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El nuevo orden mundial deja a Europa a los pies de los caballos
El mundo ha cambiado, y la entrada de los saudíes en Telefónica no es más que el reflejo de esa transformación. Se impone un nuevo orden en el que ya no hay gendarmes globales. Los países se asocian frente a la hiperglobalización
Mejor mirar los datos. En 2004, poco tiempo después de que China entrara en la OMC (Organización Mundial de Comercio), la Unión Europea representaba el 26% del PIB mundial; en 2015, apenas unos años más tarde, ese porcentaje había bajado ya al 22%, y la propia Comisión Europea ha adelantado que en 2030, es decir, a la vuelta de la esquina, supondrá "mucho menos" del 20%, ya por detrás de China.
El menor poder económico de Europa hay que vincularlo a múltiples factores, en particular a la globalización y, por consiguiente, a la creciente influencia de los países emergentes, pero también a factores endógenos, como la crisis demográfica.
A comienzos del siglo XX, uno de cada cuatro habitantes del planeta era europeo, hoy somos uno de cada 20
La población europea ya solo representa el 5,6% de la que tiene el mundo, y para hacerse una idea de lo que supone ese porcentaje, solo hay que tener en cuenta que en 1974 representaba prácticamente el doble, un 10%, y lo que es todavía más significativo, en 2100, si se cumplen las previsiones de Eurostat, la agencia estadística de la UE, se situará en apenas un 4%. A comienzos del siglo XX, en plena hegemonía europea en el mundo, la población llegó a representar el 25%. Es decir, uno de cada cuatro habitantes del planeta era europeo, hoy somos uno de cada 20. Sin contar, el hecho de que Europa será la región más envejecida del mundo en 2030, con una media de edad de 45 años.
Es verdad que Europa es todavía el mayor mercado único del mundo y el euro —tras el dólar— es la segunda moneda más utilizada. Es, además, la mayor potencia comercial y la región que más invierte en innovación, pero hay pocas dudas de que su influencia en el mundo se achica.
Seguridad y defensa
No solo de forma cuantitativa, sino también cualitativa. La cacareada autonomía estratégica es un fantasma y hay pocas dudas de que su política exterior está subordinada a los intereses de Washington, y no hace falta mirar solo a los acontecimientos actuales en Ucrania. Probablemente, porque no tiene más remedio. En plena explosión de las democracias iliberales, la alianza estratégica con EEUU se ha convertido en una necesidad ante la incapacidad de Europa de dotarse de un sistema propio de seguridad y defensa. Solo hay que tener en cuenta que únicamente el 16,1% de la población mundial (pero que produce el 61,2% del PIB mundial) ha impuesto sanciones a Rusia.
El resultado es que nunca Europa ha sido tan pequeña en siglos. No solo en el plano económico, también en su capacidad para influir sobre el resto del mundo, exportando una determinada forma de vida en común en línea con el mandato de la Carta de Naciones Unidas. La invasión de Ucrania es un ejemplo claro de cómo ha saltado por los aires el espíritu que salió de San Francisco en 1945.
El orden liberal basado en normas está retrocediendo y avanzan las democracias —si se pueden llamar así— autoritarias, con líderes que tienden a perpetuarse en el poder mediante la consolidación de élites internas que no quieren saber nada de la dicotomía planteada por Biden al inicio de su mandato: o democracia o autocracia. Hace tiempo que han optado por lo segundo. El hecho de que el comunicado final del G-20 haya sido incapaz de hacer una mención expresa a la agresión de Rusia sobre Ucrania refleja bien este nuevo orden mundial.
No es casualidad que el régimen saudí haya entrado en España, donde hay un Estado débil, y no en Francia, Alemania o, incluso, Italia
Es en este contexto en el que hay que entender movimientos como el de Arabia Saudí en España, que en los años 80, en tiempos de jeque Yamani, cuando los países productores empezaron a sacar músculo financiero tras los dos choques petroleros de los años 70, nunca se hubiera atrevido a entrar como accionista mayoritario en una compañía estratégica de un país altamente desarrollado y socio de la Unión Europea. Tampoco es casualidad que el régimen saudí haya entrado en España, donde hay un Estado débil, y no en Francia, Alemania o, incluso, Italia, que está buscando pactos de Riad, pero controlados por el propio Estado italiano.
La causa, lógicamente, tiene que ver con la fragilidad europea y en última instancia con el enorme proceso de acumulación que se ha venido produciendo en los países exportadores de materias primas en las últimas décadas, y que a la postre —a través de los fondos soberanos— ha derivado en la reinvención de un concepto que parecía en desuso, como es el capitalismo de Estado, que en las últimas décadas se ha asociado únicamente a China.
