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El cuarto oscuro de la política que no se quiere ver
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Carlos Sánchez

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El cuarto oscuro de la política que no se quiere ver

La función pública no vende. Y eso explica la existencia de una Administración ineficiente, además de envejecida, incapaz de entender las necesidades de los ciudadanos, a quienes en realidad trata como súbditos

Foto: Una oficina de empleo en Oviedo. (EFE/J.L. Cereijido)
Una oficina de empleo en Oviedo. (EFE/J.L. Cereijido)
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El profesor Jiménez Asensio, uno de los académicos que mejor conocen los entresijos de la Administración española, lo ha llamado el cuarto oscuro de la política. Se refiere al sistema burocrático imperante, denunciado de forma sistemática ya desde los tiempos de Galdós, que se caracteriza por la existencia de una dinámica propia en la función pública al margen de su mandato original. Y que es oscuro, precisamente, en cuanto es ajeno a la transparencia y a la rendición de cuentas, aprovechando que el sistema goza de impunidad por ausencia de control interno. Y cuando lo tiene formalmente, no es más que una pantomima corporativista mediante la utilización torticera de mecanismos internos de protección y privilegio.

O, lo que es lo mismo, el deficiente funcionamiento de la actual Administración revela la existencia de un Estado dentro del Estado con sus características propias. Y que se traduce en que es la propia Administración la que condiciona las decisiones políticas, y no al revés, en la medida en que son los gestores, al contrario de lo que sería razonable, quienes han creado un intrincado sistema burocrático del que los representantes del pueblo no pueden escapar.

La absurda cita previa es el mejor ejemplo de una Administración que no piensa en los administrados, sino en su propio interés

La absurda cita previa es el mejor ejemplo de una Administración que no piensa en los administrados, sino en su propio interés. Y el caos en la Seguridad Social, con un ministro pagado de sí mismo, pero incapaz de resolver los problemas, no es más que su manifestación más visible. Sin necesidad de mirar a la propia Agencia Tributaria, donde prevalece el principio de culpabilidad del contribuyente, que para más inri es quien le hace el trabajo a los empleados públicos.

Esta concepción patrimonialista de la función pública, es evidente, no sería posible sin el concurso de los propios políticos, que de forma irresponsable han retrasado una y otra vez una de esas reformas nucleares que necesita este país, y que no es otra que una nueva concepción de la Administración pública menos burocrática, más eficiente y, por supuesto, menos endogámica. Probablemente, porque cualquier reforma destinada a profesionalizar la función pública expulsaría del ámbito de la Administración las profusas redes clientelares que tejen los partidos que gobiernan en cualquiera de las administraciones, y que se alternan periódicamente.

El desprecio

La abusiva utilización de figuras como los eventuales para ocupar plazas de libre designación no es más que otro ejemplo del desprecio que se tiene por crear una Administración eficaz.

No es, desde luego, patrimonio de la Administración central. Tanto las comunidades autónomas como los ayuntamientos —es evidente que cualquier generalización tiene algo de injusta— han reproducido viejos comportamientos, lo que les hace impermeables a las demandas y las necesidades de los ciudadanos.

Lo cierto es que no se ha hecho ninguna reforma de calado y hoy impera la inercia administrativa, lo que explica que, en lugar de haberse producido un debate cabal sobre la calidad del funcionamiento de la Administración, la conversación pública se limite a contabilizar cuántos funcionarios hay o cuánto cobran, pero sin un análisis riguroso sobre su productividad o sobre si realmente es necesario el puesto de trabajo. Ni siquiera el sistema de oposiciones ha sido adaptado a las nuevas realidades, lo que en última instancia aflora la vieja pereza intelectual que tanto daño ha hecho a la historia de este país.

En la Administración se ha llegado a una situación absurda en la que conviven empleados muy bien pagados y empleados mal retribuidos

La paradoja es que en la Administración se ha llegado a una situación absurda en la que conviven empleados muy bien pagados (en relación con su productividad) y empleados muy mal retribuidos que a la larga tiende a abandonar el espacio público porque este es incapaz de reconocer el talento, lo que acaba por expulsar a los mejores. Con razón decía Galdós que "un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje".

