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Cómo llevarse un país por delante por una ley de amnistía
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Carlos Sánchez

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Cómo llevarse un país por delante por una ley de amnistía

La amnistía no es el fin del mundo. Por el contrario, es un acto parlamentario más, por muy importante que sea. Acudir a la falta de legitimidad para cuestionar su aprobación es el inicio de un camino tortuoso. Lo siguiente son las instituciones

Foto: Agentes de la Policía Nacional junto a una de las barricadas de los ultras en Ferraz. (Sergio Beleña)
Agentes de la Policía Nacional junto a una de las barricadas de los ultras en Ferraz. (Sergio Beleña)
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"Cuidado con el descrédito de las instituciones antes de haber inventado otras de recambio", advertía Francisco Tomás y Valiente en enero de 1996, pocas semanas antes de ser asesinado por ETA.

La reflexión de uno de los más finos juristas que ha tenido este país, con una erudición infinita, se produjo en un contexto político muy convulso, apenas dos meses antes de que Aznar ganara las elecciones y en medio de una formidable bronca política. Fue durante el acto de su toma de posesión como consejero permanente del Consejo de Estado tras el fallecimiento del general Gutiérrez Mellado, probablemente el político más vilipendiado, junto a Suárez, durante los primeros años de la Transición. No, desgraciadamente, no es ninguna novedad que al presidente del Gobierno se le hostigue de forma miserable como si se tratara de un delincuente. Se puede pensar lo contrario, pero no se trata, desde luego, de un asunto baladí en un país que ha visto, desde Prim hasta Carrero Blanco, cómo cinco primeros ministros caían asesinados entre 1870 y 1973.

Gutiérrez Mellado fue, precisamente, como recordó el jurista valenciano, quien hizo frente a unos "energúmenos uniformados y armados con pistolones y metralletas" aquel horroroso 23-F, ahora banalizado por algunos en el discurso político al abrigo de ese populismo barato que se ha instalado en la política española. "Un hombre entero, en apariencia débil y sin otras armas que su dignidad y su coraje, les plantó cara y no fueron capaces de doblar sus rodillas", dijo Tomás y Valiente, quien en ese mismo acto recordó que el Estado es un complejo de instituciones desde las que se ejerce el poder legítimo. Es decir, no es una institución en sí misma, sino que es el compendio de pequeñas instancias que son, a la postre, las que conforman la patria, que no es más que la suma de las cosas materiales e inmateriales que posee una nación, como recordó el propio Tomás y Valiente.

No está de más recordarlo en estos días aciagos en los que se han desbordado todos los excesos, y no era fácil. Hasta el punto de ver por las calles de Madrid y otras ciudades a grupos (todavía residuales) de individuos cantando himnos fascistas y con el brazo en alto, algo impensable hace pocos años, y que hubieran sido detenidos por los mismos que ahora reivindican por manifestarse. Obviamente, porque la política, aunque habría que decir la mala política, ha acabado por arrasarlo todo. Se podrá pensar que solo a causa de la amnistía, pero hay mucho más. Decir que España va camino de convertirse en una dictadura no solo es temerario y hasta ridículo, sino que banaliza y hasta blanquea lo que fue la represión del franquismo.

La patria y los muertos

El desprecio por las instituciones —y la presidencia del Gobierno, sea quien sea su titular, es una más y, por lo tanto, forma parte de la arquitectura institucional del Estado— ha formado parte históricamente del ADN de este país, y el éxito de la Transición fue, precisamente, la recuperación de valores comunes que son los que conforman la patria en el sentido que le daba Azaña a ese término. Como recordó en aquel acto Tomás y Valiente, el presidente de la II República negó la visión de la patria como "la tierra de los muertos, el culto de los cielos, la glorificación de los héroes y el respeto de las tradiciones, de las leyendas y de los recuerdos" y, por el contrario, reivindicó la visión de quienes pensaban o sentían la patria como el país propio "donde reina el derecho, la justicia y la libertad”.

