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Las malas tentaciones de Sánchez y Feijóo
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Las malas tentaciones de Sánchez y Feijóo

Una cosa es la amnistía y otra la organización territorial del Estado. Lo primero es una decisión política sobre la que opinarán los tribunales; lo segundo es una cuestión que afecta al conjunto del sistema político

Foto: Sánchez y Feijóo en su reunión de esta semana. (EFE/Mariscal)
Sánchez y Feijóo en su reunión de esta semana. (EFE/Mariscal)
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"¿Qué es una nación?", se preguntaba Herrero y Rodríguez de Miñón durante los debates constitucionales. "Una nación" proseguía, "es, a nuestro juicio, la voluntad de vivir juntos; pero vivir juntos voluntariamente exige antes estar cómodos para convivir. Por eso la nación es un orden de convivencia en libertad".

La respuesta, entre otros, se la dio Manuel Fraga. "El concepto de nación no se puede acuñar a voluntad; no basta una particularidad lingüística, étnica o administrativa; solo la suma de un gran territorio compacto, de tradición cultural común y con proyección universal; una viabilidad económica; una organización política global, probada por siglos de Historia, solo eso constituye una nación". Dos líderes conservadores, Herrero (UCD) y Fraga (AP), sin pretenderlo, marcan los límites del actual debate.

Cuatro décadas después, el debate sigue vivo, lo que refleja que el diseño territorial del Estado, lejos de estar cerrado, continúa abierto

Han pasado 45 años de aquellas discusiones y merece la pena rescatarlas porque fue la última vez, en sede parlamentaria, en la que España discutió consigo misma sobre el modelo territorial de una forma profunda, sin oportunismos políticos para salvar determinadas coyunturas.

Es verdad que en los últimos tiempos se han producido debates muy sonoros como la discusión sobre el Plan Ibarretxe, y, por supuesto, todo lo que ha rodeado a Cataluña, pero han sido debates parciales condicionados por fuerzas nacionalistas que han buscado resolver problemas de parte. En el caso del Plan Ibarretxe, a través de un nuevo estatus para el País Vasco basado en lo que el exlendakari llamó "libre asociación con el Estado español", y que ahora, de alguna manera, ha reabierto el lendakari Urkullu con su propuesta de Estado plurinacional. En el caso de Cataluña, porque lo que se planteó, lisa y llanamente, fue el derecho de autodeterminación, que se sitúa extramuros de la Constitución.

Lo relevante, en todo caso, es que cuatro décadas después el debate sigue vivo, lo que refleja a todas luces que el diseño territorial del Estado, lejos de estar cerrado, continúa abierto. Solo hay que observar que son las fuerzas centrífugas —los nacionalismos— quienes desde hace décadas condicionan el debate político en el conjunto del Estado por su influencia electoral, lo que a la postre ha hecho crecer, paradójicamente, a las fuerzas centrípetas contrarias a la propia Constitución.

Causas y consecuencias

Existen, al menos, dos opciones: no hacer nada y dejar que el estado de cosas se vaya pudriendo o, por el contrario, afrontarlo con voluntad de alcanzar acuerdos. No para resolver los problemas de investidura de un determinado presidente del Gobierno, da igual que se llame Sánchez, Aznar o González, sino para dotar a la política nacional de una estabilidad de la que hoy carece. Precisamente, porque hoy el marco de convivencia del que hablaba Herrero de Miñón, para muchos, está dañado. Discutir sobre las causas, si no se hace con espíritu constructivo, solo ayudará a abrir más las heridas. Las "Españas" están ahí y han venido para quedarse.

Conviene recordar que la propia Constitución en materia de la organización territorial del Estado quiso ser más un punto de partida que de llegada, lo que explica su enorme flexibilidad a la hora de constituir hasta las propias comunidades autónomas.

