demandas de autogobierno de Murcia o Extremadura son las mismas que las de Cataluña es simplemente ridículo, lo que no impide la construcción de un Estado unitario a partir de sensibilidades distintas. Lo que define a los estados federales es, de hecho, la lealtad a la Constitución, no su nivel de competencias. Ni por supuesto, se es más autonomista por romper la unidad lingüística de una lengua, como puede ocurrir con el catalán de salir adelante la propuesta del valenciano como lengua propia.

Para más inri, la irrupción de Vox, partido que rechaza el consenso constitucional en torno al Estado autonómico, ha añadido leña al fuego, lo que en última instancia ha generado una situación disparatada: uno de los partidos centrales del sistema, sin el que no se pueden emprender reformas territoriales, está atado por sus compromisos con el partido de Abascal, lo que impide cualquier actualización del modelo autonómico. Feijóo, atrapado por su política de alianzas, no ofrece soluciones para resolver un problema que está ahí y que de manera incomprensible se quiere ocultar, como pretendió hacer Rajoy. Obviamente, por una cuestión de tacticismo electoral, cuando paradójicamente lo que da alas a Vox es el conflicto territorial, lo que impide al PP construir una política de alianza útil para sus intereses. De aquellos polvos, estos lodos.

El escenario

¿La consecuencia? Ante la falta de acuerdo de los dos grandes partidos —tampoco Sánchez está haciendo algo por abrir el melón autonómico más allá de concesiones puntuales para salvar votaciones— el Gobierno de la nación se ha echado en manos de los independentistas en cuestiones que son de puro sentido común, como es que se pueda hablar en el parlamento en lenguas que son oficiales. Sánchez, y eso es lo más significativo y más preocupante, ni siquiera está haciendo nada por crear un clima de entendimiento con el PP para encauzar el debate territorial.

Ni que decir tiene que el actual es el mejor escenario para quienes recelan del Estado autonómico —a un lado y a otro— en la medida que tienen formalmente la sartén por el mango. Sólo formalmente porque el sistema normativo, a través de los jueces, impone de forma taxativa los límites, algo que de una forma intencionada se omite en el actual debate político, en el que se quiere dar la impresión de que el presidente del Gobierno está aforado y no pudiera ser procesado por traspasarlos. Incluida, la posible amnistía al margen de la ley (otra cosa es su encaje constitucional) o la autodeterminación.

Foto: El expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont. (Reuters/Yves Herman)

A veces se olvida que Cataluña no tiene problemas territoriales —como quieren hacer ver los independentistas—, sino que quien los tiene es España. Precisamente, porque Cataluña es parte del territorio nacional. Y, por lo tanto, solo desde un planteamiento global se pueden resolver problemas que envenenan la vida pública. Hasta el punto de que se confunde la parte con el todo.

O lo que es lo mismo, se analizan los problemas del conjunto del Estado con lo que sucede en Cataluña, cuando a la inmensa mayoría de los ciudadanos lo que les preocupa son los salarios, las pensiones, la calidad del empleo, el despoblamiento o el funcionamiento de la sanidad. Y apenas se habla de ello porque lo prioritario son las peripecias de un fugado de la justicia o la lengua en la que hablan en el Congreso los diputados Rufián o Nogueras.

*Ramón Villares. La España regional. Cultura y Nación. Historia de España. Crítica/Marcial Pons 2009.

Algunos historiadores* han situado el origen de la "cuestión regional" en la década de los años 80 del siglo XIX, cuando las tensiones territoriales, en particular en Cataluña, comenzaron a ser un problema cultural y político para el conjunto del Estado. Aunque las tensiones fueron ya evidentes durante la I República, su naturaleza era distinta. La sublevación cantonal no pretendía articular el Estado, sino configurarlo como un conjunto de estados autodeterminados.

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