Es evidente que hay razones de mucho peso para oponerse a la amnistía. Al fin y al cabo, políticos que han empobrecido al país, que lo han sometido a una tensión institucional deplorable y que han pisoteado la legalidad no merecen ser perdonados. Y es también obvio que el propio Sánchez ha cometido un grosero error jugando a la polarización política desde 2018, lo que a la postre ha contribuido a configurar un irrespirable frentismo más propio de otras épocas. Y no es menos censurable que en un asunto como el de la amnistía hubiera tenido la obligación de buscar más complicidades al tratarse de una cuestión de Estado que va mucho más allá que un debate de investidura. Ni siquiera lo intentó.

Los excesos verbales, las descalificaciones, la grosería, los exabruptos y la mala educación no pueden sustituir a la crítica razonada

Pero por mucho que los errores y las tropelías de algunos hayan sido mayúsculos, desde luego en el caso de los independentistas, lo que no parece razonable es que, además del daño que han hecho los independentistas insolidarios, se lleven por delante los valores de convivencia democrática con la anuencia y hasta la complicidad de quienes dicen defender la Constitución. Ese está siendo su triunfo adicional. Ver cómo los valores de la convivencia saltan por los aires. Y los excesos verbales, las descalificaciones inapropiadas y fuera de lugar y hasta obscenas, la grosería, los exabruptos políticos y, en definitiva, la mala educación no pueden sustituir a la crítica razonada y argumentada dentro de los límites de la política, que no es otra cosa que el mejor instrumento que se ha dado la humanidad para resolver el conflicto social. Insultar no es un acto político es justo lo contrario.

No está ocurriendo eso. El país, a cuento de la amnistía, ha recuperado su vieja tradición tremendista, que no sólo hay que vincular en el plano estético y literario al Goya de sus pinturas negras o a la España negra de Darío de Regoyos, con un prólogo magistral de Pío Baroja, sino también político. Probablemente, porque el regreso a la intolerancia —y no aceptar el resultado de una votación lo es— era inevitable en un país de vida política tan azarosa y convulsa. Más acostumbrado, como decía Umbral, a leer El Caso que el BOE. Algo que puede explicar sus recurrentes tendencias suicidas, que, de manera sistemática, se han anclado en el desprecio por las instituciones. La diferencia a nuestro favor es que ahora estamos en Europa, que nos blinda de nuestros excesos y de nuestras crisis, también económicas.

Democracia orgánica

Muchos de quienes honesta y legítimamente cuestionan la futura ley de amnistía desconfían hoy de las mismas instituciones que dicen defender pese a que el texto que presenten los grupos parlamentarios tendrá que pasar por el filtro de los jueces en sus dos versiones, el Tribunal Supremo y el Constitucional. ¿O es que todos los magistrados son corruptos? ¿O es que una ley, una sola ley, puede arrumbar la complejidad y riqueza del sistema normativo que se ha dado este país de forma democrática desde 1977? Por el contrario, asistimos a una especie de reivindicación de la democracia orgánica en las que los diversos colectivos se adhieren al régimen como si estuviéramos ante el fin del mundo.

Esgrimir hasta el abuso un concepto tan vaporoso como es la legitimidad para interpretar las decisiones parlamentarias, como se sabe, es el principio de un camino incierto porque horada la credibilidad la acción política y la propia soberanía popular, lo que a la postre hiere a las instituciones, que son el basamento del Estado. La crisis de legitimidad que sufren hoy las democracias por el acoso de los populistas es, de hecho, lo que han alentado en los últimos años los demagogos, que se nutren ideológicamente de la presunta existencia de un ideal superior que traspasa la propia legalidad de los actos parlamentarios. Una especie de instrumentación de la democracia como si el resultado electoral fuera ajeno a las decisiones políticas. Pero, guste o no, la legitimidad de quienes apoyan la amnistía es exactamente la misma de quienes se oponen a ella, o viceversa. A no ser que el pueblo se haya equivocado concediendo determinadas mayorías parlamentarias. Apelar a presuntas legitimidades insatisfechas es siempre un camino tortuoso.