Ni siquiera hay un estatuto del directivo público, algo que es inherente a cualquier organización en la que las funciones están perfectamente delimitadas. La política de incentivos, de hecho, como han puesto de relieve diversos informes realizados por la fundación Hay Derecho, es un completo desastre. No puede extrañar, de hecho, que quienes dejan la Administración sean, precisamente, los más cualificados, mientras que los menos productivos (pero con idéntico sistema de garantías que les protege su puesto de trabajo) nunca lo hacen.

La discusión es tan pobre que la reforma de la Administración no aparece hoy como una de las cuestiones prioritarias, lo cual es especialmente significativo si se tiene en cuenta que son las rentas medias y bajas quienes son más dependientes del buen funcionamiento de la Administración en sus diferentes ámbitos: la justicia, la sanidad o la educación. De hecho, se puede combatir el ensanchamiento de la desigualdad desde la política de rentas o de subsidios, pero también desde un buen funcionamiento de la Administración y lo que ha ocurrido con la mala gestión del ingreso mínimo refleja bien la utilidad de esas políticas públicas.

Ausencia de planificación

Este desinterés por el funcionamiento de la Administración, en un país volcado a la última declaración de algún político insensato, es lo que explica, por ejemplo, que se haya llegado a unos niveles de envejecimiento de las plantillas incomprensibles, teniendo en cuenta que era perfectamente previsible a la vista de que fue en los primeros años 80 cuando la Administración comenzó a crecer en coherencia con el ensanchamiento del Estado de bienestar y el afloramiento de nuevas necesidades sociales. Dos terceras partes de los empleados públicos tienen más de 50 años, lo que pone de relieve la ausencia de planificación y de criterios de largo plazo.

Son las rentas medias y bajas quienes más dependen del buen funcionamiento de la Administración, pero a nadie le preocupa

Lo sorprendente es que esa dinámica interna de la Administración en defensa de sus propios intereses actúa en paralelo con la desprofesionalización de la propia Administración pública por la llegada de cargos políticos con nula experiencia. Puestos de trabajo que hoy deberían ser ocupados por empleados públicos están ocupados por políticos profesionales sin bagaje y sin conocimiento alguno sobre la materia. No es de extrañar, de hecho, que España sea uno de los países de la OCDE donde cada cambio de Gobierno provoca más movimientos internos dentro de la propia Administración, incluso en los niveles más básicos. No es el turnismo canovista, pero se le parece mucho. Hay muchas formas de corrupción, y esa es una de ellas, aunque no se vea.

Esto explica que en determinados puestos directivos exista un elevado nivel de rotación sobre un mismo puesto de trabajo, lo que impide desarrollar políticas de largo plazo. El Consejo Superior de Deportes, ahora en boca de todos, ha tenido cuatro presidentes durante los últimos cinco años, lo que pone de relieve el desprecio por la continuidad. El propio departamento de Función Pública salta de un Ministerio a otro como si se tratara de un peón de ajedrez que no sabe dónde colocarse.

Lo realmente grave es que a nadie con capacidad de decisión le importe. Probablemente, porque hacer política para mejorar la calidad de los servicios que deben dar las administraciones a los ciudadanos no es visible. No hay que cortar ninguna cinta inaugural ni lleva aparejada una dotación presupuestaria de la que presumir. Galdós lo resumió hace más de un siglo con lucidez: "¿Qué ha sucedido aquí? ¿Qué ha pasado? Que al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la Administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga; mientras los osados, los ineptos, los que no tienen conciencia ni título alguno apandan la plaza en premio de su inutilidad".

El profesor Jiménez Asensio, uno de los académicos que mejor conocen los entresijos de la Administración española, lo ha llamado el cuarto oscuro de la política. Se refiere al sistema burocrático imperante, denunciado de forma sistemática ya desde los tiempos de Galdós, que se caracteriza por la existencia de una dinámica propia en la función pública al margen de su mandato original. Y que es oscuro, precisamente, en cuanto es ajeno a la transparencia y a la rendición de cuentas, aprovechando que el sistema goza de impunidad por ausencia de control interno. Y cuando lo tiene formalmente, no es más que una pantomima corporativista mediante la utilización torticera de mecanismos internos de protección y privilegio.

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