La famosa asimetría —ahora tan denostada— ya estaba prevista por la propia Constitución, que no solo preveía dos vías de acceso a la autonomía —la vía lenta y la rápida—, sino que además reconoció la singularidad de las comunidades forales. El sistema político, incluso, aceptó que Cataluña pudiera restablecer la Generalitat antes de la aprobación de la carta magna. Es decir, una enorme flexibilidad política que hizo posible que saliera adelante. Salvando las distancias, muchos constitucionalistas se han preguntado cómo un país tan enorme como EEUU ha permanecido junto durante tantos años y la respuesta que se suele dar es que ha sido posible gracias a la enorme flexibilidad de las normas federales, lo que ha permitido encajar las legítimas posiciones de los estados, además de disfrutar de un esquema de competencias perfectamente definido. Es decir, más un problema de auctoritas que de potestas.

La Constitución en materia de organización territorial quiso ser más un punto de partida que de llegada, lo que explica su flexibilidad

La Constitución española ni siquiera pudo prever cuántas comunidades autónomas acabarían creándose ni, por supuesto, el nombre ni tampoco las competencias concretas, lo que ha provocado que en buena medida hayan sido las sentencias del Tribunal Constitucional, no las Cortes generales, las que hayan diseñado el Estado autonómico, lo cual es profundamente antidemocrático y políticamente insostenible, porque son los partidos los que no se sienten concernidos por ellas. Y solo hay que recordar lo que sucedió con el Estatut.

Esta anomalía fue ya puesta de relieve en febrero de 2006 por el Consejo de Estado, entonces presidido por Rubio Llorente, que en un voluminoso informe —383 páginas— suscrito por los 25 componentes del Pleno, con el único voto en contra del expresidente Aznar, reprochó a la política que conceptos como el de "legislación básica", "intereses respectivos" o "bloque de constitucionalidad" tuvieran su origen en diferentes sentencias del Tribunal Constitucional "quien se convirtió en un verdadero intérprete-creador del actual Estado de las autonomías".

El mapa autonómico

La Constitución apenas se limita a aclarar que el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las comunidades autónomas que se pudieran constituir en función de lo que tendrían que decidir "las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes". Tampoco se dio una configuración al Senado más allá de denominarlo como la cámara territorial del Estado, lo que refleja claramente que ya desde sus inicios el constituyente dejó muchas cosas sin cerrar en el mapa autonómico.

La solución que se le dio, en aras de la política de consenso, fue el célebre café para todos, pero ya desde entonces era previsible que esa uniformidad un tanto forzada, ya que se partía de realidades distintas, tendría sus límites. Pasados los años, el Estado autonómico se ha consolidado, pero aún así emergen grietas que de forma deliberada se azuzan por las urgencias políticas. Primero los nacionalistas y sus adláteres, aprovechando de manera desleal las fisuras del sistema autonómico, y después quienes a estas alturas nunca han asumido la compleja realidad española.

El propio TC, en la sentencia que tumbó la Loapa (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico) ya advirtió en 1983, sin embargo, que la igualdad de derechos y obligaciones de todos los españoles en cualquier punto del territorio nacional "no puede ser entendida como rigurosa uniformidad del ordenamiento". Y lo argumentó con una precisión de cirujano. La igualdad de derechos de las comunidades, señaló, "no es lo que garantiza el principio de igualdad de derechos de los ciudadanos, sino que es la necesidad de garantizar la igualdad en el ejercicio de tales derechos lo que, mediante la fijación de unas comunes condiciones básicas, impone un límite a la diversidad de las posiciones jurídicas de las comunidades autónomas".

Todo ello ha llevado a un inmovilismo y a un miedo reverencial a reformar la Constitución que solo ha alimentado las tensiones territoriales

Es decir, un marco flexible que hoy cierta política se niega a reconocer, lo que explica la contumacia con que se manifiestan los problemas territoriales. Algo que, como en alguna ocasión advirtió el profesor Muñoz Machado, amenaza con convertir al propio Estado en un sujeto político "inviable", que no significa que sea fallido, sino que no es capaz de encontrar soluciones a los problemas. Precisamente, por la incapacidad del sistema político de ponerse de acuerdo.

