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Preocupantes señales de alarma

La intolerancia, el peor revisionismo histórico e, incluso, el desprecio por el adversario han vuelto a aparecer en el debate público, donde cuesta asumir los argumentos de la otra parte

Foto: Manifestantes queman una estelada en Ferraz. (Europa Press/Pérez Meca)
Manifestantes queman una estelada en Ferraz. (Europa Press/Pérez Meca)
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Es probable que la mayor victoria del independentismo no sea la ley de amnistía. Ni siquiera la posibilidad de que en el futuro se pueda formular algún tipo de consulta sobre el estatus político de Cataluña al amparo del artículo 92 de la Constitución. Su triunfo más amargo es la degradación de la vida política en el resto de España. Hasta el punto de que ha logrado que la crispación que se vivió en Cataluña en los momentos más tensos del procés se haya trasladado al conjunto del país. Es una clara señal de que algo ha fallado en la respuesta del Estado.

Su triunfo es más aplastante si además, paradójicamente, quien pretende internacionalizar el procés no son los independentistas, sino algunos partidos nacionales, lo que revela la incapacidad del sistema político para embridar una cuestión que nació dentro de nuestras fronteras y debería cerrarse en el mismo perímetro. Cataluña es una cuestión interna, como Quebec o Escocia lo son para Canadá o el Reino Unido.

La cuestión catalana no solo ha envilecido a algunas élites que niegan el pan y la sal a quienes opinan lo contrario, con un comportamiento más propio de una democracia orgánica en la que se ponen al servicio de una presunta verdad oficial para demostrar en público su adhesión inquebrantable, sino que la política ha llegado a convertirse en algo tóxico en determinados ambientes. La intolerancia, el peor revisionismo histórico e, incluso, el desprecio por el adversario han vuelto a aparecer en el debate público, donde cuesta asumir los argumentos de la otra parte.

No se trata, desde luego, de un fenómeno estrictamente español. Al fin y al cabo, el populismo y las cuestiones identitarias, frente a la tradicional dialéctica capital-trabajo, centran hoy el debate político, pero sí lo es en la medida que la cuestión catalana es un asunto perfectamente identificado y territorialmente delimitado, lo que en principio debería a ayudar a encontrar una solución, al menos temporal, como se buscó durante la Transición. Por cierto, tan banalmente reivindicada hoy por muchos, cuando lo que se hizo en aquel tiempo fue, precisamente, canalizar el conflicto político ofreciendo alternativas a la luz de una nueva realidad social.

Empobrecimiento

Nadie hoy, sin embargo, las pone sobre la mesa, cuando Cataluña es, precisamente, por su capacidad de irradiación sobre el conjunto del territorio, la raíz de nuestros problemas. Ni siquiera las tensiones políticas y sociales derivadas de la Gran Recesión, que significó un duro ajuste y el empobrecimiento de millones de trabajadores, fue capaz de generar tanta crispación.

Es también probable que la causa de tanto desasosiego tenga que ver con lo que decía Susan Sontag: no se puede reflexionar y golpear al mismo tiempo*. O lo que es lo mismo, la confrontación tribal ciega tanto la razón como el pensamiento. Y la política española se ha convertido en un ring que no solo ha sido incapaz de dar una solución a lo que sucede en Cataluña desde hace más de una década, sino que asiste imperturbable al deterioro de la calidad institucional del país.

El célebre "de la ley a la ley" era precisamente eso, adaptar el sistema legal a los nuevos tiempos, sin miedo al cambio

Lo más fácil es buscar responsables, y, de hecho, es lo que explica el éxito de la polarización como instrumento de acción política en aras de sustituir el debate cabal. Triunfa un maniqueísmo primitivo que convierte en traidores a quienes defienden legítimamente y con argumentos de peso la amnistía como un medio para mejorar la convivencia o en reaccionarios a quienes no lo ven así. En definitiva, una dialéctica estéril que hace inane al sistema político por su incompetencia manifiesta para abordar el problema de fondo, que no es otro que cerrar, o, al menos, actualizar el precario modelo territorial que salió de la Constitución de 1978.

No deja de ser paradójico que quienes reivindican hoy la Transición sean, precisamente, los más reacios a proclamar su principal aportación, que no fue otra que adaptar la arquitectura institucional de Estado a una nueva realidad social, muy distinta a la que pretendían los defensores de la dictadura. De hecho, no se entiende la Transición si no es en el marco del cambio político a la luz de las nuevas circunstancias sociales y hasta demográficas. Nunca se planteó como un proyecto grabado en mármol. El célebre "de la ley a la ley" de un falangista como era Torcuato Fernández-Miranda era precisamente eso, adaptar el sistema legal a los nuevos tiempos, sin miedo al cambio. Algo que, por cierto, ampara la propia Constitución española al carecer de cláusulas de intangibilidad. Se pueden hacer cambios siempre que se respeten los procedimientos previstos. Recordar lo obvio solo conduce a la melancolía. ¿Pasa algo si se da por concluido el ciclo de la Transición? El verdadero reto es encontrar otro espacio habitable por todos.