La propia Rusia se ha envalentonado desde que Putin llegó al poder al calor de sus ingentes ingresos por venta de petróleo, gas y minerales estratégicos. El reciente proceso de ampliación de los Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) es un ejemplo más de que la correlación de fuerzas en el planeta está cambiando y no, precisamente, en favor de Europa. Turquía o Brasil, igualmente, tienen dinámicas propias. Parece claro, por lo tanto, que el anuncio de cerrar un corredor de transporte en Oriente Medio fomentado por EEUU y Europa (con el respaldo de Riad) para competir con la Ruta de la Seda llega tarde.
Nuevos bloques
El mayor activismo de los fondos soberanos hay que vincularlo necesariamente al fin del capitalismo global, tal y como se ha entendido desde la entrada de China en la OMC, y su sustitución por una globalización fragmentada articulada en torno a nuevos bloques económicos con un fuerte componente político y, por supuesto, nacional. No es que el comercio mundial no vaya a seguir creciendo —no hay datos concluyentes sobre la desglobalización—, sino que lo hará de otra manera. En suma, alianzas estratégicas entre bloques o países en aras de asegurar el aprovisionamiento en las cadenas de suministros y de tecnología.
Algunos lo han llamado el nuevo consenso de Pekín, que ha emergido como alternativa del Sur Global al llamado consenso de Washington, que desde la caída del muro ha sido el modelo hegemónico, pero que hoy toca a su fin, tal y como lo hemos conocido ante la creciente desconfianza sobre su funcionamiento. Es verdad que ha sacado de la miseria a cientos de millones de seres humanos, pero también es cierto que ha generado fuertes desequilibrios que son los que hoy explican algunos movimientos tectónicos en el plano social, económico y político.
Conceptos como democracia y liberalismo, que van necesariamente de la mano, han perdido hoy prestigio en buena parte del mundo
Es posible que por los errores cometidos —guerras fallidas en Oriente Medio y África, crisis financieras continuas por la mala o nula regulación o desatención al cambio climático—, además de por haber desviado el capitalismo global de su esencia. Fomentando, por el contrario, la codicia de las élites, que es lo que explica el ensanchamiento impúdico de la desigualdad.
La consecuencia, guste o no, es que conceptos como democracia y liberalismo, que van de la mano, han perdido hoy prestigio en buena parte del mundo y lo que viene son movimientos de rebelión de las antiguas colonias contra sus viejas metrópolis, a las que se les acusa de haber dominado el mundo en su provecho incumpliendo su telos original. No es casualidad que Rusia lo explote en África y que la India de Modi, cada vez más nacionalista (pretende ahora cambiar el nombre a su país), saque músculo frente a su antigua metrópoli. La Turquía de Erdogan es cada vez más nacionalista y menos laica y la China de Xi vuelve a mirar en su interior.
La creciente inmigración es la prueba más palpable del fracaso de la hiperglobalización tal como la hemos conocido, lo que a la postre ha alentado el resurgir de regímenes iliberales, y que en Europa se alimentan, precisamente, de la ira contra la entrada de inmigrantes.
Volver a Bretton Woods
Se trata, en realidad, de una vuelta al pasado, cuando Bretton Woods, que significó la creación de las grandes instituciones multilaterales, habilitó que los gobiernos tuvieran cierta capacidad de maniobrar para establecer sus prioridades políticas, manejando a su antojo el tipo de cambio o la política fiscal. La creación de la OMC, que tumbó aranceles y favoreció el comercio global, acabó con todo eso, y ahora lo que resurge es el Estado-nación con todas sus consecuencias. En particular, por la existencia de enormes flujos de capital que lógicamente aprovechan la libertad de movimientos en mercados abiertos. Máxime cuando se trata, como en el caso de Arabia Saudí y otros países del golfo, de estados con enormes superávits de sus balanzas de pagos gracias a las materias primas.
Países que, además, aprovechan la creciente debilidad de Europa, que vive una contradicción cada vez más evidente. Al contrario que EEUU, menos expuesta al comercio internacional, Europa (y sobre todo Alemania) está obligada a depender de sus exportaciones, pero para eso necesita una diplomacia económica de la que carece. Y si no la tiene Europa, mucho menos países como España, con una acción exterior probablemente de otro siglo al no haber sido capaz de convertir las embajadas en núcleos de negocios.
Pensar que hoy se puede gobernar el mundo con métodos del pasado no es más que un anacronismo histórico. Si Europa no es capaz de tener una diplomacia diligente, parece evidente que los estados tendrán que recuperar alguna soberanía para evitar que los gobiernos se enteren por la prensa de movimientos que les afectan. Y si lo sabían, al menos, con alguna capacidad de respuesta. Hoy, no la tienen.
Mejor mirar los datos. En 2004, poco tiempo después de que China entrara en la OMC (Organización Mundial de Comercio), la Unión Europea representaba el 26% del PIB mundial; en 2015, apenas unos años más tarde, ese porcentaje había bajado ya al 22%, y la propia Comisión Europea ha adelantado que en 2030, es decir, a la vuelta de la esquina, supondrá "mucho menos" del 20%, ya por detrás de China.
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