En muchas ocasiones, por la prevalencia de un cierto esencialismo en el debate político que convierte cualquier asunto en una cuestión de principios, lo que en última instancia frustra cualquier negociación. Entre otras razones, porque los principios no se negocian, sino que lo que se discute son soluciones concretas a problemas concretos. En otras ocasiones, por el fetichismo de los nombres, que ha llegado al absurdo de que vocablos como federalismo sean considerados de izquierdas, cuando son muchas las naciones que lo son y a nadie se le ocurriría identificarlas como tales.

Las malas tentaciones

Todo ello ha llevado a un inmovilismo y a un miedo reverencial a reformar la Constitución que solo ha alimentado las tensiones, que, por otra parte, son consustanciales a los países descentralizados, sobre todo en estados en los que la organización territorial no está cerrada, como es el caso de España. Esto es lo que ha alentado una tentación tan legítima como nefasta, como es la de utilizar el autogobierno territorial como ariete contra el Gobierno central de turno, lo que en última instancia multiplica los agravios comparativos, que es la vía más rápida para liquidar una nación en el sentido original del término: la voluntad de vivir juntos.

Lo más preocupante, sin embargo, es que en el actual debate aflora una confusión evidente: se superpone una decisión política y sin duda polémica, como es la posibilidad de una amnistía a los procesados por delitos cometidos durante el procés, a otra de naturaleza muy diferente, como es la organización territorial del Estado, cuando son asuntos absolutamente distintos.

Lo que sucede en Cataluña es de interés del conjunto del Estado y, por lo tanto, nunca puede ser una cuestión bilateral

El primero es un problema que tendrá que decidir el Partido Socialista para asegurarse una mayoría en la investidura de Pedro Sánchez, y los electores y los tribunales dirán en su día si lo aceptan o lo rechazan, pero el segundo es una cuestión que afecta al conjunto del Estado que habría que enfrentar con procés o sin procés. Una cosa no tiene nada que ver con la otra, aunque parezca lo contrario y se quiera ver así.

De ahí, precisamente, que mal hacen los dos grandes partidos del sistema político si no avanzan en una modernización del Estado autonómico, al que se le han roto muchas costuras, como lo demuestra la elevada conflictividad. Y es al presidente que salga del futuro debate de investidura al que le corresponderá liderar la discusión sin mezclar churras con merinas. Lo que sucede en Cataluña —no con Puigdemont ni el resto de encausados por el procés— es de interés del conjunto del Estado y, por lo tanto, nunca puede ser una cuestión bilateral ni mucho menos una cuestión sometida al chantaje electoral.

Entre otras razones, porque muchas de las discrepancias actuales proceden, justamente, de no haber resuelto cuestiones que deberían haber estado encauzadas hace años, como que el Senado sea una verdadera cámara territorial (y no el Congreso) o que exista una clara delimitación del marco competencial.

Este es, precisamente, el caldo de cultivo en el que han crecido los nacionalismos de siempre y los de nuevo cuño, tan contradictorios como oportunistas, nacidos para crear sus propios reinos de taifas y negociar así desde su ámbito territorial desde posiciones de fuerza, ya sea en Madrid, Barcelona o Valencia. ¿El resultado? El modelo autonómico es, todavía hoy, un sistema confuso, prolijo y redundante que muchos ciudadanos ni siquiera entienden y que si no se reforma a tiempo acabará pudriéndose.

"¿Qué es una nación?", se preguntaba Herrero y Rodríguez de Miñón durante los debates constitucionales. "Una nación" proseguía, "es, a nuestro juicio, la voluntad de vivir juntos; pero vivir juntos voluntariamente exige antes estar cómodos para convivir. Por eso la nación es un orden de convivencia en libertad".

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