La precariedad del modelo territorial es evidente porque ni los propios constituyentes podían adivinar cómo iba a desarrollarse el Estado autonómico, que se ha construido de forma sobrevenida. Sobre todo, a partir de las numerosas sentencias del Tribunal Constitucional más que por el tránsito de camino perfectamente marcado por el legislador, lo que explica que ni siquiera el nombre de las CCAA aparezca en la Constitución. No es ninguna exageración decir que el TC, de hecho, es quien ha hecho el Estado autonómico a golpe de sentencias.

Remendones constitucionales

El resultado es un cuerpo políticamente extraño, y en ocasiones jurídicamente, lleno de remendones, que provoca numerosas tensiones y una creciente incomprensión por parte de muchos ciudadanos que optan por la vieja táctica de tirar el agua sucia del barreño con el niño dentro. Hasta el punto de que es muy probable que los sucesos de las últimas semanas lleven a una creciente desafección de muchos ciudadanos, como ya avanzan algunas encuestas, al Estado descentralizado, que tan buenos resultados ha dado.

Esa inercia, a veces hasta desgana del sistema político por cambiar las cosas ignorando los problemas, es la que ha llegado hasta nuestros días. Hay una primera consecuencia: el descrédito del propio sistema autonómico, y lo que es peor, el resurgimiento de todo tipo de agravios comparativos que devoran la convivencia. Hasta el punto de que cualquier pacto territorial, algo natural en un sistema descentralizado como es el español, se mide no por su utilidad para resolver el conflicto político, que es consustancial a las propias democracias liberales representativas, sino que se observa como una fechoría, dando por hecho una falsa homogeneización de los distintos territorios, necesariamente diferentes por causas históricas, políticas o geográficas.

La amnistía puede cambiar la naturaleza del conflicto catalán, anclado hoy en un marco de acción-reacción

Es curioso, en este sentido, que quienes se proclaman liberales, que en esencia es la prevalencia del individuo frente al Estado hobbesiano en el marco de un sistema legal, son quienes niegan las diferencias, lo cual solo puede producir frustración y conflicto. Hasta el punto de querer vaciar de contenido al Senado para convertirlo no en una cámara territorial representativa de la diversidad regional, como proclama la Constitución, sino un escenario de confrontación frente al Congreso. Puro delirio en el sentido etimológico del término: salirse del surco.

Lo contrario es, justamente, encauzar los problemas para evitar que el canal, qué otra cosa es la política, se desborde, como ha sucedido en los últimos años, lo que ha obligado al Estado, como no puede ser de otra manera, a intervenir.

La amnistía, sin embargo, puede cambiar la naturaleza del conflicto, anclado hoy en un marco de acción-reacción derivado de la irresponsabilidad de los independentistas, que al final han priorizado su situación penal —indulto o amnistía— frente a una salida pactada con el Estado, que es lo que corresponde en un Estado con importantes elementos federales.

Conflictos de clase

Lo cierto es que hoy, pese a su retórica, el independentismo es más débil que cuando comenzó el procés, lo que es una buena oportunidad para enmarcar, entre todos, el conflicto catalán en un nuevo pacto constitucional para poner al día el modelo territorial. No estará de más recordar que desde el último tercio del siglo XIX la cuestión territorial, como suelen recordar muchos historiadores, es lo que ha hecho más difícil la convivencia nacional. Ni siquiera los conflictos de clase han tenido tanta relevancia, lo que explica la azarosa vida institucional del país.

Ir de la ley a la ley solo exige una condición, el presidente del Gobierno, cualquiera que sea, debe ser capaz de crear un clima político constructivo que Sánchez, no sin arrogancia, ignoró en el reciente debate de investidura, con descalificaciones gratuitas que no solo no ayudan a resolver el conflicto, sino que lo agrava. Sin duda, porque en su estrategia siempre pasa por dar alas a Vox para perjudicar al PP, lo que le ha servido para volver a gobernar.

Tiene ahora unos años por delante, veremos si son cuatro, para olvidar que una cosa son las tácticas electorales y otra muy distinta hacer políticas de Estado, que nunca se pueden hacer levantando muros. Muros, por cierto, apuntalados con fervor, aunque lo niegue, por el propio Feijóo y su socio preferente, a quien lo último que le preocupa es defender la España de la Constitución de 1978, la expresión más útil para canalizar el debate público.

*Alberto J. Ribes. Luz, terror, esperanza. La idea del progreso. (1800-1968). Catarata. 2023.

Es probable que la mayor victoria del independentismo no sea la ley de amnistía. Ni siquiera la posibilidad de que en el futuro se pueda formular algún tipo de consulta sobre el estatus político de Cataluña al amparo del artículo 92 de la Constitución. Su triunfo más amargo es la degradación de la vida política en el resto de España. Hasta el punto de que ha logrado que la crispación que se vivió en Cataluña en los momentos más tensos del procés se haya trasladado al conjunto del país. Es una clara señal de que algo ha fallado en la respuesta del Estado.

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