La legitimidad de quienes apoyan la amnistía es la misma de quienes se oponen a ella, o viceversa. A no ser que el pueblo se equivoque

Y esto es así porque de aceptar esas tesis, sería lo mismo que entender que no hay vuelta de hoja, cuando la democracia, precisamente, es el hábitat natural de la alternancia y en ocasiones, incluso, de la alternativa para resolver el conflicto social. Y los problemas de la inmensa mayoría de los españoles el día después de la aprobación de la ley de amnistía serán los mismos: los salarios, el empleo, la vivienda, la sanidad… La legitimidad, al menos desde la Ilustración, se construye a partir de las libres decisiones que adopten los individuos y sus representantes a partir de la razón, y aunque es verdad que también en una construcción ética basada en los ideales de justicia, no es de ningún modo un derecho divino caído del cielo. Ni mucho menos una coartada para frenar determinadas mayorías parlamentarias.

Preferencia por el conflicto

Lo que sabemos, por el momento, es que a causa de la situación política en Cataluña, desde luego provocada por unos irresponsables, lo que ocurre allí ha acabado por contaminar todos los consensos. Incluso, la pulsión reformista de la política española, puesta de relieve durante las primeras décadas de democracia, se ha esfumado. Y lo que es todavía peor, el país asiste impávido a una insana preferencia por el conflicto frente a la cooperación, con consecuencias demoledoras sobre la confianza mutua. Hasta el punto de que cada pacto —incluso a Aznar se le afeó por acordar con el nacionalismo, lo que tenía todo el sentido en aras de alcanzar un bien superior, como era la estabilidad parlamentaria para entrar en el euro— se suele ver como una renuncia del Estado, cuando en realidad le fortalece. ¿O es que la Transición, a la que ahora se evoca, no fue más que la suma de muchos acuerdos que suponían la renuncia de valores que se presumían marcados a fuego? ¿Humilló Suárez a España pactando con los comunistas? ¿O lo hizo Santiago Carrillo cuando aceptó la monarquía de un rey designado por Franco?

El español, como otros nacionalismos de Estado, suele negar su condición nacionalista, que deja para los movimientos subestatales

Se pacta porque el Estado, precisamente, son sus regiones, son sus parlamentos autonómicos. No por un determinismo histórico, sino porque es lo que dice la Constitución, tan ridículamente manoseada como si se tratara de un trapo en lugar de una bandera donde puedan habitar todos los españoles.

Como ha escrito en alguna ocasión el historiador Javien Moreno Luzón, el español, como otros nacionalismos de Estado, suele negar su condición nacionalista, que deja para los movimientos subestatales. Sus portavoces prefieren en cambio presentarse como patriotas, y quien no lo es, es un traidor o un cobarde. O un felón, esa expresión que ahora se rescata como si el país estuviera dirigido por Fernando VII. Pura ignorancia. En definitiva, los hacedores de la vieja anti-España vuelven a salir a la luz. Es probable que a causa de ese historicismo rancio que se ha instalado en la política española, principalmente en el nacionalismo transmutado en un independentismo de cartón piedra, cada vez más alejada del pragmatismo que tradicionalmente ha caracterizado a los países anglosajones, y los editoriales de Financial Times y The Economist son un buen ejemplo de ello.

No estará de más recordar, por ello, una vez más, aquella carta amarga que dirigió Amadeo de Saboya a todos los españoles tras su reinado imposible. "Todos invocan el dulce nombre de la patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males".

"Cuidado con el descrédito de las instituciones antes de haber inventado otras de recambio", advertía Francisco Tomás y Valiente en enero de 1996, pocas semanas antes de ser asesinado por ETA.

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