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Una patada a la inteligencia

Si un país vale lo que valen sus instituciones, España está en números rojos. El país carece de un debate de fondo sobre su puesta al día. Enfrascados en la amnistía, el sistema político no canaliza las preocupaciones sociales

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Banderas catalanas.
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Si un país vale lo que valen sus instituciones, es probable que España esté en números rojos. Volcado el sistema político en cuestiones territoriales, con toda seguridad el asunto que más ha envenenado nuestra historia en los últimos siglos, el país es incapaz de establecer una agenda de reformas o, al menos, un debate sosegado y rico en ideas sobre algunas de las cuestiones que determinarán su futuro. No es lo mismo, hay que recordar, aprobar muchas leyes, que con el tiempo puede llegar a convertirse en un acto meramente administrativo, que hacer reformas, cuya capacidad de transformación es evidente.

Por el contrario, la amnistía copa la agenda pública y hoy las inquietudes y necesidades de millones y millones de españoles permanecen en un segundo plano. Cuando una de las ocupaciones de la política es, precisamente, canalizar las preocupaciones ciudadanas, que no se agotan votando cada cuatro años.

Mientras el mundo se mueve hacia no se sabe dónde, la política española está secuestrada por la cuestión catalana

Ni las consecuencias sociales, políticas y económicas del envejecimiento, ni la financiación del Estado de bienestar, ni los escasos avances en productividad, ni, por supuesto, el papel que debe cumplir España en un mundo que recupera la era bipolar: EEUU/Europa frente a China/Rusia, y cada uno de los bloques con sus respectivos países satélite, merecen la atención de la clase política, enfrascada en un asunto sin duda muy relevante, pero que ha hecho colapsar la agenda pública.

El país, hay que decirlo claramente, está secuestrado políticamente por la cuestión catalana, con las consecuencias que ello tiene para la renovación del sistema político y la puesta a punto de la arquitectura institucional, hoy completamente superada y desgastada por los cambios históricos y demográficos.

El anquilosamiento, si se puede llamar así, es más evidente cuando la geopolítica, precisamente, lo domina todo, y los sucesos de Gaza comenzados este sábado —el ataque terrorista a Israel y la posterior respuesta de Tel Aviv— reflejan hasta qué punto todos los movimientos políticos están conectados entre sí, aunque sea fuera de nuestras fronteras. El polvorín de Oriente Medio no tardará en condicionar la agenda pública, aunque se mire a otro lado.

Política de alianzas

Buena parte de la clase política, sin embargo, sigue ensimismada en sus cuitas internas, cuando se está configurando un nuevo orden —en esta clave hay que entender lo que está sucediendo en Israel y Gaza— que necesariamente va a influir sobre lo que nos pasa. Es muy probable que en las próximas semanas vaya a volver a visibilizarse la nueva política de alianzas que se inició con la invasión de Ucrania, y que con el tiempo tenderá a cristalizar. Ni siquiera la cumbre de Granada, donde se han tratado cuestiones decisivas para el futuro de España, como la ampliación hacia el Este o la inmigración, ha merecido un debate parlamentario.

El hecho de que casi tres meses después de las elecciones no haya un Gobierno no puede congelar la actividad parlamentaria porque sería lo mismo que aceptar que no hay separación de poderes. Si el parlamento no tiene vida propia, más allá del debate de investidura, es mejor reinventarlo. Y la mejor prueba de ello es que tampoco en la anterior legislatura España abordó reformas de calado.

No es difícil identificar las causas. Mientras Sánchez ha renunciado a hacer políticas que superen los bloques tradicionales izquierda-derecha, lo cual solo ahonda en la polarización política y alienta la frustración reformista, el PP sigue comportándose como un partido al que lo último que le importa es la gobernabilidad en el sentido más noble del término, aunque sea a costa de las instituciones. O expresado de otra forma, un partido que vive en permanente alerta electoral, lo cual es absurdo.

Si el parlamento no tiene vida propia, más allá del debate de investidura, es mejor reinventarlo porque revela que no hay separación de poderes

Paul Valéry, de quien Hannah Arendt dijo que era el más lúcido de los franceses, llamó a la antipolítica la bancarrota del sentido común en la medida en que las ideas eran atacadas y disueltas por los hechos, lo que viene a significar un empobrecimiento del debate ciudadano. Sin ideas no hay política. Ni para encauzar la cuestión catalana ni para dar solución a problemas estructurales del país que también tienen que ver, por cierto, con la calidad de sus instituciones o con el mal funcionamiento de la justicia.

Castigar la inteligencia

Lo que hay, por el contrario, es un debate solo aparente —tan agresivo como vacuo— que castiga la inteligencia, como decía la propia Arendt en ¿Qué es la política?, un opúsculo publicado en los años 50 en el que la pensadora alemana ya advertía del progresivo de los efectos perversos de lo que llamó "insolvencia de la imaginación". Y eso es lo que se vive hoy.

No hay opiniones enfrentadas basadas en el conocimiento, sino posiciones antagónicas presentadas de forma atávica como si el mundo estuviera a punto de acabarse o como si la integridad territorial del país fuera inevitable, lo que en última instancia deteriora la racionalidad de la política. Y lo que no es menos relevante, añade tensión a algunos de los fallos de las democracias liberales que se han cronificado en las últimas dos décadas: la corrupción de sus élites, el bajo crecimiento económico o el ensanchamiento de la desigualdad. Algo que solo puede desembocar en la pérdida de fe en las instituciones con el riesgo de que crezca el recelo a las propias democracias liberales. No es coherente defender las instituciones y al mismo tiempo desconfiar de su eficacia.

Hay una pócima que envenena el debate político, y no es otra que los prejuicios, que han acabado por intoxicar a las democracias liberales

El resultado, como no puede ser de otra forma, es que los problemas políticos se precipitan con asiduidad a un callejón sin salida, como si no tuvieran solución. Fundamentalmente, a causa de una pócima que envenena el debate político, y que no es otra que los prejuicios, que están en la naturaleza de la condición humana, pero que han acabado por intoxicar a las democracias. Pero los prejuicios, como le gustaba decir a Arendt, no son juicios. Muestran que hemos ido a parar a una situación en que políticamente no sabemos —o todavía no sabemos— cómo movernos. "El peligro es que lo político desaparezca absolutamente", remachaba la autora germana.

Y lo que sucede en Cataluña es el mejor ejemplo. Salvando las distancias, como pasa hoy en Palestina o, con el tiempo, ocurrirá, si nadie lo remedia, en las regiones ocupadas por Rusia, en Ucrania. Viejos problemas que no se resuelven por la ausencia de ideas que volcar en la agenda pública y que acaban pudriéndose por prejuicios, por dejadez o simplemente por irresponsabilidad.

Como se ha escrito en ocasiones, la gran paradoja de la sociedad de la información es que está saboteando su principal recurso, que no es otro que la inteligencia a partir del conocimiento.

Si un país vale lo que valen sus instituciones, es probable que España esté en números rojos. Volcado el sistema político en cuestiones territoriales, con toda seguridad el asunto que más ha envenenado nuestra historia en los últimos siglos, el país es incapaz de establecer una agenda de reformas o, al menos, un debate sosegado y rico en ideas sobre algunas de las cuestiones que determinarán su futuro. No es lo mismo, hay que recordar, aprobar muchas leyes, que con el tiempo puede llegar a convertirse en un acto meramente administrativo, que hacer reformas, cuya capacidad de transformación es evidente.

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